II
Todo había empezado un soleado día de verano durante una seca y tórrida jornada pocos días después de los idus del mes de Julius. El joven Antonio salió bien temprano de su casa, una sobria domus(6) de dos plantas que daba a una estrecha calle comercial a espaldas del foro(7) en dirección a las termas augustinas. Era el Saturnis dies(8) de la semana de las Panateas(9), la popular festividad en honor a Minerva que coincidía con los Juegos del divino César. Toda la colonia se había engalanado para la ocasión, barriendo las inmundicias de los callejones, aligerando las cloacas, despejando los concurridos Cardo y Decumano(10) de sus habituales y desocupados moradores y colocando guirnaldas, palmas y aderezos florales en las columnas y el friso del majestuoso templo de la Tríada Capitolina. El día prometía ser intenso, emotivo y... tremendamente caluroso. Los festejos empezarían sobre la hora quarta con una solemne procesión desde la replaza del santuario de Neptuno, en el muelle fluvial[2], hasta la escalinata del gran templo. En aquel acto sacerdotes, acólitos y magistrados de la ciudad acompañarían a la imagen itinerante de la divinidad durante su recorrido urbano. El ritual era de suma importancia pues Minerva, diosa sabia y prudente, era la protectora de las ciudades y, por ello, la encargada de velar por la prosperidad de la ya antigua colonia.
Tito llegó a la esquina del Cardo justo a tiempo de ver pasar la solemne comitiva. Con un poco de desparpajo, algún codazo furtivo y unas gotas de aplomo al escuchar como algunas agrias matronas le criticaban su poca vergüenza y su falta de educación, pudo llegar a la cinta roja que separaba a los apelmazados ciudadanos del itinerario de la procesión. Allí estaban en primera línea su madre y su hermana, a cubierto del ya molesto Helios por un tupido parasol de plumas de avestruz que sostenía un fornido esclavo libio y luciendo ambas sus mejores galas. Las dos damas habían elegido para la ocasión de entre los vestidos del arcón un par de estolas de Cos(11) de tan fina textura que estaban ribeteadas con hilo de oro. Ambas iban igual de repeinadas y maquilladas, situadas en el mejor lugar del recorrido pues, como devotas declaradas de la venerada deidad, no estaban dispuestas a perder la ocasión de ver pasar a la diosa sin obstáculos, e incluso rozarla con las yemas de los dedos si se terciaba, aunque para ello estuviesen en pie haciendo guardia desde mucho antes de la quarta vigilia.
Desde el empedrado Decumano Máximo llegaron las sacerdotisas de inmaculadas y vaporosas pallae(12) abriendo la procesión a paso lento, lanzando ante la representación de la diosa fragantes pétalos de rosas rojas que esclavos acicalados les suministraban de sus cestos, y portando unos pequeños incensarios de bronce que balanceaban rítmicamente a cada paso. Sus finos rostros, bellos, delicados y pálidos como el pulcro mármol de las estatuas colosales, quedaban difuminados bajo unas blancas gasas transparentes, así como sus curvilíneas siluetas, que se veían realzadas por las delicadas mantillas confeccionadas con unos caros tejidos de lino setabense rematados con cintas multicolores que no podían ocultar las incipientes turgencias juveniles de muchas de ellas. A pocos pasos de las atractivas acolitas desfilaban los dos duunviros, ediles y cuestores electos de los dos senados de la urbe y, tras ellos, varios devotos, todos ellos recios y de anchas espaldas ya empapadas de sudor, que portaban sobre sus hombros la sublime efigie de Minerva tallada en madera. La venerada imagen radiaba envuelta para la ocasión con un lujoso vestido sagrado confeccionado por las más altas damas de la aristocracia con ricas telas y aderezos que las gentes que la flanqueaban intentan tocar, palpar e incluso arrancar a cualquier precio buscando en ello ampliar la protección de la diosa a sus familias. Era digna de ver la gran devoción que la plebe sentía por Minerva, sentimiento que, desde un punto de vista estoico, podría considerarse casi de incoherente fanatismo religioso.
La extensa y tumultuosa procesión se internó por el arco anexo a la batana del grueso Celso Sertorio, de brazos cruzados en la puerta de su establecimiento; aquel día a nadie se le ocurría aflojar la entrepierna en los caños de su lavandería. El amplio local del mencionado Celso estaba justo en el acceso opuesto al edificio de la curia en el foro. La lenta procesión encaró su destino final enfilando la marcha entre trompicones y panegíricos hacia la impoluta escalinata que llevaba al templo de las sagradas divinidades patrias. Sus amplias puertas de madera y remaches de bronce permanecían abiertas de par en par e invitaban a los recién llegados a entrar en la fresca, sacra y mística cela sagrada, morada privada de la diosa durante el resto del año, y acomodar a la imagen a cubierto del sol implacable del estío valentino.
