IV

Después de disfrutar del tentempié y quedarnos adormecidos durante las horas más tórridas de la jornada a la confortable sombra de la arboleda, deshicimos nuestro campamento privado y montamos de nuevo sobre Crío. Cabalgamos plácidamente remontando el reseco cauce del Pallantia hasta dos mille passuum más allá de los suburbios occidentales de Saguntum, ya cerca del camino de Segóbriga. Media milla antes de llegar al miliario del desvío de los alfares de Eterindu, erigido en un lugar privilegiado pues sus arcillas rojizas producían las mejores y más resistentes ánforas del oriente hispano(454), cruzamos el río por el pontón(455) y tomamos una angosta senda sombría que conducía directamente a la cima de una de las más altas estribaciones de las serranías que separaban el cerro de Arse del valle del Tyris. Recolecté para Canine unos cuantos sabrosos margallones de la vera del camino para tomarlos en la cena entre las aldeas que se arracimaban en las faldas del macizo arsetano(456).

Ya oscurecía cuando desmontamos de mi agotado corcel bayo. La espesa pinada que nos acompañaba durante la tortuosa subida al monte fue siendo cada vez más rala y espaciada a razón que ganábamos altura, mezclándose con bajas malezas fragantes de tomillo, romero y espliego en flor que creaban un ambiente limpio y saludable. Dejamos descargado y ligado a Crío en uno de los últimos árboles de la escarpada senda, continuando el ascenso a pie. El implacable sol estival derramaba sus últimos rayos rojizos por detrás de los montes creando una curiosa y mística colección de luces y sombras desde el interior del bosque. Al salir del recóndito pinar nos sorprendió la inmensa realidad de los tres valles. Canine y yo llegamos casi sin resuello al extremo de la impactante cortada, una caída de cerca de media milla de altura.

La cima del místico monte está formada por plataformas pétreas superpuestas de una tonalidad entre grisácea y rojiza que hay que sortear saltando de una en otra hasta llegar al extremo final. Mereció la pena. Ante nosotros se extendían las feraces huertas del Tyris y el Pallantia en todo su esplendor. De norte a sur se podía observar todas las tierras alrededor del curvo Sinus Sucronensis. Una tupida alfombra verde y dorada compuesta de pequeñas parcelas cuadriculadas alrededor de las aldeas y ciudades cubría la vista hasta el difuso horizonte.

El sinuoso curso del Pallantia descendía encajonado entre sierras y jalonado de explotaciones rústicas y poblados encaramados en pequeños altozanos, amplios viñedos perfectamente alineados se vislumbraban desde la falda de las lomas de Arse hasta las marismas de las tres colinas, al igual que vastos trigales en el interior del valle, hacia la defenestrada Edeta. Podían adivinarse los relieves de los almacenes y astilleros de la concurrida dársena saguntina y los mástiles de las naves que en su interior se mecían. Una orgía de colores y tonalidades embriagaban los sentidos, el inmenso manto azul del Mare Internum, el pardo relieve del cerro de la desembocadura del Sucro y, más allá, sólo visible en días como aquel en el que el viento sopla desde tierra, la majestuosa mole triangular del Mont Iovis de Dianium. Era aquel un lugar digno de la morada de los dioses eternos. Un paraje para Ninfas y Genios. Mi hermano me había explicado siendo aún pequeño como llegar a él. Era uno de sus rincones favoritos de todas las serranías de la Edetania. Realmente era un lugar mágico[62].

Cuando los últimos rayos de sol se ocultaron en el horizonte aparecieron, justo bajo de nosotros, decenas de hombres y mujeres provistas de guirnaldas y teas subiendo hasta un pequeño altozano frente al camino de Arse en cuya cima había una pequeña fuente presidida por una arcaica y tosca estatua de Artemisa. Los devotos de la diosa le habían adaptado una larga antorcha en su alzado brazo derecho, tal y como era usual en aquella noche. Por la blancura de los peplos y stolas de las mujeres que llegaban a la loma, habría jurado que eran vestales. La claridad de sus cortos vestidos contrastaba con la creciente oscuridad del crepúsculo. Canine, una chica muy devota, estaba maravillada por la sobriedad del acto dedicado a la divina Diana, la cazadora. Era una coincidencia maravillosa. Poder pasar la noche de las Vertumnales al abrigo del despejado cielo estival, frente a la procesión de Diana y la magnificencia de los dioses… y junto a Canine. Una vez acabado el templete provisional con el que honraron a la efigie de la diosa, la correcta colocación de las antorchas y la clausura de la sobria ceremonia orquestada por las sacerdotisas de Vesta, los devotos y devotas comenzaron a libar en honor de la diosa. Sonaba en la distancia la tenue melodía procedente de flautas y címbalos y el tintineo de las risas de las muchachas que, una vez libres del casto oficio religioso, se entregaban sin reparos a los placenteros ritos de fecundidad entre los rincones del bosque, bien acompañadas por sus fieles pretendientes.

