VII

Aquel heterogéneo grupo de exiliados salió de Valentia, sin hacer apenas ruido, abandonando rápidamente la abarrotada Via Augusta nada más cruzar el viejo puente de madera del Turius y atravesar las casuchas de adobe y argamasa que se arracimaban al otro lado del pontón. Cientos de personas huían desordenadamente por la calzada, parcialmente cubierta del fiero sol por altos y espesos álamos. Dejaban atrás la colonia muchos ciudadanos seguidos de sus esclavos cargados con sacos y fardos, a pie, bien montados en acémilas o en carros repletos de enseres y pertenencias mal embaladas por la excesiva premura. Caminaban ignorantes de la situación real que se cernía sobre ellos sin saber que se dirigían como mansos corderos hacia las fauces del matadero.

Durante más de una larga y calurosa hora marcharon despacio y en silencio a través de los huertos de frutales, llevando de las riendas a sus monturas cuyos cascos tenían envueltos en trapos para evitar que su sonido alertara a presuntos merodeadores. Llevaban las armas cubiertas también por telas de arpillera para evitar su tintineo mientras el sudor iba empapando sus finas túnicas de lino desde la nuca a la rabadilla. Caminaban a paso lento pero seguro, con la tranquilidad de que dos de los hombres de confianza de Calvisio batían en vanguardia reconociendo el terreno para evitar posibles sorpresas desagradables.

Unos gritos desgarradores les hicieron detenerse de golpe. Ya estaban en la cercanía del cauce desnudo del río seco[6], más cuarteado que de costumbre a causa de la sofocante sequedad de aquel mes de Julius. El barranco marcaba el límite entre las parcelas de los antiguos colonos y el principio del tupido humedal. Era un lugar delicado pues, para vadear el ancho y despejado cauce del gran barranco, había que salir de la protección del bosquecillo de alcornoques que rodeaba el pequeño altar de Flora y quedar expuestos a la vista de posibles batidores.

¡Al suelo! ¡Rápido! ¡Y en silencio! – ordenó Calvisio en voz queda, dándole instrucciones a sus hombres que en un instante ocuparon posiciones entre los pedregosos muretes de las centuriaciones(63)

Algo terrible pasaba en la calzada, a poco más de dos docenas de passuum de su posición. Se oían lamentos, alaridos, el estruendo de los cascos de los caballos sobre las losas, el inolvidable silbido de los hierros cuando parten el aire y acaban tajando la carne, envuelto en gritos femeninos de impotencia, pánico e histeria. Instantes después, un silencio propio de una necrópolis se apoderó de los huertos, devolviéndole a los espantados gorriones y estorninos su derecho a trinar al calor vespertino. Los jinetes retomaron sus corceles entre incomprensibles gruñidos y risotadas y partieron al trote por la calzada dejando a su paso una presunta estela de desolación y muerte.

¡Silo! ¡Ocello! Quedaos aquí. ¡Tito, Domicio, Corvino! Venid conmigo. ¡Por todos los dioses, y en silencio! – susurró el centurión acercándose al murete de riego en el que estaban agazapados sus hombres –

Sí, domine – respondieron los veteranos, dejando apoyados entre los resecos terrones los grandes escudos rectangulares, complicados para maniobrar con agilidad, y tomando sus venablos prestos a lanzarlos contra algún posible asaltante rezagado –

El pequeño grupo fue acercándose con mucha cautela, pues la tupida y seca maleza que cubría el suelo crujía a cada paso que daban, al lugar de donde habían procedido los lamentos cerca del vado del barranco. Según se acercaban a la calzada fueron percatándose del horror que estaba a punto de emerger entre la maleza. Intensas llamaradas refulgían sólo unos pocos pasos delante de ellos. Cuando salieron de entre la vegetación pudieron ver como decenas de carros y literas ardían en medio del camino, algunos junto a las bestias que tiraban de ellos, expeliendo un nauseabundo olor a madera y pelo de asno quemado que les hacía hasta llorar. Pero lo peor estaba aún por mostrarse pues una alfombra de cadáveres cubría las ensangrentadas losas desde el claro del vado hasta el final de la caravana. Miembros mutilados, manos a las que les faltaban los dedos que hacía poco habrían lucido hermosos anillos, cuerpos alanceados asiendo aún toscas armas y aperos de labranza en sus rígidas manos y mujeres con los vestidos rotos y sus cuerpos mutilados y ultrajados por aquellos salvajes.

