III

La gran carrera de las fiestas había creado una enorme expectación. Dos aurigae(22) de renombre en toda la provincia, un saguntino de nombre Lisandro, promesa local, joven e impetuoso al que los seguidores de su color tildaban como el nuevo Diocles(23), se mediría con un experto y caro veterano, Crisus, un esclavo tracio de nervios de acero que estaba acostumbrado a levantar ovaciones en las complicadas pistas de Emérita Augusta y Tarraco y que había sido contratado con sus propios sestercios por el arrogante Quinto Gabinio Florencio, uno de los dos candidatos a duunviros de la ciudad, como otra artimaña más dentro de su carrera política para garantizarse un montón de adeptos en los próximos comicios. Contaban las habladurías que el tal Crisus, bien parecido y un tanto insolente con el público, tenía la misma aceptación y devoción en los graderíos del Circo que en los lechos de algunas damas influyentes de la provincia. Su fama de mujeriego empedernido estaba acercándose a la de Cayo Apuleyo, aquel auriga miliario(24) que corrió más de venticuatro años y se ganó con los callos de sus manos una bonita estatua a las puertas del Circo.

Ante un evento de aquel calibre había que tener los pies más ligeros que Mercurio y coger buen sitio en la cavea(25) fija puesto que semejante competición había atraído a la ciudad a numerosos aficionados desde Dianium a Segobriga.

Después de esquivar a los arteros corredores de apuestas, que ofrecían sus pronósticos a viva voz en busca de los siempre viscerales seguidores de los diferentes colores, y untar con unos cuantos sestercios a uno de los libertos encargados de ordenar el aforo, Tito consiguió unas localidades justo bajo de la barandilla del pulvinar[4]. El palco estaba aún vacío puesto que las autoridades seguían en la ciudad culminando junto a los sacerdotes el sagrado ritual de Minerva. Además, los representantes imperiales, sus lacayos, damas, esclavos y demás advenedizos y funcionarios públicos tenían reservados sus asientos en el compartimiento privado y no necesitaban de repartir sobornos ni padecer la incomodidad de las prolongadas esperas. Tito se sintió orgulloso de su capacidad de negociación tanto con su corredor de apuestas habitual como con el dispensador del aforo de la cavea. El recinto, a pesar de ser modesto, tenía unas dimensiones considerables. Contaba con cerca de tres mil localidades y las suyas estaban en uno de los mejores sitios ya que quedarían a resguardo del sol estival poco después de la hora décima, cuando el astro cambiase de posición y las sombras de las gruesas lonas ubicadas sobre ellos les cubriesen con su manto de frescor… y ya no serían necesarios los aparatosos parasoles de plumas de avestruz. Tito había apostado, a pesar de las reticencias de su madre, unos denarios por el auriga local, Lisandro, con un pronóstico de cinco a uno en su contra por lo que, si seguía su instinto, podría ganar una aceptable cantidad de monedas con su arriesgada apuesta e invitar con ellas a unas jarras de bueno y caro tinto aquitano de Burdigala a sus compinches de farra aquella noche.

Madre… ¿Por qué no le gustarán las carreras a mi padre? Yo veo esta competición de lo más emocionante; además, es popular y lucrativa.

Ya sabes que a tu padre ni le gustan las apuestas, ni el juego. Parece mentira que a tu edad aún me preguntes esto. ¿Cuántas veces le has visto presenciando uno de esos combates de gladiadores que tanto le gustan al edil Terencio? ¿O dándole a los dados en la taberna de Lutatio? Nunca. Él piensa que el juego es un vicio tan denigrante como la extremada afición a la sangre, la comida copiosa, a los efebos o al vino.

Si, Madre, ya lo sé, pero hasta el tío Cneo apuesta siempre en las carreras… ¡Y en una ocasión sacó una buena tajada!

Y en otra ocasión le sacaron varias muelas – le reprendió su madre, recordándole el lamentable incidente años atrás entre su hermano y los dos esbirros sirios de un ladino corredor de apuestas con muy pocos escrúpulos –

El juego es el juego. Hay personas dadas a jugar con todo en esta vida y otras de moral más firme. Y padre me parece que no es de los que dejan nada al azar – comentó su hermana –

