II

Las dos siguientes jornadas transcurrieron sin incidentes, navegando cómodamente bajo la temible protección que nos daban las tres naves cilicias. Pasamos las grandes piscifactorías pocas mille passuum al norte de la agreste costa de Leucante(425), millas después salvamos la abarrotada cala pesquera de la escarpada ciudad de Alonis, la bahía del islote del santuario de Poseidón(426) y, tras él, llegamos a la bonita y bucólica rada de Althaia. Es un lugar privilegiado en el que, remontando unas escasas mille passuum el pequeño e irregular río que allí desemboca, se encuentran las recónditas fuentes que lo alimentan y que, según los antiguos mercaderes griegos, tienen propiedades curativas. Fondeamos a media tarde en la playa de guijarros y tupidos cañaverales del pequeño estuario de dicho río para montar las tiendas, asar un par de conejos – animales que se encuentran por doquier en dichas tierras – que Unibelos cazó sin demasiadas dificultades en la pinada adyacente y beber copiosamente de tan benéficas aguas.

Seguimos al día siguiente remontando la abrupta costa de las altas serranías que acaban bruscamente en el mar, estribaciones postreras de la minera Orospeda(427). Son estas últimas unas tierras yermas y baldías, pobladas por esquivos y desconfiados pastores, descendientes de los hoscos beribraces(428) que poblaron las sierras contestanas desde la noche de los tiempos, gentes de mirada ovina y cubiertos de mugre y pieles que ni siquiera se acercaron a unos pocos pasos de nuestro campamento el día anterior para poder mercadear pacíficamente con nosotros. Rodeamos aquellos estériles farallones sin acercarnos demasiado a los emergentes y aguzados escollos. Una vez circunvalada la peligrosa punta contestana, recuperamos la cercanía a la playa, navegando frente a las salinas y las fábricas de garum. Ante nosotros estaba de nuevo la rotunda e impresionante mole de piedra de Calpe, inmensa atalaya unida a las pantanosas marismas por tan solo una angosta lengua de arena, cañas y tierra. Pasamos dicho imponente peñasco brumoso y seguimos navegando hacia el noreste en compañía de decenas de gaviotas, a pesar de estar a varias millas de la costa, esquivando los altos acantilados del majestuoso y respetable Promontorium Tenebrium hasta que llegamos por fin a nuestro conocido y anhelado puerto de Dianium.

Era bien entrada la tarde cuando el convoy de cinco naves llegó frente a la bocana de la dársena. Varios esclavos del puerto reconocieron el pabellón de nuestra corbita e hicieron sonar sus trompas alertando de nuestra presencia al resto de funcionarios, esclavos estibadores y demás operarios de las naves allí ancladas. Un cierto regocijo se expandió por los funcionarios del muelle al vernos bajar por la rampa de la “Gorgona”. Unos cuantos de ellos si que se apercibieron que aquel joven e impulsivo viajero que hoyaba con sus frías sandalias las losas del puerto de Dianium era el hermano menor del archiconocido Lucio Antonio. Mi hermano no nos esperaba, por lo que sería una grata sorpresa presentarnos de repente en su villa justo antes de la cena. La necesaria ofrenda a Artemisa bien podría esperar al día siguiente.

Con la tranquilidad de tener la “Europa” y la “Gorgona” a buen recaudo y bien amarradas en la dársena, nos dirigimos hacia la Via Marina en busca de uno de los establos de alquiler. Me despedí de Demetrio con un saludo cortés. Manio Arrio y el único superviviente de su centuria se despidieron de nosotros y se dirigieron directamente a la Curia para informar al legado Papirio mientras que Unibelos y Cesio se quedaron cenando en el puerto. Después de liquidar un par de jarras de fresco vino blanco local en las tabernas del puerto querían visitar cierto lupanar discreto y de muy buena fama a espaldas de los altos cipreses del templo de Artemisa, lugar en el que poder pulir generosamente unos cuantos quinarios de la bolsa que les regaló en Tarentum el agradecido Suetonio. Era un concurrido lugar que ningún magistrado reconocía en público, pero que todos frecuentaban clandestinamente. Su dueño, un nativo de origen griego y finos gustos, se vanagloriaba de comprar para sus establecimientos en el mercado de esclavos de Tarraco las mejores piezas capturadas en los bosques de las Galias, Britania, Iliria o Tracia. Amazonas de melenas rubias, piel sonrosada, generoso busto y duros glúteos… y algún que otro jovencito imberbe de culo prieto. No fueron solos. Como no podía ser de otra forma, el perfumado Demetrio se les unió de muy buen grado. Qué menos podía hacer por él; pagaba la casa. Les di a mis fieles hombres sobrados fondos para que al gubernator cilicio no le faltase de nada. Así pues, despachados aquellos tres pícaros, Isbataris, Artemio y yo contratamos dos cómodas literas de dos plazas, impulsadas por cuatro lecticiarios africanos cada una de ellas, que nos llevasen hasta la Villa Antonia. Saqué de la bodega de la “Gorgona” los encargos de mi cuñada y las semillas de mi hermano y partimos antes de que nos envolviese la fresca noche primaveral…

¡Por los huevos de Vulcano! ¿Qué hacéis aquí? – respondió perplejo mi hermano cuando su taciturno esclavo doméstico nos condujo hasta el vestíbulo –

Pues nada, no sabía a quien incordiar, y quien mejor que tú…

Mi hermanito ha vuelto sólo a casa sin que haya tenido que ir a por él… ¿Y cómo es que estáis aquí y no en Valentia? ¿Qué le ha pasado a Artemio? Pasad, pasad y contadme como os ha ido el viajecito por Italia – me dijo tirando de mi brazo y empujándome hacia el atrio –

Largo es de contar, pero se nos hará corto con un buen trago de vino…

Su curiosidad compulsiva era como siempre tan voraz como el apetito de Cronos, por lo que tuve que relatarle con todo lujo de matices nuestra propia “Odisea” desde que salimos del puerto de Massalia hasta que llegamos allí. Juro por todos los dioses que no le omití ni uno de los detalles más sórdidos, intensos y eróticos del viaje. Le hablé del naufragio, de las artes amatorias y contactos sociales de Atia, de la trampa del falaz administrador tarentino, del agrio carácter del viejo médico siracusano, del taimado e inteligente mercader mauro y del postrero incidente con la milicia indígena de Aquilae. Y fue en aquel momento, ya satisfecha su curiosidad y con ganas de contraatacar, cuando comenzó él a narrarme la precaria situación de la Edetania desde nuestra partida meses atrás…

Valentia, las memorias de Cayo Antonio Naso
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