Calvisio y sus hombres no fueron los primeros en llegar. Un denso enjambre de moscas ya se estaba interesando por aquel macabro festín. Tito fue pasando entre aquellas hogueras en busca de algún superviviente. Sus sandalias se impregnaron de la espesa sangre que se encharcaba entre las losas. Se acercaba a los cuerpos, aún calientes, de sus conciudadanos degollados rogando a los dioses que pudiese encontrar alguno con vida. Tito no pudo contener una súbita arcada cuando vio con total crudeza a una mujer tendida en el suelo sosteniendo el cuerpecillo inerte de su hijo, muerta mientras intentaba salvarlo de la furia de uno de esos bastardos que la había traspasado con su lanza. Los dos estaban decapitados y la mujer había sido forzada pues su enrojecido trasero estaba entreabierto y con claras muestras de haber sido terriblemente violentado.

Al rebasar una de las hogueras, Sexto Minucio Corvino, silencioso como un lince, pudo ver a uno de los asaltantes rezagado de su grupo, confiado y dedicándose a aliviar la presión de su entrepierna con una joven muchacha que sollozaba y pataleaba mientras su greñudo agresor abusaba de sus encantos pueriles. Corvino se acercó sigiloso, desenfundando lentamente su gladio para evitar ser escuchado. Cuando estaba tras el bárbaro, que al estar penetrando violentamente a la chica tenía sus sentidos obstruidos, el veterano le asestó una estocada letal en la espalda que lo dejó seco sobre el cuerpo de la pobre muchacha. El miliciano lo apartó de un puntapié y lo remató con un pinchazo en el corazón. Acto seguido le tendió el brazo a la víctima, la cual se alzó no sin dificultad, con su peplo de lino completamente ajado del que se escapaban unos senos puntiagudos y pequeños. No tendría más de diecisiete primaveras. Podría ser su hija. Tenía el pelo totalmente revuelto. Lloraba más por pura impotencia que por dolor. Su expresión de horror fue mudando al darse cuenta de que su agresor yacía muerto a manos de uno de los suyos. Estaba a salvo. A pesar del lacerante dolor de las varias contusiones en pómulos, torso y vientre que tenía, abrazó efusivamente al miliciano bendiciendo a la diosa Diana por habérselo enviado y librarla de aquella bestia de pelo rojo. Corvino la condujo hacia la orilla de la calzada, en dirección hacia donde esperaba el resto del grupo, acompañándola hasta el lugar en el que esperaban las otras mujeres para que pudiesen asistirla.

¡Por todos los Dioses! ¿Qué hemos hecho para desencadenar la ira de todas las Furias? – exclamó uno de los milicianos al reconocer a un familiar de su mujer entre los cadáveres y sostener su cabeza marchita en sus brazos –

La respuesta es qué no hemos hecho, Domicio – le contestó Calvisio, tapándose con su pañuelo nariz y boca en un vano intento de no inhalar el infecto humo de carne humana que emanaba de uno de los carros –

Si en tiempos del divino Augusto no se hubiesen suspendido las campañas de Germania después del desastre de Varo(64), estos miserables serían ahora lecticiarios(65), gladiadores o braceros – dijo el otro legionario, señalando al asaltante muerto y propinándole una patada –

Quién hubiera podido saber por entonces que en vez de correr como conejos por sus jodidos bosques tan sólo con el son de las bocinas de las legiones llegaría un día que serían capaces de rebasar el limes y atacarnos aquí, tan al sur, en Hispania – apuntó Tito, aún incrédulo del horrible escenario que estaba presenciando –

Pues es sencillo, muchacho – le contestó el centurión en un tono ejemplarizante – Escúchame bien y apréndete esto: en los negocios y los estados las cosas nunca se estabilizan, o merman o crecen. Y nosotros, sencillamente, decrecemos. Los buenos tiempos de los divinos Claudio, Trajano o Marco Aurelio ya son Historia. Llevamos demasiados años soportando gobernantes corruptos e incapaces, años de despiadadas luchas internas por la púrpura, de más y más impuestos para pagar las intrigas y las exhuberancias palatinas que ya han arruinado a muchos ciudadanos. Y no sólo eso, cada vez nos cargan con más y más tributos adicionales, todos ellos necesarios para poder sufragar la manutención de las legiones y de los mercenarios que encumbran a sus propios emperadores, además de las miríadas de ciudadanos menesterosos que deambulan por las ciudades sin oficio ni beneficio esperando las dádivas estatales y una buena carrera de carros. Hasta los padres de la patria, los presuntamente custodios Senadores, se funden alegremente el erario imperial en sus banquetes y juegos sangrientos. Joven Antonio, estamos más cerca del caos que del orden. Y esto es sólo el principio de lo que ha de venir…

