IV

La tranquilidad y prosperidad de los últimos años fue deteriorándose según alternaban desde Roma los diferentes pérfidos gobernadores locales. Aquellos arrivistas veían en su cargo más un destierro que un honor. Por ello dedicaban todas su tiempo a estudiar la forma de esquilmar a los indígenas y a los colonos latinos con nuevos impuestos y tasas para todo aquello que se embarcaba, desembarcaba, germinaba o fabricaba. Expropiaban y vendían con total impunidad las tierras que habían pertenecido a grandes clanes íberos desde el inicio de los tiempos, abusaban de su poder y cargo para beneficiarse de cada transacción, y hasta se permitían licencias de todo tipo con los maltratados colonos e indígenas. Había una representativa facción de hispanos enriquecidos que no querían verlo, y mucho menos intervenir, en la delicada situación que estaba a punto de estallar.

Tímidamente, llegaban noticias de revueltas y sublevaciones, como la de Termes en Celtiberia, que fue reprimida con extrema dureza por el procónsul de turno aquel año, un cretino bestial de nombre Tito Didio. Bajo las órdenes de aquel cruel legado había servido mi padre en Oretania al inicio de su carrera. Aún recuerdo la visión de las largas carretas de hombres, mujeres y niños famélicos y repletos de porquería, pestilentes y comidos por los piojos, que llegaron una tarde desde la calzada del interior. Aquel despojo humano eran los escasos supervivientes de la matanza de los veinte mil arévacos sublevados. Aquellas pobres gentes habían sido vendidas en el mercado de esclavos de Calagurris a un impío tratante de prisioneros de guerra que se ocupaba regularmente de nutrir de esclavos las fincas de olivos y las múltiples minas de los cerros de Castulo. La minería exigía utilizar muy a menudo mano de obra infantil puesto que las vetas más profundas de mineral quedaban fuera del alcance de las manos de un adulto, pero no de las de un niño. Con eternas jornadas de sol a sol, respirando el aire enrarecido de las galerías, comiendo una vez al día un escaso cuenco de gachas agusanadas y durmiendo en barracones sobre sus propios desperdicios no llegarían a vivir ni un año más en tan lamentables condiciones.

Mi hermano Lucio tampoco eligió el camino del ejército. Aquello en nada satisfizo a nuestro padre que, como todos los de su generación, consideraba las armas como el único camino hacia la virtud y la madurez. Desde pequeño siempre le habían fascinado a mi hermano las historias épicas sobre las aventuras del astuto Odiseo, el viaje de Jasón a la Cólquida o del púnico Hannon buscando los confines de la inmensa África. Mientras el abuelo, nuestro padre y yo mirábamos hacia los roturados campos de vides, siempre tierra adentro, Lucio tenía continuamente su mirada perdida hacia Oriente, hacia el índigo horizonte vespertino del Mare Internum. Cuando salía de la escuela iba a buscarlo al embarcadero del río. Sabía que siempre estaba allí, cómodamente sentado en un blando fardo de lino setabense viendo como los afanados esclavos del malecón porteaban bultos desde las entrañas de las naves que remontaban el Tyris hasta el improvisado, y no definitivo, ancladero.

El senado valentino vio clara la necesidad de autosuficiencia respecto a otros embarcaderos vecinos como Arse o Portus Sucronensis. Si Valentia quería ser comercialmente próspera necesitaba tener su propio puerto, con sus obvias limitaciones de calado al ser fluvial y no estar junto al mar, pero igual de válido para la estiba del grano, vasijas, fardeles, ánforas y demás mercaderías que producía el territorio. Por ello el Senado no tardó mucho en promulgar un edicto para la construcción del muelle y de los edificios necesarios adecuados para las labores portuarias al noreste de la ciudad. Y cómo no, para embellecer el nuevo entramado y no soliviantar a los dioses, la Curia donó los fondos necesarios para edificar un bonito y amplio recinto. Aquel complejo comprendía un sencillo templo consagrado a Neptuno por el cual se acedía a un místico Ninfeo cubierto y a unas amplias termas públicas sin parangón en toda Hispania. De hecho, no he visto otras iguales en ninguna otra ciudad de las dos provincias. Fueron diseñadas y construidas por los duchos obreros de Gneo Valerio Corvino, un arquitecto campanio de gran renombre. Corvino era requerido habitualmente por su habilidad y estilo en crear villas suntuosas, piscifactorías y otros espacios ostentosos demandados por los senadores más exquisitos y de casta más arraigada, los autoproclamados “Padres Constriptos de Roma”. Sus clientes pertenecían a un linaje de ricos aristócratas que no escatimaban ni un denario a la hora de diseñar sus fastuosas residencias estivales de Capua y Cumas(173). Al Senado colonial, con las arcas repletas de los beneficios agrícolas, le encantaba vanagloriarse de contratar a los mejores profesionales para embellecer la ciudad.

