I

Al alba partimos desde aquella resguardada ensenada bastetana hacia aguas más septentrionales, buscando salvar los afilados peñascos del Promontorium Saturni(419) y, de esa manera, seguir navegando con la proa hacia Valentia, manteniendo nuestra nave a pocas millas de la costa. No tardaríamos en avistar los altos arenales de la desembocadura del Thader. Artemio convino con Isbataris separarse un poco más de lo habitual de la costa, una vez viramos el cabo y tomamos rumbo noreste, para evitar que posibles vigías costeros apostados en la cumbre del promontorio pudiesen advertir a las patrullas pompeyanas de nuestra presencia. Llegamos tarde. Poco después de mediodía un rápido y ligero birreme de la armada apareció a nuestra derrota. Nos seguía a poco menos de una milla, fuertemente empujado por los vientos favorables que inflaban su cuadriculada vela mayor. Por si no fuera suficiente impulso, las dos líneas de remos batían rítmicamente la superficie marina. Como todas las naves de la armada, sus dos largas filas de galeotes – compuestas casi siempre por famélicos desgraciados, reos, cautivos de guerra o ciudadanos arruinados – bogaban a ritmo de asalto, azuzados por los severos latigazos que restallaban en sus sudorosas y laceradas espaldas. Artemio comenzaba a preocuparse. Con la panza de la nave llena de sacas de grano y de pesadas vasijas de muy diversos contenidos no podríamos darles esquinazo fácilmente; más tarde o más temprano nos abordarían. Y, para más emoción y desastre, llevábamos a bordo a dos prófugos sertorianos, uno de ellos un oficial rebelde. Si nos atrapaban cobijando a traidores acabaríamos nuestros días remando en un trirreme, o en las minas de Cástulo…o incluso crucificados. No podía ponérsenos peor…

Una hora después de la aparición de la susodicha nave, todo parecía indicar que nuestro movido periplo tocaba a su fin. La espuma que alzaba el broncíneo espolón de la embarcación ya estaba a tiro de saeta. Unibelos, metódico y templado, se vistió a la sazón como un Hércules íbero, con su nueva y exótica piel felina sobre su mejor túnica de lino crudo. Fijó al torso las cinchas cruzadas de su redondo peto lobuno y se calzó el yelmo cónico de largo penacho negro, falcata y caetra en ristre. El resto de los hombres no se quedaron a la zaga, armados hasta los dientes con venablos, falcatas, hondas y todo tipo de amenazantes hierros afilados. Yo no perdía de vista a nuestros perseguidores. Colocado junto al siempre sereno centurión Manio en la mura de popa, observaba con suma nitidez – debido a la escasa distancia que nos separaba de nuestro captor – como los infantes de marina de nuestro perseguidor instalaban una especie de corvus(420) en la mura de estribor, prestos a alcanzarnos y clavar las afiladas garras metálicas del curioso instrumento sobre nuestra despejada cubierta.

Cuando el abordaje parecía inevitable sucedió algo que nos dejó boquiabiertos. Ya habíamos recorrido varias millas intentando eludir la birreme sin ningún éxito sobrepasando las pardas costas repletas de esparto del Iugum Traete(421) .Estábamos preparados para el inevitable asalto – surcábamos entonces las aguas de la escasa milla que separa la rala lengua de tierra bastetana que encierra la Gran Laguna del Sur de la isla de Plumbaria[56] – cuando vimos como la atención de nuestros perseguidores súbitamente dejó de centrarse en darnos presa. Tres nuevas velas habían aparecido a babor de entre los bajíos de aquel islote. Tres naves que bogaban a la máxima cadencia. Tres naves de hermosas velas púrpuras… Un grito de júbilo surgió espontáneamente de la tripulación. Eran tres navíos cilicios. Eran nuestros presuntos aliados… y eran la peor pesadilla de la armada pompeyana.

El sorprendido gubernator del birreme bramó cuatro maldiciones a todos los dioses del Averno, improperios que pudimos escuchar con total claridad al tener viento de popa, y ordenó a su piloto que virara bruscamente ciento ochenta grados. La nave viró instantes después, sonando el crujido de sus jarcias y el lamento de sus cuadernas con tal nitidez como si fuese la nuestra. El experto gubernator de la birreme había comprendido rápidamente que si proseguía en su persecución tendría a los flancos las tres naves cilicias en sólo cuestión de minutos, algo de muy mal presagio y de mucho peor auspicio. Así pues, los exhaustos remeros de la cubierta secundaria continuaron bogando al ritmo frenético que les imprimía el despiadado cómitre, empujando entonces contra el viento su nave en un intento desesperado de huir de los rápidos navíos cilicios. Las tres flamantes naves recién aparecidas no cambiaron su rumbo, siguieron su camino hacia nosotros. Artemio seguía preocupado.

Ahí tienes a nuestros salvadores, gubernator – le dije –

O a nuestros verdugos, domine. Te recomiendo que, hasta que no veamos que sus intenciones son buenas, no sueltes el pomo de la falcata.

