I

No negaré que la salida, parsimoniosa y aborregada, de los humillados edetanos, por muy enemigos que fuesen, es uno de esos recuerdos desagradables que se tienen en la vida. Ante nosotros se arrastraba una mísera columna repleta de dolor, derrota, rabia y desdicha. Pero, a pesar de haber sido unos renegados a la revuelta y de haber traído con su estúpida sedición la muerte y la destrucción a muchas gentes de las tierras del alto Tyris, su sangre seguía siendo tan íbera como la de mi familia materna, gentes oriundas de estas tierras y, por ello, también compatriotas. Reconocí entre la tétrica procesión los rostros abatidos de muchos de ellos, incluidos varios proveedores de mi familia acompañados por sus jornaleros de las viñas. Algunos infelices bajaban cargando enormes fardos en sus espaldas, todo aquello de valor que atesoraban, puesto que sólo dichas pertenencias podrían retener.

Las condiciones de Sertorio fueron magnánimas en cuanto a sus vidas, pero muy estrictas en lo concerniente a sus bienes. El resto de enseres y pertenencias que no pudiesen acarrear al lomo, como las afamadas cerámicas pintadas, pieles curtidas, armas labradas y demás delicadezas de los talleres edetanos, constituirían el botín de guerra de sus levas. Y no sólo ello. También reconocí entre el tumulto a varios de los individuos que acabaron encadenados en las jaulas de los carromatos de Sexto Vitruvio Camilo. Era éste un comerciante muy poco escrupuloso que el sabino conoció en Miróbriga al que le fue concedida la subasta y, con ello, el lucro de la venta de los prisioneros. Muchos de ellos pertenecían a la altiva prole de la oligarquía local. Bajaban en total y absoluto silencio, con evidentes muestras de ira contenida cada vez que algunos de nuestros milicianos se burlaban de ellos, en íbero o latín, y frivolizaban con su próximo y cruel destino. Madres, hijos y esposas lloraban por igual tras las barreras del recinto provisional ante el trágico final que les esperaba a los seleccionados por el Consejo. Los llantos no eran para menos. Las inmensas canteras de cobre del río rojo de Ilipa(446), a unas cuantas mille passuum tierra adentro del puerto de Onuba, no eran precisamente las plácidas veredas del Parnaso. Se dirigían ligados hacia un infierno en forma de embudo salobre a cielo abierto bajo un sol implacable con jornadas de sol a sol, gases ponzoñosos que emanan de la roja tierra yerma y todo ello combinado con la calamitosa existencia como picapedrero encadenado a la cantera. Nadie había vuelto de ellas. Era preferible servir de galeote en los trirremes de la flota. Uno de aquellos elegidos por el Consejo era Espurio Antonio. Mis queridos primos también le acompañaban, cabizbajos y maniatados.

Cuando les vi pasar rendidos, sucios y harapientos, hacia el abarrotado redil en el que el traficante hacinaba su mercancía, un profundo asco anudó mi garganta. Eran ruines, eran crueles, eran cobardes, pero también eran mi familia, algo que, a diferencia de las amistades, no puedes elegir. Y no es nada agradable ver como una ruda centuria de veteranos sin prejuicios conducen a patadas a los tuyos hacia el podio de un lanista, por muy malvados que sean. La conciencia me taladraba por dentro, así que salí del grupo de curiosos que husmeaban frente a las carretas y me dirigí hacia el pretorio del campamento en donde sabía que encontraría a quienes podían interceder a favor de mi tío. Herennio, Graecino y mi padre se encontraban allí junto al sabino, deliberando sobre la forma más adecuada de distribuir los nuevos asentamientos de civiles edetanos en el arrabal del llano.

Padre, perdón, señores; con la venia de estos caballeros, desearía tener una conversación privada contigo – le dije a mi padre nada más me condujeron a la tienda principal –

Habla, hijo, no tengo secretos, y menos para ellos.

Padre, es algo delicado; es un tema familiar.

Sigue; me temo cual es tu petición.

Es sobre el tío Espurio y mis primos.

¡Mal nacidos hijos de Plutón! ¿Qué pasa ahora con ellos? – me espetó mi padre –

Pasa que, a pesar de su obvia mezquindad, no creo que merezcan dejar sus huesos mondos en una galería de las minas de Lusitania. Ya sabes lo que pienso de mi tía; esa pécora sí que es la culpable y principal inductora de la conducta del tío Espurio y…

¡Basta, Cayo! De sobra sabes cual es mi opinión. No te molestes. No hay nada más que decir – me reprendió el viejo – Si su propio Consejo les ha elegido dentro del diezmo, no soy yo quien para impedirlo. Que oren a los dioses para que les concedan una muerte digna y rápida.

Padre, piénsalo bien. Es tu hermano…

Cayo, amigo. Escúchale. Tu hijo te está exponiendo un tema nada trivial – intervino el tuerto, el cual había estado observándonos con su mirada aquilina desde el principio de la conversación – El perdón de un elemento tan vinculado a nuestros enemigos como tu hermano tendría un efecto político nada despreciable. Piensa en el futuro, Cayo – prosiguió modulando su tono enérgico de voz y asiéndole fraternalmente del antebrazo – Habrá que gobernar a amigos y enemigos con la misma paridad; no veo descabellado que se le condone la sentencia de esclavitud a tu hermano. Habrá otras formas de que nos resarza de sus malas acciones.