El caso es que, no se si por tozudez o por lucidez, poco tiempo después de concluir el curso superior con Apolodoro, mi hermano Lucio acabó convenciendo a nuestro padre para que le cediese capital suficiente para comprar una corbita. Con ella quería dedicarse a colocar nuestro excedente vinícola más allá de los límites geográficos que nos impedían transportar ánforas con cierta seguridad y rapidez de entrega. Los largos y peligrosos trayectos en burro o carromato a través de serranías y barrancos que rodean el valle del Tyris no eran un buen medio de distribución de nuestra delicada mercancía. Así fue como nuestro padre, mi hermano y yo nos dirigimos al puerto de Saguntum durante un soleado día de mediados de Juno, pocos días después de mi cumpleaños, para negociar con un armador massaliota la compra de una de sus naves onerarias(174). Después de una larga y apretada discusión, al final nos quedamos con una robusta nave de recia quilla y buena capacidad, pues más de seis mil ánforas cabían en su bodega, por diez mil sestercios. Además, por un módico salario contratamos a un gubernator con cierta experiencia en el cabotaje de las costas hispanas, un tipo duro de nombre Isbataris. Era un tenaz arsetano medio griego, medio íbero pues su madre, hija de un viejo y conocido alfarero especialista en fabricar trampas para pescar pulpos, quedó en cinta de un comerciante de perfumes tesalio al que nunca volvió a ver. Recuerdo como si fuese ayer la animada conversación entre los tres Antonios mientras navegábamos de vuelta hacia el arenoso y poco profundo fondeadero de la desembocadura del Tyris

Padre, ¿Qué nombre le pondremos a nuestra corbita?

Yo le pondría sin dudas “Indecente”, es lo más acorde a lo que nos ha costado este cascarón…Ya sabéis que si los dioses todopoderosos hubiesen querido que el hombre nadara, nos habrían dado escamas como a los atunes.

No seas exagerado; no creo que sea un nombre conveniente para una nave destinada a realizar grandes empresas. Cayo, ¿Qué te parece a ti “Fortuna”?

Creo que no debemos tentar la voluntad de los dioses usando su nombre para fines lúdicos; debe ser un nombre que inspire respeto, que sea original y que además sea fácil de asociar a nuestra causa – les contesté haciendo un alarde de la oratoria que me había encajado Apolodoro a golpe de vara –

En eso tienes razón, hijo; más de un trirreme de nombre rimbombante al estilo “Júpiter”, “Hércules” o “Neptuno” han acabado en el fondo del mar de la forma más miserable posible…

¡Gorgona! – exclamó Isbataris desde el castillo de popa, no pudiendo resistirse a inmiscuirse en nuestra conversación –

¿Gorgona? ¿Como la pérfida Medusa? Un nombre un tanto perverso para una nave oneraria… – le dijo nuestro padre –

¡Pues a mi me gusta! – le replicó Lucio de corazón – Creo que es original, que no hay armador de este lado del mar que tenga ninguna nave con semejante nombre, y, desde luego, si que inspira respeto…

A mi también me gusta. ¡Gubernator, gracias por tan acertada y espontánea colaboración! – le contesté –

Si voy a tener que gobernarla, mejor que aporte algo más que los callos de las manos.

Bueno, pues que así sea, no me apetece discutir con vosotros por algo tan trivial; ahora nos falta por decidir el emblema de la vela mayor… – masculló nuestro padre –

Ese si que es muy fácil; pongamos el mismo símbolo que grabamos en las tesserae, pero a tamaño vela – dijo Lucio –

¿Un racimo? Realmente, sería un tanto obvio cual es nuestro negocio.

Pues más que mejor; así cuando aparezca la flamante “Gorgona” con su cuadriculada mayor inflada por el viento ante la dársena de cualquier puerto frecuentado por los Antonios, nuestros clientes sabrán que ya ha llegado su vino – apuntilló Lucio mirando la floresta de juncos de la costa, ya viéndose trepado a la proa junto a una serena figura de Minerva tallada en el espolón y con la brisa marina batiéndole el rostro ante algún exótico puerto de Oriente –

Me parece correcto. Hablare mañana con Fidias, ese pintor que tiene su taller a espaldas del Cardo, para que nos esmalte un hermoso racimo en el centro de la mayor.

Nuestro padre realizó días después un generoso sacrificio a Neptuno para que calmara los mares, otro a Jano(175) para que arrojase su bendición sobre el nuevo negocio y un último a Mercurio para que los tratos fuesen beneficiosos. Era tan supersticioso, o más, que el abuelo. Aquellas sencillas ofrendas estaban destinadas a ganarnos la complicidad de los dioses en nuestra nueva empresa. Para ello sacrificamos un caballo para el señor de los Mares, cinco tórtolas para el dios de las dos caras y un cordero para el de los pies alados. Después del necesario oficio religioso, el diestro Fidias se encargó de pintar de rojo bermellón el casco de la corbita, de repasar con brea el gastado pulimento de la cubierta y estampar con tinturas de buena calidad el racimo cárdeno sobre la tela cruda de la mayor. Siguiendo el consejo de Isbataris, Lucio se hizo también con los servicios de varios marinos experimentados recomendados por él, entre los que destacaban dos individuos. Otro arsetano de nombre Marco Cesio, huérfano desde la infancia de un bravo infante de marina apulio y una tabernera edetana, y un sículo de origen griego, Artemio de Siracusa, un buen piloto en dique seco que malgastaba los días en los antros del puerto saguntino a la espera de un nuevo patrón. De ellos ya hablaré más adelante pues sus vidas quedaron estrechamente vinculadas a la mía hasta que Cerbero(176) llamó a nuestras puertas.

Valentia, las memorias de Cayo Antonio Naso
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