VIII
El segundo día de las calendas de Quintilis se presentó ante las puertas del campamento principal de Sertorio una legación edetana. Cuál fue nuestra sorpresa cuando el siempre atareado Próculo vino a buscarnos a nuestra tienda con cierta urgencia. El propio Sertorio nos requería a la máxima celeridad en el la sala de audiencias del pretorio. El flaco asistente bitinio nos confirmó que una amplia representación de la ciudadanía edetana deseaba sentar las bases con él de la capitulación de la ciudad. Nos arreglamos con una mezcla de prisa y pausa y salimos junto al eficiente administrativo en dirección al centro del campamento. Los hombres libres de tareas se apelotonaban frente a la gran tienda, mantenidos a suficiente distancia por el férreo cordón que formaba la gallarda guardia lusitana del sabino, curiosos por ver la derrota impresa en la cara de los soberbios edetanos que hacia allí se dirigían soportando los vejatorios insultos y burlas de los veteranos. Y, como no, agradecerle a la bendita cierva la acertada “revelación” que les había proporcionado semejante victoria.
Nada más llegamos, Próculo nos condujo hacia la estancia de juntas, una sombría sala sumida entre luces y sombras e iluminada por decenas de lámparas de aceite. Allí se encontraba dicha legación en pie frente al estado mayor del sabino. Eran cinco hombres, dos romanos de mediana edad y tres oligarcas nativos de blancos cabellos. Mi padre fijó su vista en uno de aquellos parlamentarios, un tipo togado, de escaso pelo moreno en su cogote y mediana estatura que le exponía con cierto estilo oratorio al tuerto las condiciones de rendición que proponía el Consejo de Edeta. Sertorio iba ataviado acorde a su rango como comandante en jefe, con su purpúreo paludamentum(442) sujeto con un elaborado broche de bronce sobre una loriga de cuero decorada con dos unicornios rampantes de plata en los costados y calzado con unos altos coturnos(443) del mismo color de la capa. El motivo de aquella legación era obvio. Cuando los sabios ancianos del Consejo vieron desde sus altos muros como su joven libertador no movía ni un pelo por socorrer a sus propias tropas, entendieron que su destino estaba prescrito por los dioses subterráneos. Era mejor negociar con el más fuerte. Mi padre hizo un conato de lanzarse contra aquel parlamentario adulador de bonitas y ambiguas palabras. Menos mal que pude retenerle a tiempo. Era mi tío, Espurio Antonio.
Mi estimado embajador – interrumpió Sertorio su disertación al ver aparecer a mi padre rojo de ira tras él – Creo que será mejor que comiences de nuevo tu alegato ahora que han llegado mis consejeros más allegados –
Espurio y sus colegas de misión se giraron lentamente para ver la identidad de los recién llegados. Una palidez súbita se apoderó del rostro del hasta entonces locuaz parlamentario…
¡Por Mercurio! Cayo, hermano; me alegro de que los genios te mantengan en tan buen estado.
Te agradezco el cumplido, Espurio, pero no estamos aquí para eso, sino para ver de que manera tratáis de salvar vuestras vidas y entregarnos la ciudad...
En ese punto estábamos, querido Cayo – apuntó Sertorio colocándose bien el parche de su ojo marchito – La legación del Consejo de Ancianos nos ofrece negociar la rendición de Edeta. Tu hermano Espurio, como buen abogado que es, viene como intérprete de los ancianos para expresar, en correcto latín y sin errores de comprensión, sus requisitos. Según su testimonio tenemos dos caminos. Podemos seguir sitiando la ciudad, y que ello suponga un asedio largo, duro e incierto, o podemos negociar con ellos una rendición digna con ciertas cláusulas de armisticio.
