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Durante los años siguientes el negocio comenzó a prosperar. El sesudo Cornelio Escipión Emiliano doblegó definitivamente a los obstinados numantinos después de años de sangrientos combates, destruyendo la terca ciudad celtíbera y deportando como esclavos a sus famélicos supervivientes. Aquella noticia supuso un alivio para muchos colonos; llegué a conocer durante mi adolescencia a un flaco esclavo lisiado y desdentado, encargado de limpiar con una asquerosa esponja las letrinas(156) de las termas del foro, que había llegado a Valentia procedente de aquel dramático suceso. Junto al Africano(157) participaron en el mítico asedio un joven Cayo Mario en pleno cursus honorum[20] y, junto a ellos, por desgracia, el por entonces aliado príncipe Yugurta de Numidia. Aquel rey libio aplicó años después con gran esmero contra los intereses romanos en África todas las tretas que Escipión le enseño en la Celtiberia. Resumiendo, el sometimiento de las últimas tribus celtíberas, y con ello el fin de las hostilidades en el interior hispano, estabilizó las rutas de los comerciantes y por ello empezó a subir la demanda de vino entre los pobladores itálicos y aliados recién ubicados en los ahora pacificados territorios vetones, arévacos, vacceos y celtíberos(158).

Mi abuela tuvo tres hijos, pero el más pequeño nació muerto. Así pues mi padre, Cayo, el mayor, y mi tío Espurio, el menor, crecieron en una ciudad que pasaba día a día de los andamios, las balsas de cal, arena, grava y agua para amalgamar mortero, las lonas y los tableros a las paredes lisas encaladas, las rojas tejas, los patios con mosaicos y las losas de granito gris. La colonia crecía al mismo ritmo frenético que los cultivos de sus campos y los diversos negocios de los veteranos que se establecieron en aquellas prósperas tierras. La suavidad de los cortos inviernos, las fuertes lluvias del otoño y la benignidad de los calurosos estíos hacían crecer sin percances el preciado fruto de las huertas, las cepas, los trigales y los olivos. Los tempranos excedentes se embarcaban en la vecina Saguntum o se enviaban en caravanas hacia otros mercados más necesitados de materias primas como los silos militares de la capital provincial, Tarraco, o de la flota en la rada de Cartago Nova. Pasaron su edad escolar viendo como los toldos y los tenderetes ambulantes se convirtieron en tabernas repletas de mercaderías, como se empedraban las calles, como se dotaba a la ciudad del alcantarillado y de los servicios mínimos que cualquier ciudadano civilizado demanda y exije al estado.

Sólo las vagas noticias de alguna revuelta protagonizada por tribus indígenas levantiscas y poco civilizadas de los confines interiores de la Citerior empañaban el sentimiento de paz y progreso que invadía las mentes de aquellos hombres emprendedores.

Durante el consulado de Quinto Cecilio Metelo mi abuelo fue por primera vez duunviro de Valentia. Como todo antiguo soldado era muy supersticioso. Prácticamente, la economía de la ciudad se basaba en el campo por lo que el sol, el riego y la lluvia eran bendiciones de los dioses. En el tiempo que duró su legislación obtuvo la aprobación de la cámara para erigir una elegante fuente sobre la piscina del manantial y consagrarla con una ceremonia a las divinidades acuáticas. En aquel primer mandato llegó a conocer personalmente al soberbio y despótico cónsul pues el rico Metelo, padre de otro deleznable individuo que más adelante veremos, hizo noche en la ciudad de camino al embarcadero de Saguntum, lugar desde donde zarpó con el resto de la flota hacia la campaña de anexión de las inhóspitas Baleáricas. Son éstas unas agrestes islas a poca distancia de la costa valentina pobladas de trogloditas y que se habían convertido en aquellos años en un nido de piratas. Rudas gentes las baleáricas, con sus hirsutas greñas y sus andrajos de pieles de cabras, pero famosas desde tiempos del feroz Barca por sus excepcionales mercenarios honderos(159). Durante cerca de un año tres mil colonos procedentes de Italia y de las tierras provinciales más deprimidas de la República cruzaron el mar desde la Edetania para asentarse en la isla mayor, concentrándose años después la buena parte de ellos en la nueva ciudad de Pollentia.

