II
Días después del desalojo forzoso de la principal ciudad edetana, y su consiguiente incendio y destrucción[59], Pompeyo, falto de recursos, acampado en medio de tierras hostiles y sin provisiones para mantener la posición, levantó su campamento. Tomó la estrecha calzada de Arse, rodeando la ciudad y continuando camino hacia el norte por la Via principal. Partió sin las fanfarrias ni trompas de su pomposa llegada. Los restos de sus legiones marcharon a un paso muy diferente al de su ampulosa aparición, con menos de dos tercios de los efectivos con los que había llegado meses atrás, pertrechos y víveres más que justos y con el desterrado Espurio y su progenie como parte del bagaje. Afranio estaba allí.
Cuando los informadores de Sertorio le confirmaron que el contrariado imperator ya había cruzado el Iberus cerca de Dertosa y esquivaba los muros de Tarraco, en manos de nuevo de la facción popular, el sabino optó por desmontar definitivamente las fortificaciones del cerro edetano y enviar el grueso de las tropas a Castra Aelia al mando de Octavio Graecino. Aún quedaba campaña por realizar en Celtiberia antes de los fríos y Pompeyo, por el camino que había tomado, invernaría en las Galias.
La víspera de las calendas de September entraba Sertorio de nuevo por las puertas de Valentia entre vítores y aclamaciones. Calles limpias y engalanadas salpicadas de mirto y espliego, balconadas cubiertas de guirnaldas, coloridas telas y flores, niños que lanzaban pétalos de rosas al paso del bonito y azabache corcel númida del sabino y sobrios sacerdotes rasurados que mecían sus fragantes incensarios a ambos lados del Decumano Máximo. Cuando el negro equino comenzó a hollar las azuladas losas del foro, todos los magistrados del Senado valentino al completo, togados e inmaculados, se alzaron de sus sillas y, en lo alto de la escalinata de la basílica, ovacionaron al sabino, sumándose así al clamor popular que se respiraba en el lugar.
Para mi aquel fue un triunfo de sabor agridulce. Yo no era hijo de un simple colono samnita o un auxiliar lusitano recientemente alojado en tierras extrañas. Mi madre me trasmitió desde su vientre sangre edetana que me hervía de pensar en el enorme precio que había tenido que pagar la tierra de mis ancestros por errar en su afiliación política. Pero, salvo otros pocos amigos que se encontraban en una situación familiar similar a la mía, atrapados en la contradicción de los mundos desde entonces antagónicos, la inmensa mayoría de los colonos sí que se alegraban de la fatídica suerte de la eterna vecina, ignorantes de que la gloriosa ciudad que antaño había dado su carne y su sangre por la patria era ahora un amasijo de cenizas, escorias y zócalos calcinados. Y ello era debido a la desatada rivalidad regional en ser los primeros en colocar en los mercantes del puerto saguntino los excedentes agrarios, los litigios recurrentes entre ambas ciudades a causa de la propiedad de los riegos del Tyris, la recaudación tributaria pública territorial sita en la Curia valentina y siempre desaprobada por Edeta, etc. Pero eso ya daba igual. Todos los campos – valentinos y edetanos – estaban sin atender, ni regar y, menos aún, cosechar. Los esclavos de los almacenes del puerto se solazaban a la sombra de los pórticos ociosos y desocupados y, como no, las arcas coloniales estaban vacías. Se acercaba la vendimia y, en contra de lo habitual, había cosas que hacían que la gente no le prestase la más mínima atención. Las guerras son caras, enajenan a las gentes decentes y sólo traen desgracias a los civiles inocentes. Aquel fue el primer aviso del aciago destino al que estaba abocada la región entera. Coincidiendo con los Ludi Romani(448), los duunviros decretaron seis días de juegos ininterrumpidos en honor del victorioso procónsul. Sigue siendo la típica receta, simplona pero efectiva, para entretener al gentío y privarles de la noble tarea de preocuparse por el futuro que, tan magistralmente, administran los políticos. Juegos sangrientos por el día en cada replaza de la colonia, espolvoreada de arena para evitar fregar la sangre de las losas, y desmanes etílicos por la noche que, habitualmente, acababan convirtiendo la ciudad entera en una inmensa y soez popina. A Sertorio no le agradaban en exceso los espectáculos de gladiadores, las luchas de fieras o las muchachas descaradas de carnes apetecibles; pero entendía que a sus hombres y al pueblo llano sí… y si te ganas al pueblo, tienes más de media contienda en la bolsa.
Por ello, el tuerto, calculador y astuto, había encargado a sus zapadores que construyesen en la llanura que se extiende en la ladera norte del cerro originario de Edeta un nuevo asentamiento en el que ubicar a la población superviviente. El caso es que consiguió que sus ingenieros proyectaran, y sus legionarios levantaran, algo parecido a una urbe decente en menos de un mes y medio. Así es como renació la ciudad hoy conocida como Lauro de las propias cenizas de su legendaria antecesora. Quién podía pensar entonces que Edeta, la ciudad en la que mi madre, y su madre, y la madre de su madre habían nacido, crecido, jugado, desposado, amado y vivido, no sería la única ciudad en ser devorada por las llamas durante aquella trágica contienda fraticida.
Mi primo Eterindu y su familia dejaron la casa que el socio de mi padre les había prestado en el oppidum de las tres colinas y se instalaron cómodamente en una casa de dos plantas en el centro del nuevo asentamiento. En el reparto se les concedieron veinte yugeras[60] de tierras incautadas a los deportados y una generosa indemnización de quinientos denarios arsetanos(449). Las nuevas viñas y el cofre de monedas consiguieron hacerle olvidar el pasado. En cambio, mi tía Nisunin, a pesar de ser la viuda de uno de los héroes caídos durante las refriegas, no se adaptó nunca a su nueva y cuadrada vivienda al estilo romano. Aquella casa olía a barro y humedad, y no a pan, leña y romero como la suya. Murió durante el invierno siguiente, ya no se si por la añoranza de los cálidos muros de la casa que la habían visto nacer, y que habían corrido la misma suerte que los de su ciudad incendiada y abandonada a la maleza, o por los males propios de la vejez. Mi prima se encargó de prepararla convenientemente para su viaje al mundo subterráneo.