VII

Crisandro me recriminó repetidas veces por mi absurdo enfrentamiento con el poderoso e inexperto Imperator durante el camino de vuelta al puerto, discutiendo conmigo la inconveniencia de mostrar simpatías por tal o cual causa ante gente tan importante y poderosa, patricios que podrían hacerte arrestar bajo cualquier superfluo cargo para acabar tus días siendo comida para las fieras durante los juegos apolinares. Le pregunté por Termógenes, el usurero que sería nuestra salvación en caso de desastre. Me comentó que le conocía, que tenía su casa muy cerca del foro, en la esquina de la calle de los plateros con el Cardo, pero que en aquel momento no estaba en la ciudad. Había partido hacía tres días hacia Osca para asistir a los esponsales de su hija con un potentado lacetano, que seguramente sería la inocente coartada para negociar en la clandestinidad algún importante préstamo para las necesitadas arcas de los insurgentes.

Descendimos de la ciudad alta por una calzada tendida a través de una suave pendiente hacia el distrito portuario. Recorrimos el camino amenizados por los trinos de los pájaros que jugueteaban entre los numerosos matorrales de espliego y romero que nos embriagaban con su penetrante olor. Pasamos por los altares de Vesta, Saturno y Neptuno que jalonaban el trayecto, todos ellos repletos de lucernas y exvotos diversos de los marinos y mercaderes necesitados de las bondades de los siempre tornadizos dioses.

Llegamos al muelle bien entrada la tarde después de atravesar las sinuosas callejuelas del antiguo poblado ibérico. Los sudorosos esclavos estaban concluyendo las labores de estiba de los numerosos navíos allí congregados, los primeros llegados a la ciudad desde la apertura de las rutas marítimas. Un grupo de esclavos porteadores, forzosamente motivados por el áspero látigo de un recio y peludo capataz, acababan de meter en la bodega de la “Europa” cincuenta cajas de fina loza ática que contenían cráteras y jarras delicadamente pintadas con bellas escenas de la Odisea. Buen negocio, pensé, pues serían fácil pasto de las matronas valentinas en los tenderetes del mercado del foro. El valor de dicha mercancía sobrepasaba con creces al del vino por lo que quedé doblemente agradecido del altruista massaliota.

Allí seguía Isbataris, entre fardos, tinajas y vituallas, ultimando la colocación de la frágil loza, sujeto por su férrea mano al esparto de la escala y dando las órdenes pertinentes a sus hombres para la correcta colocación de la carga. No era un asunto baladí pues un repentino desplazamiento de la carga durante una galerna nos enviaría irremediablemente a las profundidades marinas. El gubernator me confirmó que el vino del griego ya estaba en su destino y los aranceles satisfechos a los funcionarios portuarios.

Las quinientas nueve ánforas se distribuyeron en distintos carromatos hacia sus diferentes almacenes. Crisandro separó al margen de éstos envíos a dos de sus esclavos de confianza y a un encorvado arriero, el cual cubría su cetrino rostro del resol vespertino con un amplio sombreo de paja mientras esperaba su valiosa carga. Y tan valiosa, puesto que era un ánfora de las especiales R además de otras delicadezas consistentes en unas tabletas de miel y almendras, una tinaja de higos confitados con nueces, un queso viejo de Ilorci y dos ánforas de espeso garum de caballa elaborado en Dianium, todas ellas seleccionadas por el griego para congraciarse con Pompeyo. Una vez estas mercancías estuvieron dispuestas para su transporte el arriero y los esclavos partieron hacia el inmenso campamento del imperator.

Crisandro les entregó una tablilla, la cual redactó en griego con mi colaboración, que decía:

Para el imperator de Hispania Cneo Pompeyo Magno:

Espero que este vino, de gran cuerpo y matices frutales, te reconforte durante la larga marcha que te espera en esta ardua campaña.

Afamados y conocidos en toda Iberia son los viñedos de la campiña de Edeta y el exquisito néctar que sus uvas tintas producen. La R que puedes ver en la tesera del ánfora de la familia Antonia implica que este vino procede de una selección reservada, exactamente de la mejor cosecha del año del primer consulado de Lucio Cornelio Cinna(285).

Siempre a tu servicio, que los dioses te sean propicios.

Crisando de Massalia

Me despedí con un gran apretón de manos del bueno de Crisandro, el cual se había jugado una más que segura repercusión colateral por parte de los cuestores municipales a causa de su amistad con aquel joven edetano insolente...

Aquella noche me tocó dormir en un incómodo camastro balanceándome a bordo de la “Gorgona”. No es sabio exigirles a los demás lo que uno no está dispuesto a hacer. Por ello no se les puede pedir disciplina a tus hombres si uno no se rige por la misma.

No negaré que mi escueta entrevista con Cneo Pompeyo me dejó frío. La idea de volver a Valentia y dar la alarma general me pasó por la cabeza de forma recurrente durante días. Di vueltas y más vueltas en mi duro jergón, cavilando sobre el incierto futuro del territorio, pero me serené, y como bien decía aquel sabio ateniense, “deja a los políticos la política y a los militares la guerra, nosotros a lo nuestro”.

¡Cómo me costaba convencerme a mi mismo de que aquella máxima era mi mejor opción!

Realmente, nunca he sido un fanático, ni siquiera en mi juventud, momento dorado de la existencia humana en el que hasta un esclavo sueña con ser el gran Alejandro. Si lo hubiese sido, el que con los años sería el alabado Pompeyo Magno, grande de Roma, habría quedado tendido en un charco de sangre aquel soleado día de Martius. Tuve la ocasión de asestarle tantas puñaladas con mi oculto pugio(286) íbero como su escolta hubiese tardado en reaccionar, las suficientes para haberlo enviarlo al Hades... pero no lo hice.

Me dormí pensando en que tuve el futuro la Citerior en mis propias manos. Corto me quedé; años después me he dado cuenta de que realmente tuve en mis manos la primera oportunidad de cambiar el destino de mi Valentia, el de toda la región de la Edetania, el de las dos provincias de Hispania y... el de la inmensa República de Roma. La segunda no tardaría mucho en llegar…

Valentia, las memorias de Cayo Antonio Naso
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