XVII

El joven Antonio encontró a su familia junto a Plautia, las esclavas y el escriba dacio, el cual había adquirido los servicios de un arriero poco escrupuloso que por muchos más sestercios de los habituales había aceptado cargar con los bártulos de las damas y llevarlas a la domus de Lucio Cecilio. Al doméstico le había faltado llegar a las manos con aquel enjuto y apergaminado individuo de faz siniestra que se aprovechaba de la fatalidad ajena para sacar una buena tajada. El mundo estaba cayendo en manos de gente impía.

Cuando llegó ya estaban los arcones y fardos cargados en la carreta y su hermana atendía a su madre que seguía postrada en las parihuelas, cubierta hasta el cuello con una de sus togas pues sentía escalofríos a pesar del plácido atardecer de aquel cálido día estival. El carro salió entre empujones y restallidos de látigo desde la concurrida esquina del foro hacia el Cardo, la calle populosa en la que Lucio Cecilio tenía su bonita residencia habitual. Era una sobria casa de más de ocho passuum de fachada de un blanco inmaculado sobre el zócalo de piedra, en el que una ancha puerta lateral flanqueada por dos esbirros, que lucían descaradamente sus puntiagudas sicas(93) sujetas del cinturón, servía de acceso para monturas y carruajes. Por ella entraron el zafio arriero en su repleto vehículo y Tito con su montura, dejando ésta última al cuidado de los esclavos que atendían el establo, un receptáculo oscuro, estrecho y vacío. Esos mismos esclavos, una vez liberado de la mantilla el exhausto equino y llevado al pesebre, descargaron de la carreta las más de dos onzas que pesaban los bultos de Aula Plautia, Marcia y Antonia y los condujeron hacia las dependencias habilitadas para ellas en el ala de invitados de la casa.

Entre Tito y su hermana acomodaron en un diván a su madre, que seguía tiritando y estaba cubierta de gotas de sudor frío. El físico particular de la familia Cecilia, un dispuesto liberto de origen eubeo, llegó pocos minutos después para reconocer a la enferma. Tras examinar sus humores y su temperatura corporal les recetó que le administraran infusiones frías de tomillo, tila, semilla de amapola, espliego y miel, caldo de carne y verduras para recuperar fuerzas, un lavado continuo de las heridas purulentas de los pies y pantorrillas con agua de rosas y unas cataplasmas calientes de las hierbas silvestres que llevaba en su zurrón para cubrirle las úlceras de sus piernas. Tito le preguntó por la gravedad de la dolencia, pero el médico sólo le recomendó reposo, agua fresca en cantidad y un generoso óbolo al templo de Esculapio para congraciarse con la divinidad. Ya limpio su cuerpo de las costras y supuraciones, y aliviada de la fiebre con la infusión y los paños húmedos, se quedó dormida bajo la atenta mirada de Elisa, su fiel esclava doméstica, que a pesar de estar también totalmente reventada por la fatiga seguía firme al pié del diván en el que reposaba su venerada señora cambiándole los paños cuando se calentaban.

Era poco más de la hora secunda cuando Tito Antonio se presentó ante el decurión Coranio en la Basílica. Un nuevo y caluroso día comenzaba y las primeras gotas de sudor se escurrían por el reguero de su espalda empapando su limpia túnica de lino recién estrenada. Entró por el acceso trasero del edificio, punto de encuentro de los nuevos reclutas procedentes de las precipitadas levas que había fomentado la magistratura local para nutrir los muros ante la inminente llegada de los bárbaros. En aquel patio se encontraba una fila de chavales inexpertos y barbilampiños ante la imponente figura de Servio Calvisio, que se paseaba taciturno ante ellos jugando con su vitis e increpándoles por su porte afeminado y sus pésimas condiciones físicas. Tito permaneció durante un breve instante observando las evoluciones del veterano prefecto de Germania, con más cicatrices en su torso que losas hay en la Via Apia(94). Allí estaba él, imprimiendo carácter y férrea disciplina a una centuria de jovenzuelos cuyo único contacto con el mundo castrense había sido un par de reyertas infantiles a pedradas durante las vacaciones estivales. Varios esclavos cepillaban en los establos a los corceles de los équites con sumo cuidado, dándole a las monturas su ración de agua y paja fresca para soportar las inclemencias de la próxima cabalgada. Continuó ligero su camino hacia la sala principal en la que tribunos y oficiales esperaban las directrices de Escevola.