Aquel primer año de duunvirato del abuelo pasó algo mucho más importante para el futuro de la nueva colonia que la construcción de fuentes y canales de riego, las intrigas de los corruptos magistrados de la lejana Roma o las revueltas de los indígenas. Aquel año nació en la ciudad sabina de Nursia(160) el caballero Quinto Sertorio[21].

Después de una laureada carrera militar bajo las Águilas, corona cívica incluida concedida al salvar al mismo cónsul Mario de las garras de unos salvajes, y rubricada con una extensa carrera pública en el senado valentino, el abuelo falleció durante una intempestiva tarde de las nonas de December del año del sexto consulado del tal Mario y el primero de Lucio Valerio Flaco, el mismo año en el que nació un aristócrata altivo, intrigante y sediento de poder que pagará caro su excesivo egoísmo, Cayo Julio, al que se le conoce en el mundo entero como César[22]. El abuelo, con el cuerpo enjuto y el cabello completamente albo, tenía entonces setenta y ocho largos años, años repletos de esfuerzos, disgustos y alegrías en los que había visto convertirse un insalubre acantonamiento de chozas lacustres en una próspera colonia latina.

Los esclavos no me dejaron verlo mientras los sacerdotes lo preparaban para reunirse con Plutón y Proserpina(161). A mi madre no le pareció que fuese una ceremonia adecuada para un niño de ocho años, así que sólo pude ver el cuerpo inerte del abuelo en el arranque de la pompa fúnebre formada por mis tíos, mi madre, mi abuela con sus esclavos domésticos y algunos buenos clientes y amigos de la familia que eran seguidos por músicos que entonaban una marcha tétrica a base de trompas, timbales y flautas. Salieron desde el corral de la casa hacia la Porta Heraclea, buscando la entrada de la nueva necrópolis que hacía poco que acababa de inaugurarse anexa a la vieja calzada, a menos de una mille passuum al sur de la ciudad, en dirección a Sucrone(162). Al llegar al solitario cementerio colocaron el cuerpo rígido del abuelo sobre la pira del crematorio y mi tío subió hasta él. Le abrió y cerró los ojos por última vez, colocó sobre ellos dos ases para el quejoso Caronte, le dio un beso en la frente y lo entregó al fuego junto a sus amuletos y sus falerae de centurión. Perdí la noción del tiempo rodeado de gentes compungidas. Una de las esclavas de mi madre no me quitaba ojo de encima, secándome con un paño las lágrimas que no era capaz de contener. En un breve instante las llamas engulleron el cuerpo y enseres del abuelo, consumiendo sus ropas y carnes hasta mondar los huesos. El fuego purificador reconfortó a los allí presentes, fríos por dentro y por fuera, puesto que aquel lluvioso mes de December fue mucho más gélido y desapacible de lo habitual.

Mi padre se enteró de la muerte del abuelo mientras seguía con su centuria combatiendo en las cercanías de Vercelae, en el norte de la Galia Cisalpina, persiguiendo a los restos dispersos de las tribus cimbrias y teutonas que tantos daños y quebraderos de cabeza habían ocasionado a la República en el último decenio.

Llegado el momento adecuado, el sacerdote encargado del rito roció las ascuas con una jarra de vino, apagándolas con premura entre una fumarada de olor profundo y ácido, un hedor acre que por desgracia continué catando durante demasiados años. El sacerdote recogió la osamenta calcinada y la ungió con afeites perfumados, colocándola acto seguido en el interior de una pesada urna negra de Campania en forma de bellota que le entregó a mi abuela, deshecha en llantos y cubierta totalmente de cabeza a los pies por un manto de lana bruna al modo íbero. La abuela Sicedunin, ayudada por mi madre, depositó la urna en la hornacina que el abuelo había comprado años atrás concluyendo así la triste ceremonia funeraria. Un esclavo colocó días después una sencilla lápida sobre la hornacina en la que se podía leer grabada sobre el granito azul la inscripción “H.S.E. P. LXXVIII ANNVS P. ANTONIVS CAEPIVS VINICOLA S.T.T.L.”[23] Tres días después mi abuela ofreció un refrigerium(163) a todos los parientes y amigos para honrar a su difunto marido.

Valentia, las memorias de Cayo Antonio Naso
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