VII

Por algunas cosas así, y aún mucho peor, no todo era boyante en la rica Hispania. El éxito de los Antonios y otros colonos emprendedores, y la envidia que generaban en los ávidos publicanos y ciertos patricios el auge de sus fortunas, eran sólo algunas de las excepciones dentro de las dos provincias. La sucesión de zafios gobernadores romanos y sus insolentes esbirros seguían sangrando continuamente a la población con más y más impuestos que habían llegado a arruinar a pequeños campesinos, pastores y artesanos de humilde condición, abocándolos irremediablemente al crimen, la revuelta y la sedición. Sólo la aristocracia, exenta de tributos, mantenía una vida cómoda y placentera acrecentando sus propiedades y fortuna con los embargos de los desahuciados. Que mejor ejemplo que el caso del bueno de Unibelos, un tipo simple, honrado y recto que había cometido un homicidio por la desmedida avaricia de uno de aquellos malversados instrumentos del estado.

Fue durante aquella turbia época cuando el entusiasta amigo de juventud de mi padre, Quinto Sertorio, llegó a Hispania procedente de Roma como nuevo pretor de la Citerior. El mismo Lucio Cornelio Sila, aquel arrogante y libertino patricio que acabaría meses después a sangre y fuego con todos aquellos que le estorbaban en su flamante carrera hacia la dictadura, había accedido a que el, por entonces, cónsul popular vigente, Cinna, le encomendara el peligroso cargo hispano a uno de los pupilos de su adversario. Aquel destino era más como una expatriación encubierta por su afinidad a Mario que una recompensa por su excelente bagaje militar. Liquidar ignominiosamente a un héroe condecorado con una corona gramínea por la hazaña de Castulo, de denodado valor y entrega en combate y amado por sus hombres, no era una buena opción teniendo aún tropas veteranas dentro de la urbe. Era mucho mejor enviarlo lejos, a la revuelta Hispania, a un presunto cargo político anodino y esperar que, con un poco de fortuna, alguna flecha indígena o “amiga” segara su vida durante una refriega. Pero el astuto dictador se equivocó de estrategia.

El brillante día que Quinto Sertorio llegó a Valentia, el primero de las nonas de Maius, había una expectación indescriptible. Sólo unos pocos de los allí presentes podíamos intuir por aquel entonces las revolucionarias ideas que albergaba en su cabeza aquel hombre impetuoso y extraordinario. Yo ya sabía de él y de su declarada animadversión hacia el poder corrupto que cada día atenazaba más a la República. Al igual que yo, también lo sabían mi hermano, Antonino y demás allegados de la familia, ya que nuestro padre mantenía contacto regular con él desde su llegada a Hispania meses atrás. Mi padre, al corriente del ardid que estaba gestando su amigo, fue uno de los impulsores ante el senado valentino de la idea de prepararle una oportunidad al procónsul para que lanzara su potente discurso incendiario a la plebe y así caldeara el ambiente. Días después, fue él quien me contó que aquella sesión de la cámara fue más que animada, pues los minoritarios senadores partidarios de Sila, y algún otro menos notable como mi tío Espurio, expresaron su repulsa a que la colonia albergara, y menos aún agasajara, a un sujeto sospechoso de desacato y sedición. Y es que mi tío y su bonita y adúltera esposa habían cerrado filas junto a la facción más conservadora y progubernamental en busca de nuevas amistades entre las clases más poderosas. Aquel día comenzó el enfrentamiento directo entre los dos hermanos. Jamás se reconciliaron. Jamás.

El largo Decumano Maximo quedó limpio y engalanado. Diferentes grupos de esclavos dejaron barridas las rectas losas, baldeadas las calles, saneado el alcantarillado y decoradas las blancas columnas de los pórticos con hojas de palma ribeteadas con cintas de vivos colores. Una jaula de mimbre repleta de escandalosos palomos grisáceos se abrió cuando la columna del procónsul apareció por el acceso norte mientras era vitoreado y aclamado por la multitud. Las aves volaron en la dirección que los viejos augures estimaban favorable. Los dioses lo aprobaban. La Curia había erigido un podio de madera provisional frente a la entrada de la basílica para que el nuevo procónsul pudiese subir y dedicarle unos minutos al pueblo. Y bien que se los dedicó. Subió al entarimado frente a una plaza abarrotada de curiosos e incrédulos, expectantes del contenido de su alocución. Creo que es el único discurso que recuerdo íntegro de todos los que he escuchado o leído durante mi vida, y no lo recuerdo por ser el más corto, pero sí por ser el más emotivo:

Queridos ciudadanos de Valentia, romanos o latinos, para mí no hay diferencias entre estas dos definiciones; para mí sólo hay una: Ciudadanos de la República. Algunos no me conocéis, pero otros muchos sí… como tú, Murena, viejo bribón… ¡Estás igual que en Aquae Sextiae! – dijo señalando con el dedo y dirigiendo su mirada rapaz hacia un fornido individuo de mediana edad que sabía que regentaba una conocida taberna en el foro – Como estoy seguro que hay muchos de vosotros que no me conocéis, sería un maleducado si no me presentase correctamente. Yo soy el pretor Quinto Sertorio, ciudadano romano natural de Nursia, en tierra de sabinos, el ombligo de Italia. No soy un plebeyo, ni soy un aristócrata, soy hijo y nieto de caballeros, pero no por ello estoy lejos de la realidad del pueblo de Roma. Como podéis ver, me falta el ojo derecho y, como bien supondréis, no lo perdí en una partida de dados como le podría pasar a algún senador gordinflón; éste lo perdí luchando por la patria junto a Mario en Italia – el sabino señaló directamente al parche de cuero que tapaba su ojo y tuvo que parar su discurso hasta que cesaron las carcajadas de algunos veteranos – Pero no quiero aburriros con mis historias en esta nítida mañana de primavera, que seguro que estará repleta de importantes quehaceres. Sólo quiero agradeceros vuestra calurosa bienvenida, colonos y nativos, y pediros que escuchéis un par de comentarios sobre mi propósito ahora que ostento el mayor y más importante cargo de responsabilidad sobre las dos Hispanias. No se si estáis al corriente de las desgracias que se están cebando sobre los amigos del pueblo allá en Roma. Todos y cada uno de los seguidores de Mario, el gran Mario que tanto os amaba, están siendo oprobiosamente eliminados por los sicarios de ese borracho de Sila… Cada día crecen más los tributos, pero no para mejorar vuestras vidas, sino las suyas… ¡Romanos viejos y nuevos, camaradas, veteranos de mil y un combates! La administración provincial os trata como labriegos a unos y como vencidos a otros, cuando sois como iguales, amigos y federados… ¡Basta ya de los abusos de los corruptos! ¡Basta de desigualdades entre nativos y colonos! ¡Veteranos! Bravos legionarios y valientes auxiliares… ¿Para qué nos hemos dejado la piel en las legiones? ¿Para que un obeso patricio os esquilme el fruto de vuestro sacrificio? ¡Basta ya de injusticias y de pagar cada vez más impuestos a gobernadores avariciosos que se embolsan el sudor de vuestras frentes! Yo os digo aquí y ahora… ¡Basta ya! Desde hoy pretendo daros la oportunidad de decir junto a mí “Basta” a los partidarios de Sila y sus glotones sicarios del terror. Construyamos, hoy y aquí, el principio de una nueva Roma más equitativa, más justa y… más popular. Ciudadanos de Valentia… ¿Cuento con vosotros?

El sí más rotundo que he escuchado en esta vida lo oí aquel día en el foro valentino. Un estallido de vítores y el son unísono del nombre del procónsul invadieron la plaza. También pude ver como más de un potentado terrateniente escuchó perplejo aquel alegato populista. Salieron por piernas junto a sus emperifolladas mujeres y sus tristes domésticas desde los bancos del Senado en busca de la seguridad de los esbirros a sueldo que protegían sus domus. Cuando la plebe se disolvió alborotada hacia las estrechas salidas de los pórticos me acerqué hacia el podio en el que mi padre, orgulloso y altanero, flanqueaba al sabino acompañado de un grupo de veteranos. Sertorio iba vestido como el mismísimo Marte, emanando respeto y sobriedad. El parche que cubría su marchito ojo le imprimía carisma a su imagen de legado austero a la par que elegante. Era como un nuevo Aníbal, un valeroso combatiente laureado y poseedor de una carrera impoluta cuya fina retórica hechizaba a las masas con una habilidad temible. Pero el visceral tuerto acababa de tomar un camino sin retorno pues, a sabiendas, había cruzado el sinuoso arroyo que lo convertiría de héroe militar a proscrito de la República. Sila no dejaría sin castigo semejantes discursos sediciosos contra él y su sistema de gobierno autocrático. Aún así he de decir que Sertorio fue un excelente demagogo, como lo fue su colega Lucio Cornelio Cinna por aquel tiempo, ambos capaces de obnubilar al pueblo llano con su sobria imagen militar y sus visibles cicatrices, de las que se ufanaban públicamente, además de sus más que convincentes capacidades oratorias…

Así que estos dos muchachotes son tus hijos, Cayo… ¡Que par de hombres se han perdido las Águilas!

En efecto; el mayor es Lucio y el pequeño Cayo – dijo orgulloso nuestro padre, más canijo que nosotros dos y, en su fuero interno, molesto de que no hubiésemos tomado el camino de las legiones como era la costumbre familiar –

Salve, pretor; tus hazañas son conocidas y admiradas en toda la República – le dijo mi hermano con solemnidad –

Salve, queridos Lucio y Cayo Antonio; si sólo sacáis una pequeña porción del valor y el coraje de vuestro padre, seréis también unos héroes como él. Podéis sentiros orgullosos de él, pues nunca dio un paso atrás; por muy feo que pintase siempre podía confiar en que el firme escudo de Cayo Antonio guardaba mi flanco. Aquellos fueron momentos muy complicados en la Galia, pero gracias a la protección de Marte aquí estamos los dos para poder contarlos – le contestó a mi hermano, dándole un abrazo de confraternidad a mi padre –

Hijos, lamento ser tan brusco pero el consejo ha de reunirse con el procónsul para debatir algo trascendental. Ya le habéis escuchado. Cuando su mensaje llegue a las largas orejas de Sila empezarán las represalias y tendremos que estar preparados para afrontar lo que pueda pasar. Nos vemos luego en casa.

Valentia, las memorias de Cayo Antonio Naso
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