Al entrar en la alta y ventilada sala de la columnata central pudo ver al joven Coranio flanqueado por otros ciudadanos togados conversando airosamente en el centro del pulido y geométrico mosaico central. El joven équite lucía una coraza bruñida de cuero sobre su túnica roja, grebas metálicas y cassis de roja cimera bajo el brazo. Estaba firme y tenso ante el arrogante duunviro manco, el cual, ayudándose de su mano hábil, le concretaba sus instrucciones. El joven Antonio esperó a que el tajante Escevola acabara con su potente discurso. Cuando Marco se cuadró golpeando su pecho briosamente con el puño derecho y giró sobre sus talones en dirección al patio trasero se cruzó con Tito.

Marco, aquí me tienes para lo que sea menester.

Perfecto, me serás de gran ayuda cuando entremos en la ciudad. Toma uno de los caballos de ahí fuera. Saldremos en cuanto mis hombres estén preparados para partir.

Salieron ambos de la basílica, juntándose en el patio con el resto de los hombres que acababan de preparar sus lorigas y pilos. Tito pudo constatarse de los implacables ejercicios físicos que Calvisio estaba ordenando a sus legionarios forzosos. El decurión subió a su montura, al igual que hicieron Tito y el resto de la expedición. El centurión les vio encaminarse hacia la puerta, alzó su mano diestra y, con un claro gesto, les dijo:

¡Suerte, jóvenes Antonio y Coranio! ¡Que mi amada Fortuna vele por todos vosotros! – prorrumpió el centurión –

Gracias, Calvisio. Que Marte te guarde y te guíe. Instruye bien a estos chicos, que buena falta nos van a hacer… Roma Vincit! – le contestó altivo el joven équite –

Salieron de Saguntum, poco antes de la hora tercia, siguiendo la Via Augusta a buen trote. Tan sólo había menos de diecisiete mille passuum hasta Valentia. Esa distancia, en condiciones normales y con monturas frescas, podía hacerse en medio día, pero más allá de Puteol tendrían que andárselas con mucho cuidado, pues en cada recodo, en cada colina, en cada aldea podría acechar el peligro. Recorrieron el trecho paralelos a la calzada por los altozanos del lado occidental, evitando molinos, abrevaderos u otros lugares presuntamente habitados. Antes de mediodía llegaron al final del espeso bosque de pinos y algarrobos que se extendía desde el río seco hasta las primeras parcelaciones al norte del Turius. Coranio desmontó y, acariciándole las crines a su yegua para tranquilizarla, se fue acercando al linde de la arboleda, un suave montículo que conformaba un lugar privilegiado para ver con cierta seguridad lo que estaba pasando en la colonia y la campiña de la isla fluvial. El resto de la expedición realizó la misma maniobra, atando las riendas de sus jumentos en un frondoso grupo de aliagas y deslizándose con cautela hacia la posición de Marco.

Allí estaba Valentia, mejor dicho, lo que quedaba de la colonia. A pesar de la intensa lluvia caída dos días atrás, más de una docena de penachos de humo se alzaban de intramuros, evidencia clara de que el saqueo se había prolongado después de la tormenta. La campiña estaba despoblada, yerma, salpicada por restos carbonizados de carros, cabañas y otros oscuros bultos indefinidos. El viejo puente de madera(95) junto al puerto fluvial ya no estaba en su lugar. Seguramente había sido arrastrado por la avenida del traicionero río, que para la época que era venía muy crecido. Las termas de Neptuno eran un amasijo de vigas derruidas y sillares desnudos. Los juncos y cañaverales de las márgenes estaban repletos de restos informes de la crecida. Ramas, cañas, arbustos e incluso cadáveres humanos y reses muertas se amalgamaban con el negro lodo formando una insalubre capa de inmundicias que el calor estival descomponía a gran velocidad apestando las márgenes del río. Si no se enterraban todos aquellos restos cuanto antes se propagaría una nueva epidemia como la de tiempos de los Antoninos, de nefasto recuerdo y causante de una gran mortandad.