Quinto, con tu permiso – replicó mi padre en un tono cada vez más contundente; se estaba encolerizando por momentos – Mi hermano y sus dos vástagos, hijos de su puerca madre, han sido unos de los activistas más declarados en contra tuya desde tu llegada… ¡Él y otros de su calaña han conseguido que los oligarcas edetanos faltasen a su sagrado juramento de lealtad hacia ti y enviasen su pleitesía a Cneo Pompeyo! Quinto, buen amigo, ¿no recuerdas mi informe sobre la noche nefasta en la que tu gente de confianza fue pasada a cuchillo en Edeta? Mis sobrinos, cínicos y crueles, tienen las manos manchadas de esa sangre leal a nuestra causa…

Sí, en efecto, Antonio, así es; han cometido un grave error que ya están pagando y pagarán caro durante muchos años. Pero un estado no se gobierna aniquilando a los vencidos, sino conviviendo con ellos – decretó el tuerto levantándose con ímpetu de la mesa de reuniones – ¡Próculo! Entrégale al joven Cayo Antonio una nota mía dirigida a ese buitre de Camilo con el indulto de Espurio Antonio y sus dos hijos. Que les conduzca desarmados frente al campamento de Pompeyo y, así, que el niño decida si se queda con ellos. De momento, el destierro será suficiente castigo para ellos.

Si es tu voluntad, no tengo nada que objetar – comentó mi padre, mirándome con los ojos fuera de sus cuencas que expresaban una furia que nunca podré olvidar. Nunca me perdonó aquella debilidad. Nunca me la perdoné –

Instantes después de que Sertorio diese por concluído mi alegato, crucé el atestado campamento de refugiados y me presenté en las instalaciones en las que el tosco traficante clasificaba a su nuevo género en las diferentes partidas que habían de salir al día siguiente hacia las explotaciones lusitanas. Después de mostrarle el sello del sabino a los dos lanceros celtíberos que custodiaban la entrada, su administrador me condujo a su tienda privada para poder plantarme ante él. Era un tipo duro, un típico veterano licenciado, ya entrado en años, que en vez de ganarse la vida cultivando la tierra, como las gentes de buen vivir, se enriquecía comerciando con carne humana. Camilo era recio sin llegar a la gordura, con un cuello corto y ancho como un toro, una ceja partida de un viejo tajo, mandíbula cuadrada y muy rudos modales. Apuraba un grasiento muslo de pollo y una copa de vino cuando su escriba me acompañó hasta el pequeño despacho en el que estaba aplacando su apetito.

Tú dirás, amigo; mi administrador me dice que tienes buenas credenciales.

Vengo a llevarme a tres de tus nuevos esclavos.

Pues debes de traer una buena bolsa de ases arsetanos(447)… o denarios de Metelo. Me valen por igual – me contestó hurgándose la dentadura con un fino palillo metálico –

Te traigo algo mejor aún; esta tablilla es para ti.

Una hora después salía del campamento acompañado de mi tío Espurio y las dos alimañas que el vientre de mi tía había arrojado a este mundo. Iban frotándose las muñecas, acostumbradas a los pulidos brazaletes de bronce y no a los bastos grilletes de forja. Sólo los dioses inmortales son conscientes de cuanto me he podido arrepentir en esta vida del ataque de moralidad y benevolencia que me invadió aquella cálida mañana estival y que me condujo de forma irreflexiva a pedirle el indulto de semejantes sujetos al mismísimo Quinto Sertorio.

Cayo, gracias por haber intercedido por nosotros. Sé que tu padre no me perdonará nunca, pero dale un abrazo de mi parte – me dijo emocionado mi tío mientras mis dos primos no dejaban de mirarme fijamente y con cierto desprecio –

Así será. Aquí tenéis tres caballos que me ha prestado el procónsul. Seguid la senda del río. A dos mille passuum hacia Valentia os toparéis con las empalizadas del campamento de Pompeyo. Bajo su cobijo estaréis a salvo. Es muy probable que el esposo de Antonia, Lucio Afranio, esté destinado allí con él. Buscadlo y él os facilitará protección hasta que la guerra acabe y prescriba el destierro. Nunca es tarde para una reconciliación. Ten, toma, en esta bolsa tienes suficientes monedas para algunos sobornos. Úsalas con prudencia.

¡Acuérdate de nosotros cuando estés frente a los lares! – me recordó mientras subía al corcel y tomaba el polvoriento camino del castrum de Pallantia –

Siempre lo hago. Suerte, tío.

Los tres jinetes salieron del campamento entre una voluminosa polvareda. Les había salvado la vida a dos monstruos que, poco tiempo después, justificarían las crudas palabras de mi padre en la tienda de Sertorio. Pero ya llegarán a su tiempo esos terribles acontecimientos…

Valentia, las memorias de Cayo Antonio Naso
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