XIV

La tarde pasó sin más percances, con los nervios un tanto alterados y permanentemente en guardia. Las mujeres prepararon con los víveres aprehendidos un apetecible estofado de cordero con puerros, zanahorias y chuscos de pan duro que tonificó las vacías y hambrientas barrigas. Aparentemente, los dos bárbaros abatidos estaban encargados de forrajeo. Si hubiesen llegado horas después, habrían encontrado la mansio vacía y esquilmada. Tito, buen conocedor del negocio vinícola, seleccionó una de las ánforas de la fresca bodega subterránea, una con el sello de sus competidores en la tosca tela que cubría su tapa, el conocido emblema de los Popilios, y con la ayuda del recio Domicio la subieron a la planta principal y la abrieron, sirviendo una cumplida ración al personal del peleón tinto saguntino rebajado con agua fresca. Publio Ventidio repeló con su fina daga una de las patas de cerdo de las sierras onubenses curadas en sal que pendían de las vigas de las cocinas, cuyas finas y apetitosas lonchas colocó en hogazas de pan recién horneado que la joven Lucia, la hija del panadero, había preparado con el contenido de una tina de trigo recién molido.

Una vez acabaron con la escueta ración de sus cuencos, el joven Antonio se dirigió a acomodar a su madre y a su hermana en una de las pequeñas estancias del piso superior. La joven hija del senador Plautio, ojerosa y pálida, iba junto a su hermana, ayudando ambas a la debilitada Marcia, cuyas heridas supurantes en los pies no le permitían andar con soltura e independencia, a subir por los escalones que conducían a los anhelados aposentos.

Permíteme, Plautia, yo me encargaré de atender a mi madre; no te molestes por nosotros – le dijo Tito a la muchacha –

No es molestia, sino un gran placer asistirla, Tito Antonio; mi familia está en deuda con la vuestra por toda la ayuda que me habéis prestado en este azaroso y comprometido viaje.

Pues yo condono esa deuda muy gustosamente, querida Plautia. Será un verdadero honor para mí que cuando lleguemos a Saguntum nos acompañes a la modesta casa de mi tío. El nos atenderá y alojará mientras las cosas se calman aquí en el llano – le respondió Tito con su mejor sonrisa mientras sostenía sus finas manos entre las suyas –

No quiero abusar de vuestra hospitalidad. Además, llevo varias tablillas selladas por mi padre para entregárselas al senador Lucio Cecilio, uno de los duunviros del Senado saguntino. Tenemos antiguas y fieles clientelas familiares en la ciudad que nos deben favores. Ahora es tiempo de cobrarlos – le apuntó la dama sosteniéndole la mirada con sus bellos ojos pardos –

De acuerdo, como quieras, pero mientras encuentras a tu gente, que vislumbro será arduo complicado, ya sabes donde tienes tú casa y quienes te tenemos en gran estima.

De eso no me cabe la menor duda, mi querido y amable Tito Antonio. Tienes una hermana maravillosa.

Se sucedieron los turnos de guardia. Al final de la tarde unos discretos rayos de sol encarnados se colaron definitivamente entre las nubes, ya menos oscuras y con aspecto de madejas de lana rojizas por la luz crepuscular. La noche pasó sin sobresaltos y el nuevo día amaneció radiante, con una luz y una claridad nítida y brillante gracias al aire purificado por la intensa lluvia del día anterior. Los inmensos estanques que se habían formado en la plaza durante la tarde anterior estaban mudando a meros charcos dispersos. Todo indicaba que cuando el implacable sol de Augustus brillara de nuevo en todo su esplendor, sin nubosidad que le entorpeciese su ingente labor, podrían reanudar el camino antes de que los bárbaros saliesen de sus escondrijos y les complicaran el día. Como era de esperar, el frescor de la noche anterior se tornó de nuevo en el calor húmedo y pegajoso típico del estío valentino, un calor asfixiante que tan bien conocían y que les complicaría la marcha a propios y extraños.

Tras un breve desayuno de leche de cabra recién ordeñada, higos secos con almendras, embadurnados en harina, y unas gachas de avena tibias salieron de la mansio, se despejaron con un poco de agua fresca del abrevadero y cargaron los bultos en las mulas. Tito preparó unas parihuelas para enganchar a una de las bestias con un par de telas y dos cizañas y así poder llevar en ellas a su madre, que difícilmente podía andar a causa de las feas heridas de sus pies. A pesar de los continuos cuidados de su hermana, no acababan de curar. Sobre la hora secunda salieron de Puteol dejándolo todo tal y como lo encontraron, incluyendo los ya pútridos cadáveres insepultos de los aldeanos amontonados en el granero. Eran órdenes estrictas de Calvisio. No podían prender una delatora gran hoguera, ni dejar rastro ni hacer nada que alertara a los bárbaros de su endeble posición.

Pasaron varios miliarios(79) sin tener informes de los batidores, enfangados por arriba de los tobillos y obviamente cansados por el sobreesfuerzo que ocasionaba desplazarse por terrenos tan blandos y húmedos. Cada mille de carro era un suplicio, pues fácilmente quedaban atrapados en el lodo y sólo con el uso inteligente de piedras, palancas y telas conseguían desbloquearlos. Calvisio optó por abandonarlos pese a las críticas y quejas de sus propietarios. A pesar de los informes positivos de sus hombres de avanzada, el cauto Calvisio prefería recorrer la inusualmente nada transitada Via Augusta desde la linde del camino en vez de por su centro. Se sentía mucho más tranquilo oculto entre la arcillosa tierra roja valentina y las altas adelfas, retamas y aliagas de los laterales que sobre las pétreas losas de la popular y despejada calzada.

Valentia, las memorias de Cayo Antonio Naso
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