Domine, hablas como un cristiano – le reprendió Domicio, que ya había dejado el cuerpo de su familiar sobre el pavimento, cerrándole los ojos, y se había recompuesto –

¡Por los truenos de Júpiter! Ni se te ocurra volver a decirme algo así. Ellos son parte implicada de ese desastre venidero con su creencia infantil de un diose que premia la bondad y la estupidez… ¡Una vida idílica después de la muerte si eres bueno y obediente a sus sacerdotes! ¡Ignorantes! Ya cuesta horrores reclutar reemplazos para las legiones como para, encima, alentar los besitos fraternales a los bárbaros – le replicó Calvisio despotricando efusivamente y totalmente fuera de sí –

Mirad aquí… ¿Es éste un bárbaro de Germania? – les dijo Tito mostrándole el rostro del asaltante muerto y sus ropas, varias saetas y su espada recta de doble filo –

¡Francos[7]! Lo sabía… ¡Hijos de Plutón! Esos mal nacidos tienen cojones, están a más de dos mil mille passuum de sus tierras y aún tienen el arrojo de saquear a placer beneficiándose por el camino todo conejo andante y sin preocuparse por cubrir su retirada – exclamó Calvisio con cierto reconocimiento al volver a ver los típicos rasgos fisonómicos de una de las coaliciones germanas con las que había tenido que bregar durante media vida –

Así pues tenías razón, domine – le dijo Tito al ver que el resabiado centurión había acertado con el origen de aquellos bárbaros – ¿No creéis que deberíamos avisar a la ciudad para que se preparen contra estos desgraciados? Los magistrados han de conocer cual es el peligro real – “¡Tengo que avisar a padre y al resto!” Pensó Tito para sí mismo –

Es demasiado tarde, chico. Los compañeros de este cabrón ya estarán allí, piensa que van a caballo y a buen ritmo. Y ya intuyes lo que va a pasar. Son unos guerreros crueles y feroces. En una ocasión repelimos una incursión de una tribu de estos miserables en Mosae Traiectum. Perdí media centuria de bravos legionarios luchando contra sus hábiles jinetes. Tenemos que irnos deprisa; no hay tiempo ni para plegarias, ni para poner monedas. Fíjate; por las poco hondas huellas de los cascos, no parece un grupo muy numeroso ni pertrechado, seguramente es una banda escindida de la fuerza principal que está rapiñando por su cuenta. Debemos cruzar el río seco sin más demora y volver al seguro abrigo de la pineda antes de que alguno de estos desgraciados vuelva a por su frívolo amigo y nos descubra – les expuso Calvisio, apoyado en un viejo miliario de la calzada y secándose de nuevo la frente con un trozo de paño; entre las hogueras, el olor nauseabundo a sangre y carme quemada y el implacable calor del mes de Julius, aquello era lo más parecido que Tito podría pensar que sería el hades. No pudo evitar vomitar de nuevo sobre los matorrales –

Con un movimiento rápido, Calvisio desenfundó su daga y le cercenó de un tajo el aún erecto pene al franco muerto. Con el rígido miembro en su mano, le dijo:

¡Domicio! Toma esta “trompa”, que es tuya – le dijo el centurión lanzándosela a las manos – Guárdala bien que te dará buena suerte. La vamos a necesitar.

Tito se quedó atónito. Él conocía de oídas la extrema superchería de los legionarios y también sabía de la eficiencia demostrada de los amuletos fálicos para alejar los infortunios. De hecho, había más de uno esculpido en la cornisa de su casa. Y un buen ejemplar erecto era un poderoso amuleto. Pero, en vez de llevar pendido del cuello una pequeña réplica de bronce, llevar en el saquillo uno disecado de verdad le parecía simplemente insólito.

Valentia, las memorias de Cayo Antonio Naso
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