II

Rematamos nuestro frugal almuerzo con algo rápido; nos despachamos una fuente con un sabroso guiso de rape en salsa de cebollas, apio y puerros un tanto tirantes, apuramos nuestras copas, le dejamos unas monedas en la escudilla a la tabernera y regresamos al muelle. Nada más llegar pudimos comprobar como Cesio, Epinondas y el resto de la tripulación se las estaban arreglando de maravilla con los funcionarios locales, los porteadores y los inevitables merodeadores que husmeaban entre las naves y tinglados prestos a sisar lo que pudiesen ante cualquier descuido del centinela.

Al llegar a las inmediaciones de los navíos pudimos comprobar la eficiencia de las mesnadas de esclavos. Aquella procesión de esqueléticos trabajadores de cien razas, tan diligentemente motivados por las patadas y latigazos de sus insensibles capataces, cargaban y descargaban desde las inestables superficies de las muchas corbitae, trirremes y demás galeras allí fondeadas todo tipo de enseres. Dicha tarea resultaba más dificultosa de lo normal pues todas las naves fondeadas eran de cubierta estrecha y se mecían mucho más de lo recomendable aquella ventosa tarde de primavera.

Cesio… ¿Cuántas llevamos ya? – le pregunté al marino arsetano que, trepando por la escala, departía órdenes a los porteadores –

Cerca del millar, domine; la mañana ha cundido mucho y los arrieros que Suetonio nos ha dispuesto para cargarlas están trabajando más que Hércules – me respondió Cesio mientras se reajustaba la cinta de su pugio –

¿Cuándo crees que tendremos el pedido entregado?

Hoy lo veo difícil; en unas pocas horas el sol se pondrá y se paralizarán las labores en el puerto. Pero no nos llevará más de otra jornada acabar de bajar las dos mil unidades, repostar, avituallarnos y dejar las naves listas para zarpar.

El parte de Cesio Varo coincidía con mi previsión, por lo que tendríamos que pernoctar en la ciudad al menos dos o tres días más, a sabiendas de la problemática que tan bien nos había descrito Décimo Suetonio. Envié a Artemio, que al ser de habla griega no sería fácilmente timado por el posadero tuerto, para negociar con el veterano amigo de mi cliente un alojamiento digno para pilotos y gobernantes. Mientras tanto, Isbataris, Unibelos y yo nos introducimos a callejear un poco por aquella peligrosa urbe.

Realmente, todo lo que veía y escuchaba me resultaba familiar. Las tortuosas callejuelas que se encaramaban trepando hacia el centro antiguo, el concurrido malecón, el graznido de las gaviotas picoteando los deshechos del mercado, las estruendosas voces de tenderos, artesanos y mesoneros alardeando de sus magníficos productos, niños correteando, los declamadores de pleitos, las balanzas trucadas, brujos y sacerdotes de extrañas deidades importadas – todos ellos de habilidades muy cuestionables – que prometían incluso filtros para esquivar los demonios, meretrices añosas en busca de algún cliente fácil recién desembarcado y muy necesitado de desfogar sus humores en cálidos agujeros y el continuo tintineo del roce de los metales de la milicia urbana en marcha a través de los callejones estrechos… Definitivamente, aquello se parecía mucho a Dianium. Pero, aún así, no caminábamos tranquilos ya que teníamos la sensación de que decenas de ojos nos escrutaban continuamente desde la penumbra de los rincones, ojos como los del búho, fijos, inteligentes y crueles, que nunca pierden de vista a su presa. Pasábamos los callejones repletos de pintadas con advertencias, amenazas y obscenidades dirigidas a todos y cada uno de los diferentes individuos implicados en aquella camorra que parecía más un conato de guerra civil que unas simples desavenencias comerciales.

Localizamos unas termas decentes en las que asearnos y raspar nuestras pieles por unos pocos sestercios y, una vez limpios y acicalados, desandamos nuestro camino en dirección al puerto. Allí estaban Artemio y Epinondas despachando a voces con el que luego me enteré que era secretario de Décimo Suetonio.

¿A qué se debe esta gresca, Artemio?

Salve, Antonio. Pues, parece ser que nuestro querido anfitrión no está conforme con el precio de las añadas especiales. Según palabras de su emisario, dice no estar dispuesto a pagar a más de cien ases por ellas, cuando su valor es de más del triple – me contestó Artemio, visiblemente irritado y molesto por la actitud del roñoso patrón calabrés –

Domine, mi señor no me autoriza a aceptar recibo de entrega de ánforas por encima de cien ases por unidad, por muy selecta y sublime que sea su procedencia; cumplo sus órdenes y en ningún momento pretendo enojarte – expuso excusándose el afrentado acolito del mercader –

Pues si es así te agradecería que le entregues a tu amo de mi puño y letra una nota que te voy a preparar. No te vayas, subo un momento a mi despacho de la toldilla y te la entrego sellada para que Décimo Suetonio no tenga dudas de su procedencia.

Subí ágil, como impulsado por las potentes alas de Mercurio, por la rampa de babor de la “Gorgona”. Salté a cubierta y me dirigí a mis dependencias en la toldilla de popa en donde tenía mis tablillas enceradas, rollos de papiro egipcio de buena calidad, estiletes de hueso, tinta de calamar y cera roja para darle oficialidad a los documentos. Redacté una breve nota con mis condiciones de entrega y pago de la mercancía y me dirigí de nuevo rampa abajo para entregarle en mano la nota al interlocutor de Suetonio.

Aquí tienes mi respuesta para tu señor. Nos hospedamos en “La Guarida del Titán”, lugar que no tiene pérdida para tu amo, por lo que, bien allí o aquí, nos podrá hacer llegar su respuesta. De paso, entrégale junto a la mía esta otra nota de mi padre – le dije serio y azorado al liberto, soltándole con un rápido gesto las tablillas cerradas y selladas sobre su mano –

Se hará como propones. Salve, domine.

Una vez giró el emisario de Décimo Suetonio por la esquina de la calle más ancha, mi gubernator se acercó hacia mí y me separó de posibles oídos interesados entre el gentío…

Antonio, no me gusta nada esto; en ningún puerto hemos tenido ni el menor percance a la hora de cobrar lo convenido, y aquí, si los dioses benevolentes no lo remedian, creo que acabaremos en el mejor de los casos con las ánforas de nuevo en la bodega o, en el peor, con un pleito en la basílica; y ya sabemos del triste final que encuentran aquí los extranjeros dados a denunciar lugareños – me previno Artemio en voz queda, temiendo que los individuos de la contornada pudiesen ser espías a sueldo de los gremios –

Ni a mi tampoco, Artemio, pero esta es nuestra escala final, este es el pedido más suculento que de todos los que tenemos que entregar y que, mucho me temo, que vamos a tener que renegociar con este cabrón tramposo si queremos salir de aquí con muchas monedas y pocas heridas.

Eso parece, pero, si me aceptas una advertencia, yo no me separaría de Cesio y Unibelos estos días; sus respectivos ingenio y fuerza nos pueden sacar de más de un embrollo con los cejudos amiguitos de Suetonio – me contestó Artemio pasando sus dedos repetidamente por un colgante, según él mágico, que le había entregado una iniciada de Démeter cuando, durante su juventud en Sicilia, asistió de incógnito a uno de aquellos misterios reservados a las sacerdotisas –

Valentia, las memorias de Cayo Antonio Naso
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