Antonia Apiana, Fausta como la llamaba su padre, era una jovencita de bellas facciones, piel clara y lacio cabello oscuro. Sus grandes ojos verdes y almendrados le imprimían un toque felino a su mirada, rasgos que hacían de ella, junto a la cómoda posición social de su familia, una de las más apetecibles damas solteras de la ciudad. El viejo ya había recibido las propuestas de matrimonio de varios pretendientes tan jóvenes como su pequeña Antonia, todos ellos hijos de comerciantes y artesanos relacionados con la familia o algunos antiguos compañeros de clases de Tito: el hijo del alfarero que les fabricaba las ánforas, el sobrino del espartero que les proveía de cordajes, o el del cuestor(26) de turno...Pero el viejo tenía muy claro con quien quería casar a la niña. El negocio del vino no estaba en su mejor momento con tanta inestabilidad política y poca alegría económica. Ya hacía más de un año del último pedido que había sido enviado a su agente de Ostia. Tan importante era un buen marido como una buena renta y un adinerado propietario de una finca de cereales, individuo con buena presencia y de mediana edad, viudo y natural de Saetabis, le había hecho llegar su interés por desposar a la doncella, por lo que no tardarían en hacerse públicos los esponsales. Con el mal cariz que estaban tomando los acontecimientos en el campo, lleno de partidas de bandidos y desheredados, veía con muy buenos ojos que su hija viviera segura al amparo del maduro terrateniente y sus secuaces a sueldo en su villa fortificada. No le preocupaba la opinión de su hija al respecto. Su boda no era cosa suya. Incluso, con el tiempo, hasta llegaría a querer a su marido. Siempre había sido así y así seguiría siendo. Lo primero era el bien de la familia Antonia.

Bien conocida y declarada era la animadversión de Apio Antonio Luciano, el padre de Tito, por la farándula, el juego, la arena y las carreras. Muchos envidiosos de su innata capacidad de mantener, a pesar de los duros tiempos, el próspero negocio vitivinícola – cuyos remotos orígenes se perdían en los legendarios tiempos de la República – le calumniaban en banquetes y simposios privados murmurando que podría ser un cristiano encubierto. Sus celosos detractores le inculpaban de ello aduciendo su falta de atención a los sagrados ritos de los verdaderos dioses patrios y su ausencia crónica de los espectáculos violentos. De hecho, su costumbre de abstenerse de los entretenimientos mundanos y del culto de los dioses casi le costó un disgusto durante la breve persecución que realizó el emperador Decio a esa abominable secta oriental.

La verdad era muy diferente. Apio consideraba igual de dañinos para el estado a los fervorosos tradicionalistas, que defendían fanáticamente la pureza de los dioses patrios, la moral y la ética romana frente a las nuevas divinidades orientales y sus tendencias exóticas – pero que evitaban por todos los medios que sus hijos se alistasen voluntarios en las legiones mientras sus hijas eran devotas secretas de los misterios de Isis(27) o de un sedicioso carpintero judío – que a los oscuros y clandestinos cristianos que propagaban ideas pacifistas, y por ello subversivas contra el Imperio y el ejército, promulgando el amor a los semejantes incluyendo en “semejante” a bárbaros y esclavos. Sus pueriles y mentecatas creencias incentivaban a sus adeptos con una presunta vida de ensueño después de la muerte junto a su único Dios invisible para todos aquellos que se afiliasen a su funesto culto y se martirizasen por él en ésta vida, la única que tenemos.

Apio Antonio era de la escuela y pensamiento del bético Séneca o de su pupilo, su sobrino Lucano, ambos eruditos estoicos y parcos en pérfidos lujos mundanos e ideales ingenuos. Y así, con esa filosofía, había intentado educar a sus dos hijos aunque las malas influencias de los compañeros de cuadrilla de su hijo mayor, otros mozalbetes vástagos de la ciudadanía local de vida disoluta y carentes de moralidad, habían truncado su deseo de apartarlo de los peligros de los dados, las apuestas, los gladiadores y las frecuentes visitas a los lupanares de bellezas pelirrojas importadas de los densos e impenetrables bosques del norte de Britania.

Una sonora fanfarria al toque de trompas y pífanos anunció la llegada de las acicaladas autoridades custodiadas por un contubernio de milicianos locales y una especie de lictores(28) que imprimían al conjunto un toque imperial con cierto sabor provinciano. Una vez acomodados los dignatarios comenzó el desfile, saliendo desde la Porta Pompae(29) los participantes de las carreras. Por los altos arcos aparecieron en primer término dos bigae(30) ligeras en las que sendos pregoneros, pulcramente ataviados, anunciaban la inminente aparición de los héroes de la tarde y sus patrocinadores. Acto seguido irrumpieron en la arena las aclamadas cuadrigas de Lisandro, Crisus y otros dos aurigae más que completaban los cuatro colores con los que el público se identificaba hasta el disturbio y con los que los felones corredores de apuestas hacían cada día de carreras su pingüe y truhán negocio.

El bello Crisus, campeón de aquel año, con una indumentaria similar a un mirmillón(31) pero luciendo un pequeño yelmo de estrecha e hirsuta cimera roja en vez del típico casco repujado, era el paladín del Rojo. Conducía una bella y curvilínea cuadriga, ligera pero robusta, pintada en un brillante color bermellón y rematada con guarniciones doradas que cuatro negros corceles impulsaban tan suavemente como si se deslizase por placas de hielo.