Los muros estaban desiertos y un silencio aterrador se imponía en todo el valle, quietud sólo truncada por el continuo rumor de las aguas que arrastraban cañas y ramas y el tétrico concierto de los graznidos de cuervos, urracas y demás aves carroñeras. Los negros pájaros sobrevolaban en círculos el perímetro de la ciudad, creando sus amplias alas desplegadas una sucesión de siniestras sombras sobre los rojos e irregulares tejados de las casas, edificios públicos y templos que aún seguían en pie. Ante ellos se mostraba un panorama totalmente desalentador…

Prepararos para lo peor. El bárbaro que capturaron Calvisio y sus hombres en Enesa ha cantado esta noche. Uno de los veteranos licenciados de Argentoratum que trabaja en las prisiones entiende algo de los rebuznos con los que hablan los germanos. Después de pasarle su gladio al rojo vivo por sus rubias pelotas comenzó a soltar prenda. Sabemos que esto no es obra de un grupo muy numeroso. Los informadores de Nigrino acertaron. El grueso de esta tribu sigue muchas millas más al norte, acampados entre el Iberus y el Lesyros. Estos miserables son una partida escindida del grupo principal guiada por un grupo de traidores hispanos. Así que tenemos una oportunidad de utilizar el factor sorpresa y darles duro. No nos esperan. Pero para ver que podemos hacer allí dentro y darles una desagradable sorpresita a esos cerdos tendremos que buscar un lugar seguro para vadear el río y entrar en Valentia sin llamar a la puerta. Antonio, como conocedor de la ciudad… ¿Puedes aportarnos alguna sugerencia?

Por supuesto. Podríamos intentarlo una milla río abajo. Hay un remanso antes de la confluencia con el brazo secundario en el que el nivel de agua no debería de ser de más de dos pies. Recuerdo que mi abuelo me llevaba allí a pescar truchas cuando era pequeño. De allí a las puertas del Circo hay muy poco trecho.

¿No has visto el río? Con ese caudal no será nada fácil…

Claro que lo he visto, pero si nadie tiene un plan mejor, es la única opción que tenemos – le contestó el decurión –

Continuaron al amparo de la arboleda siguiendo río abajo hacia el paraje indicado. Cuando llegaron allí vieron que el lugar estaba despejado. Todo parecía tranquilo. El meandro del Turius que tan bien conocía Tito hacía que la peligrosa velocidad del caudal disminuyese, creando un recodo apto para el vadeo. El nivel de agua superaba con crees los dos pies, así que sólo un jinete podía atravesar la fuerte corriente sin excesivas complicaciones. No tenían tiempo para esperar a que el nivel bajara. El grupo cruzó el ancho cauce con dificultad, pero sin incidentes, dejando a su derecha el esqueleto cubierto de cantos rodados, verde musgo y demás vegetación lacustre de una vieja corbita mercante encallada entre los sedimentos aluviales. Aquel descubrimiento atrapó súbitamente la atención del joven Antonio.

¿Ves esa vieja embarcación abandonada, Coranio?

Si, buena quilla. Por su línea robusta parece muy antigua, como mínimo diría que de los últimos tiempos de la República.

Aciertas. Mi abuelo me contó muchas historias de esa vieja y musgosa corbita cuando veníamos a pescar por aquí. Parece ser que perteneció a la flotilla de mi familia hace más de trescientos años, en aquellos legendarios tiempos de Sertorio, Pompeyo y César.

¿Durante la Guerra Civil? – preguntó interesado Marco –

Eso creo. Mis antepasados la gastaron para comerciar con nuestro vino por todo el Mare Nostrum. Estoy seguro que sus cuadernas fueron testigo de los grandes acontecimientos de aquella época – sentenció orgulloso el joven Tito –

Al rebasar el desnudo y podrido maderamen, el joven Antonio desmontó. Después de acercarse a uno de los extremos de aquellos viejos maderos, pudo ver de nuevo la corroída placa frontal bajo la mura de babor en la que aún se podía leer con cierta dificultad el nombre de aquella nave envuelta por el olvido… La “Gorgona”(96). Que atípico pero bonito nombre para una intrépida embarcación.

Valentia, las memorias de Cayo Antonio Naso
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