Efectivamente, domine – interrumpió mi tío – Tú sabes que por la excelente posición estratégica de Edeta no supone un factor determinante la superioridad numérica. Estamos sobre un cerro escarpado, tenemos las cisternas llenas y en un par de meses, cuando lleguen las lluvias torrenciales de October, tú campamento será un barrizal infecto. Las enfermedades se cebarán en tus hombres y se agotarán tus suministros. Así pues, creo que podemos exigir ciertas condiciones favorables para negociar la rendición de la ciudad…
Así os vea comeros las ratas, hijos de Plutón… – maldijo entre dientes mi padre, escuchándole y sonriendo uno de los guardias lusitanos que custodiaban la entrada –
Puede que tengas razón, Espurio – le amonestó el sabino –, pero mi punto de vista es muy diferente al tuyo. El único auxilio posible que tenéis es un jovenzuelo que tiene más miedo que diez viejas y que ni asoma el hocico desde la empalizada de su campamento río abajo. Los suministros que os habrían ayudado a resistir un poco más nos los comimos en una fiesta hace tres días, después de aniquilar ante vuestros ojos cerca de un tercio de sus hombres. Así pues, dentro de un mes, mucho antes de las lluvias, os tendréis que jugar a los dados quién se corta las venas o quién se come a quién. La única opción que os brindo de salvar vuestras miserables vidas y las de vuestra gente, inocentes víctimas de vuestra arrogancia, es la entrega incondicional de Edeta. Pero ojo, os exijo una condición adicional. No sólo el pillaje de vuestras parcas pertenencias aliviará el ansia de botín de mis hombres. Uno de cada diez guerreros insurrectos que haya tomado las armas contra mí será vendido como esclavo para resarcir los gastos y perjuicios que nos habéis ocasionado. Tomadlo o dejadlo. Pasado mañana espero la respuesta del Consejo. En caso negativo, encomendad vuestras almas a los dioses subterráneos y preparad las monedas para el barquero.
Con la dura sentencia de Sertorio se dio por concluida la exposición. Una vez la lánguida legación salió de la tienda, el tuerto, ufano y contento, se reclinó en su diván y, saboreando un buen racimo de uvas aún verdes recién cogidas del valle, nos comentó…
Hoy no van a dormir esos desgraciados. Aunque no es para tanto; en Esparta lapidaban a los mensajeros que portaban malas noticias… ¿Quizá he sido demasiado duro con ellos, Antonio?
Te he visto blando. Quinto, si me lo llegas a dejar a mí, lo habría degollado aquí mismo y mandado su cabeza al Consejo – le contestó mi padre aún iracundo; nunca olvidaré el violento cruce de miradas que ambos hermanos intercambiaron al salir Espurio y sus correligionarios de la tienda –
Lo se, amigo mío, lo sé, pero no hubiésemos conseguido nada con ello. Al revés, una muestra gratuita de crueldad quizá les haría luchar hasta el último aliento. Conocen de sobra su precaria situación, no están en condiciones de negociar fuerte y yo, y no las Parcas, soy quien mueve os hilos de su destino(444). Si entregan la ciudad, le perdonaré la vida a la población no beligerante como muestra de mi magnanimidad. Pero la reinstalaré bajo, en el valle. Vuestros antiguos castrum íberos, pequeños y en terreno escarpado, resultan demasiado alentadores para la resistencia extrema…
Así fue como sólo dos días después un emisario del Consejo de Edeta le hizo llegar a Quinto Sertorio la aceptación de los términos de rendición que tan duramente había expuesto el sabino. En las nonas de Quintilis una tétrica procesión de civiles demacrados bajaba en silencio desde la ciudad alta hacia un reducto provisional que habían levantado los zapadores del general para alojarlos hasta que reconstruyesen sus casas en la planicie que se extendía al noreste de Edeta. Sertorio, por entonces, aún controlaba su cólera y se mantuvo fiel a su promesa, dejando que sólo el diezmo pactado fuese separado del grupo y conducido a uno de los tratantes – que como las putas, magos y el resto de los parásitos siempre acompañan a los ejércitos – para vendérselos a los explotadores de las minas de cobre de Lusitania.
Una vez vacía, la ciudad fue saqueada a conciencia por las tropas rebeldes y entregada sin clemencia al fuego purificador al día siguiente. La vieja urbe, testigo mudo de la Historia de la tierra a la que da nombre, quedó totalmente arrasada hasta sus cimientos, no volviéndose a construir nunca más nada encima hasta el día de hoy. De hecho, Sertorio se jactaba tiempo después en sus arengas y discursos de que el niño miedica de Piceno(445) calentó sus manos con la hoguera en la que ardían las casas de sus aliados. Era el típico mensaje malintencionado como aviso a posibles nuevos disidentes… y una lección del desafortunado final que había tenido una importante ciudad indígena que había confiado en la joven promesa de los optimates y que, a pesar de estar éste acuartelado a menos de dos mille passuum de ella, había sido totalmente destruida ante sus mismas narices.