Su oponente y aspirante al triunfo, el joven Lisandro, vestido con elegantes ropas griegas al puro estilo de Aquiles, ajustado bonete de cuero y fusta en mano, el defensor del Blanco, no le quedaba a la zaga. Montaba sobre una esbelta cuadriga nacarada y engalanada en sus laterales con una abundante cornucopia de plata sobre seis venablos cruzados, el símbolo de la ciudad, cuyo resplandor al quedar expuesta a los inclementes rayos del sol cegó por un instante a algunos espectadores. Cuatro blancas yeguas de lacias crines grises constituían el tiro del impresionante carro.

El resto de participantes, dos aurigae de menor repercusión en los garitos de apuestas, también lucían petos de cuero trabajado y sendas cuadrigas, que no por ser menos lujosas no parecían más simples. Y no menos lustrosos eran los caballos bayos que las arrastraban. Eran los paladines del Verde y el Azul, los colores habituales del Ejército y el Senado que, obviamente, no eran muy populares fuera de los círculos del poder de la Urbe.

Los cuatro aurigae se dirigieron hacia el centro de la pista, deteniéndose a media spina, frente al palco de autoridades. Desde la privilegiada posición de Tito, la familia Antonia podía ver reflectar los bruñidos remaches de los trajes, los reflejos de los carros y el sudor de los jumentos como si al lado mismo de ellos estuviesen. Después de solicitar la venia a las autoridades, los cuatro conductores, rienda en la diestra, fusta en la opuesta y yelmo calzado, quedaron pendientes de que el duunviro soltase el paño blanco desde la balconada del pulvinar indicando con ello el inicio de las siete vueltas que los atrevidos aurigae deberían de realizar.

El personal de apoyo, después de rastrillar la tierra batida de la pista a conciencia, se encontraba presto en las escalinatas de la spina, un murete de poco más de seis pies de altura que formaba el eje del hipódromo sobre el que los carros debían girar. La spina del circo de Valentia no era tan sofisticada como la de los grandes recintos de Roma, Emérita Augusta o Tarraco. No contaba con un obelisco egipcio como en la del Circo Máximo de Roma ni con colosales efigies de Júpiter y Saturno como en la de Tarraco. Pero si contaba con unas bellas estatuas de mármol pintado de Marte y Diana en cada extremo, ambas de varios pies de altura, donadas en su día a la ciudad por el emperador Trajano, cuyos complementos estaban forjados en un oro tan puro que relucía como el sol en días tan nítidos como aquel. Los musculosos esclavos nubios encargados de girar las Septem Ova[5] cada vuelta completada ya estaban dispuestos, el sacerdote de Júpiter había realizado el auspicio correspondiente con resultado satisfactorio y los asistentes de los establos y de la enfermería estaban listos y en sus puestos. Había llegado tan esperado momento. Una vez más, el gran espectáculo del Ludus Maximus(32) podía comenzar.

Y la mappa(33) cayó desde la mano del duunviro(34) de turno mientras el pretencioso Quinto Gabinio se vanagloriaba de la gran carrera de cuadrigas con la que pretendía agasajar a su próximo electorado. Y, nada más ver caer la vaporosa tela blanca de la mano del primer magistrado de la ciudad, los aurigae restallaron sus fustas sobre el lomo de los encabritados corceles, quienes arrancaron cuales furias entre el griterío del público y una soberbia polvareda. Podía reconocerse en las gradas a los seguidores de los diferentes colores ya que la gente solía vestirse en días así a tono con los colores de su apuesta. Podía verse como diminutos puntos rojos, verdes, blancos y azules alentaban o increpaban, dependiendo de quien liderase la carrera, a los afanados aurigae que bastante trabajo tenían controlando a sus bestias desbocadas cuando llegaban a una de las dos cerradas curvas del recorrido.

Lisandro le arrebató el liderato en la primera vuelta a Crisus, el cual perdió parte del trazado corto al abrirse en exceso en la segunda curva, fallo que aprovechó sin titubear el joven aspirante. Así siguieron tres vueltas más en un ambiente cada vez más encrespado por la tensión, el calor y la intensa nube de polvo que provocaba el agudo galope de los equinos. Los aurigae fustigaban sin compasión a sus corceles alentados por los gritos de sus respectivos seguidores. Competían ausentes del resto del mundo, concentrados en cada passuum(35) que recorrían a tan gran velocidad. Uno de los otros aurigae menos populares, el que ostentaba la tercera posición, chocó con las ruedas de Crisus en la curva de la Porta Triumphalis durante la cuarta vuelta. Perdió el control de su cuadriga y cayó de bruces al polvoriento suelo a tiempo justo de reptar hábilmente hasta el amparo de la spina y así salvarse de una horrible muerte segura coceado por los caballos de su inmediato perseguidor…

Valentia, las memorias de Cayo Antonio Naso
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