Yo estoy con él, joven Antonio; nunca me he fiado de esas sabandijas promiscuas – apuntó Manio Arrio –

En poco tiempo la nave más avanzada de la flotilla alcanzó nuestro costado. Era magnífica. Ante nosotros se detuvo un esbelto y robusto trirreme de bello porte, engalanada su toldilla de popa con telas finas y cenefas doradas, sus tres filas de remos pulidos y aceitados de madera de cedro y, sobre ellos, una pasarela de tableros cincelados. Desde el castillo de proa nos dieron señales de arriar las velas. Isbataris ya estaba al corriente del tema en su “Europa” y su tripulación se mantenía bien armada bajo las aparentemente inofensivas clámides presta a repeler cualquier posible agresión. La nave cilicia replegó con arte y presteza su purpúrea mayor y lanzó un par de garfios para estabilizar las dos embarcaciones. Cuando estábamos todos preparados para lo peor apareció en su cubierta un individuo pintoresco y brioso. No tendría por entonces los cuatro decenios. Moreno de tez, tenía varias vetas plateadas en sus brillantes y oscuros cabellos, barbas rizadas y bien rasuradas embadurnadas de afeites. Vestía una larga túnica también púrpura rematada con grecas de hilo de oro, a juego con los anchos aros de sus orejas. Sus grandes ojos perfilados y profundos no me eran extraños; yo ya había visto a aquel tipo en algún sitio…

¿Está a bordo el patrón de estas naves? – preguntó el singular sujeto en cuestión en un precario latín portuario desde el timón de estribor –

¡Así es! – le respondí encaramado a la mura – Salve, amigo.

¡Alabado sea Poseidón! Me llamo Demetrio de Caria, y soy el trierarca(422) de la “Tetis”.

Te conozco; eres el gubernator cilicio al servicio del procónsul Sertorio en la base naval de Dianium… ¿Verdad?

Ese mismo, romano; y tú, patrón de un par de corbitae rojas que lucen una negra vid triangular estampada en la mayor, sólo puedes ser el hermano de Lucio Antonio Naso… ¿Cierto? – me contestó sonriente y atusándose la barba –

Tan cierto como que hay un sol y una luna. Estamos en deuda contigo, Demetrio; nos habéis espantado a ese molesto birreme que nos habría complicado mucho la vida.

¿Te refieres a esas gallinas romanas? Se han cagado encima nada más vernos. Mi amigo Bomílcar me pidió expresamente, y como favor personal, que velara por vosotros. Y así lo he hecho.

Artemio cruzó una mirada cómplice conmigo y comenzó a relajarse. Empezaba a unir cabos. Desde que salimos de Arse no había dejado de ver sospechosas velas en popa o navíos fondeados que, curiosamente, seguían nuestro rumbo. Frente a las Columbrarias, antes de la tormenta de Ilva, en el fondeadero de Pompeii y en el cabo de Útica… No podía ser casualidad. Aquellos sicarios de Artabaces nos habían seguido con prudencia, pero sin descuido.

Acompañadnos a Dianium, Demetrio. Naveguemos juntos hasta allí pues, es base de operaciones común a ambos.

Sea, joven Antonio, y podéis navegar tranquilos. No encontraréis más naves pompeyanas desde aquí hasta Massalia. Seguid la estela de la nave de Teófalo, mi Kibernetes(423), y no os preocupéis por los fondos y arrecifes. Ya se conoce estas aguas mejor que los burdeles de Cyprus.

Los cilicios soltaron las maromas que sostenían paralelas las dos naves y retomamos juntos el rumbo noreste hacia nuestra próxima parada en la curva ensenada de Portus Ilicitanus. Pasamos cerca de las planas, rosáceas y extensas salinas repletas de aves migratorias al norte de las plantaciones de esparto de Thiar, sorteamos el poblado pesquero y la vieja factoría púnica en la falda del oppidum de la desembocadura del Thader(424) y seguimos navegando, siguiendo las níveas dunas de las costas contestanas, hasta que vimos como una plancha pétrea sobre el mar. Era éste el chato relieve de la isleta de Planaria, zona en donde viramos a estribor buscando un lugar seguro donde fondear bajo la protección de las elevaciones del litoral ilicitano. Me acerqué hacia dónde estaba sentado sobre un fardo el gigantón de Aspis. Unibelos intentaba reconocer desde la borda, no sin cierta melancolía, los cuarteados y blanquecinos maderos del pequeño y concurrido puerto contestano, el último lugar de su amada tierra que pisaron sus sandalias antes de enrolarse bajo mi servicio ya hacía varios años. Esta vez no íbamos a parar allí.

Cuando cese esta guerra estúpida, volveremos aquí y le reclamaremos tus tierras a la prefectura ilicitana – le dije al gigantón dándole una palmada en la espalda –

Si la poderosa Neiti nos mantiene vivos para poder hacerlo.

Valentia, las memorias de Cayo Antonio Naso
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