Una vez concluida la popular ceremonia religiosa, la multitud se diluyó entre las diferentes tabernas y establecimientos del centro, buscando a la gratificante sombra de los pórticos un poco de alivio y algún thermopolium[3] abierto en el que recuperar fuerzas después del madrugón. Más de uno de los allí congregados habría cambiado sin pensarlo los favores de una esclava dálmata de ojos claros por una jarra de vino fresco. Ya era la hora sexta y el calor apretaba sin compasión ni clemencia. Como sería de severo el estío durante aquel año que uno de los antiguos amigos de escuela de Tito, de nombre Sexto Titineo Lurco, gordo como un tonel e hijo de un próspero y acomodado comerciante de perfumes de Capua, le saludó mientras tomaba el camino de su villa en las afueras de la ciudad, en la carretera del ramal del río hacia la gran laguna. Sudaba con tanta copiosidad que tenía que cambiarse de túnica dos o tres veces al día. Hasta el agostado caudal del Turius formaba charcas de verdes aguas estancadas, infestadas de enjambres espirales de mosquitos, en lo que habitualmente constituía el ancho y constante cauce de sus aguas. La insalubridad del lugar provocaba en ocasiones fiebres y miasmas entre los labradores y pescadores de las chozas colindantes a los ponzoñosos cañaverales. El puerto fluvial estaba cerrado a causa de que las panzudas corbitas(13) mercantes no eran capaces de remontar sus aguas durante el verano, pudiéndose vadear el esquilmado río por muy diferentes lugares desde poco más de una mille passuum(14) de la desembocadura.
Tito tomó del brazo a su madre, que a pesar de su edad seguía desviando las miradas de más de un caballero, y a su hermana pequeña, que era la viva imagen de su madre en la plenitud de su juventud, y se dirigió junto al resto de la ciudadanía hacia los aledaños del Circo. Sobre la hora nona comenzarían los esperados y tradicionales juegos en honor al divino César. Alrededor del hipódromo encontrarían más tabernas que estarían menos repletas que las del foro, por lo que pensó que podrían tomar algo con más tranquilidad fuera del bullicio del foro. Atravesaron la céntrica plaza, ahora ya recuperada de su forzoso despeje y llena de nuevo de tenderetes ambulantes, carniceros, preceptores, abogados, mercachifles, magos, aguadores y demás usuales sujetos que día a día la poblaban.
Tomaron la acera derecha de la concurrida calle del Mare Nostrum(15) en dirección al Circo buscando la Porta Marina, lugar por el que se accedía a la explanada del recinto lúdico. El camino estaba también atestado de gentes valentinas y forasteras que después de un tentempié en las tabernas del Foro, un poco de vino blanco de Lauro(16) refrescado con agua de pozo y rosas para entonar y algo ligero de comer se dirigían alegres a presenciar la tan esperada carrera. Varios grupos de aficionados claramente reconocibles por los vivos colores de sus túnicas tintadas se sentaban en los taburetes de los thermopolia ambulantes que habían tomado por completo el huerto de chatos acebuches, los emparrados y las pérgolas de cañizo frente a la Porta Triumphalis(17), el acceso principal al Circo. Aquella replaza junto al río se estaba convirtiendo por momentos en una extensión de la ciudad donde muchos vendedores de comidas y bebidas también habían montando sus coloridos puestos y tenderetes a las sombras de las frondosas y fragrantes higueras que separaban el recinto del hondo y bochornoso cauce del río.
Una amplia calzada empedrada y jalonada de altarcillos repletos de exvotos y donativos dedicados a Hércules, maceteros con tupidos rododendros de Germania, geranios sirios, salvias rojas, rosales y demás exóticas plantas florales, lucernas de aceite encendidas y hornacinas con deidades de todos los confines del Imperio flanqueadas por pinos y alcornoques partía desde espaldas del foro, desde la replaza del Ninfeo, en dirección al acceso principal del Circo. El bonito mural de estatuas de las nereidas, náyades y oceánides(18) de la fuente del Ninfeo descansaba sobre uno de los sillares de lo que, en su día, fuera el tendido amurallado oriental de la antigua ciudad. Los primigenios muros de la colonia fueron derruidos tras su irreversible deterioro después de las terribles inundaciones que anegaron Valentia en tiempos de los Flavios y, por ello, no se llegaron a reconstruir nunca. Uno de los motivos por el que los dos Senados valentinos aprobaron unánimemente la demolición de parte de las viejas murallas republicanas fue la promulgación de la Pax Augusta(19). En toda Hispania, salvo una pequeña incursión de zafios mauros(20) en la Bética(21) durante el principado de Marco Aurelio, ya hacía más de un siglo que no había crónicas de disturbios, invasiones o peligros extranjeros. Quién hubiese pensado entonces lo vital que habría resultado para la seguridad de la ciudad contar con los altos muros fundacionales durante aquel fatídico día.