Canine y yo disfrutamos escuchando las risas y algunos gemidos furtivos de las devotas mientras apurábamos los restos de nuestras austeras provisiones a la luz de cuatro velones que había colocado alrededor nuestro. Según se acrecentaba la oscuridad de la noche, las teas de los fieles semejaban a un enjambre de locas luciérnagas deambulando entre la espesura del pinar. Qué bien sientan en buena compañía un par de hogazas de pan del día, unas tajadas de jamón celtíbero, un tarro de olivas maceradas en hierbas silvestres, un taco de queso de cabra, un cumplido pellejo de vino… y unos palmitos frescos con aceite recién extraídos de la tierra.

En un descuido de Canine vertí en el vino de su cratera unas gotas del elixir que el mercader mauro me había regalado, esperando con ello enamorarla desaforadamente y vencer su resistencia a abandonar el templo. Con uno de los dos apetitos más mundanos ya saciado, recogí las sobras del ágape silvestre y nos tumbamos sobre la musgosa roca para contemplar la obra de los dioses celestes. Sobre nosotros se extendía un fabuloso cielo estrellado que inspiraba paz y serenidad. Sólo los grillos y el peregrino ulular de la lechuza competían con alguna sibilina risa femenina en la silenciosa inmensidad de la noche valentina.

Me giré hacia Canine y comencé a acariciar sus tersos pechos deteniéndome en sus rígidos pezones y recreándome en ellos con sumo deleite. Le susurraba bonitas palabras al oído, diciéndole lo orgullosa que debía de estar siendo la imagen de Venus mortal, mientras mis dedos proseguían en sus quehaceres repasando su hermoso cuerpo. Despasé las fíbulas de bronce que sostenían su peplo de lino, dejando libre a la suave intemperie de la noche estrellada su blanca piel erizada por la fresca brisa nocturna. Pasé mi boca por sus pequeñas orejas y, bajando por sus encendidas mejillas, saboreé sus labios jugosos que se entreabrieron al notar mi presencia. Mordisqueé su barbilla, besé su grácil cuello y continué hacia abajo buscando zonas más placenteras. Comencé a relamer las sonrosadas aréolas de sus senos, enhiestas y excitadas tanto por mis caricias como por el suave céfiro. Canine jadeaba quedamente, me alentaba a seguir en mi ritual, comenzaba a buscar mi piel, mi carne, deseosa de sentir más de mí. Proseguí mi excursión nocturna por su lozano cuerpo besándole sutilmente el recto vientre y la cavidad de su ombligo hasta llegar al punto en el que se concentran los instintos más básicos del ser humano. Me coloqué frente a sus muslos, los aparté y seguí pasando la yema de mis dedos suavemente por el interior de sus piernas abiertas mientras mí lengua se dedicaba a descubrir los recónditos lugares que ocultaba aquel corto y ensortijado vello blondo.

Poco a poco Canine se estremecía más y más a razón de que mi más experta lengua rozaba su oculta fuente del placer. Balbucía. Resoplaba. En uno de los lances me pidió que cambiase de posición para poder llegar ella también a mi duro miembro. Así pues, me coloqué de revés sobre ella, abriendo con mis dedos los rosáceos belfos que encerraban la llave del placer. Un latigazo de goce recorrió mi espalda cuando noté el reconfortante calor de sus carnosos labios rodeando la sensible punta mi miembro, acariciándolo arriba y abajo rítmicamente con suavidad y ternura. Sus uñas se clavaron en mis nalgas cuando intensifiqué la frecuencia de mis lamidos y conseguí que llegara al éxtasis total después de gritar como ánima posesa por una deidad del mundo subterráneo. Su cuerpo fresco y tierno temblaba como unas gachas. Me pedía más y más con voz jadeante y entrecortada. Y más le di. Me incorporé y cambié de posición. Canine me miró como nunca me había mirado, lascivamente, se colocó acurrucada sobre sus rodillas como una leona, moviendo sensualmente sus posaderas, mostrándome la insinuante forma bulbosa, oval y tremendamente húmeda de sus labios entre sus tersos muslos. Envueltos por la oscuridad, sólo iluminados por las cuatro lucernas, las miles de estrellas del firmamento y una luna redonda y amarillenta que se reflejaba en las plácidas y oscuras aguas del mar la poseí una y otra vez. La tomé firmemente por su estrecha cintura, sujetando entre mis dedos su dorada melena o aferrándome a ella por sus redondos y pequeños pechos. Copulé y aullé como un verdadero sátiro montañés cuando vacié en el interior de sus entrañas hasta la última gota de mí ser.

Un tiempo después, mi querido y docto Menufeth me confirmó que el milagroso elixir mauro no era más que un filtro de amor muy común en su tierra a base de sabia de amapola seca y picada, mezclada con un poco de canela e hidromiel que, así preparado, tenía la propiedad de desinhibir los instintos más primarios a las mujeres más frígidas. Más propio para condimento del vino durante la alegre noche de la Fornacalia(457) que para una excursión romántica. Valiente pájaro estaba hecho aquel bereber.

Valentia, las memorias de Cayo Antonio Naso
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