IV
Me desperté ya después del amanecer aún medio aturdido. Me incorporé lentamente y pude observar las humeantes cenizas y el crepitar de pequeñas brasas en que se había convertido la hoguera que nos mantuvo calientes durante la desapacible noche anterior. Salí de la cavidad del acantilado que nos resguardó de la tormenta y ante mi aparecieron los restos de la “Gorgona” embarrancados en la estrecha playa. Nuestra resistente corbita estaba encerrada entre dos altos riscos jalonados por una espesa pinada. La estructura principal no parecía muy dañada, el mástil central estaba intacto, al igual que el casco, mientras la arboladura, velamen y demás elementos periféricos de la cubierta sencillamente ya no estaban. El vendaval y el fuerte oleaje habían dado buena cuenta de ellos. Algunos restos de las jarcias, traversas de la mura, trozos diversos y jirones de la mayor estaban esparcidos entre los espumosos guijarros de la playa.
En la orilla del entonces verde mar, analizando la nave con mirada pensativa, estaban Epinondas, con la cabeza vendada con un retazo de su deslucida túnica, y Artemio, con su brazo derecho rodeando el abdomen y el codo de su brazo izquierdo descansando sobre él. Tenía el dedo índice apoyado en la mejilla y estaba completamente absorto en la forma de reflotar eficientemente aquel amasijo embarrancado de cuerdas y maderos.
Buenos días, amigos; parece que aún tenemos barco… ¿No? – les dije amistosamente buscando su sincera respuesta –
Pues sí, eso parece, domine. Aparentemente, a simple vista la estructura principal está intacta. Ahora nos falta entrar y ver que sorpresas nos guarda Fortuna en su interior. Temo por el estado de la carga, las solidez de las mamparas y el resto de aparejos – me contestó el piloto con gesto dolorido, moviendo el cuello en círculos al hablar –
Pues nada, cuando creáis conveniente trepamos a cubierta y salimos de dudas – les contesté animado –
¡Pues vamos allá! Nuestro desayuno está allí dentro… ¡Todos a las escotas! – ordenó Artemio, alegre y flemático –
Los dos gobernantes de la nave y yo, ayudados por el resto de la tripulación que ya se había reincorporado a la faena, comenzamos a escalar por las tensas maromas que habían sujetado el zarandeado casco durante aquella noche horrenda. Cuando comencé a trepar por la áspera soga que llevaba al anclaje de proa me di cuenta de las importantes quemaduras que me habían salido en ambas manos fruto del titánico esfuerzo de la noche anterior al remolcar la nave estirando del rudo esparto. Un dolor punzante y agudo me atería los brazos mientras trepaba, reventándoseme las gruesas bambollas mientras lo hacía. Ya una vez en cubierta rasgué mi túnica con mi afilada daga y corté dos amplias tiras de tela con las que protegí mis afligidas manos. “Dónde estás ahora, Menufeth” – pensé para mis adentros – “seguro que tendrías en tu bolsa un remedio infalible para estas estúpidas heridas”
En breves instantes el timonel, el gubernator y tres marineros más nos encontrábamos de nuevo a bordo de la “Gorgona”. Aquellas aguerridas gentes tenían la piel de las manos como el culo de uno de esos extraños y gordos animales de las fuentes del Nilo – hipopótamos(294) les llamaban los comerciantes griegos – de piel tan dura como el cuero curtido. Viendo la destreza y resistencia al esfuerzo de aquellos marinos, ni se me ocurrió comentar nada de mi patético suceso para evitar chanzas y burlas entre la tripulación. Epinondas se dirigió a popa para comprobar el estado de la caña del timón y la caseta de la toldilla. Los tres marinos revisaron los cordajes, los mástiles del trinquete y la mayor mientras que Artemio y yo nos adentramos en la oscuridad de la bodega para examinar lo más delicado… el estado de las cuadernas, la carga y las posibles vías de agua que se hubiesen abierto tras el impacto de la quilla en la pedregosa cala.
Bajamos la escalerilla, prudentemente iluminados por una simple antorcha, sorteando múltiples trozos de terracota de ánforas y tinajas reventadas, madejas de maromas, sacos de grano y algunos malolientes restos orgánicos de los aterrados esclavos diseminados por toda la cubierta interior. Revisamos los anclajes de las tensas redes que mantenían sujetas las ánforas del vino, aparentemente intactas salvo una, así como el resto de pertrechos, sin observar daños relevantes en la estructura del casco ni en el revestimiento. Sólo pudimos evidenciar como los camarotes de popa, dónde teníamos nuestros cubículos privados, estaban parcialmente anegados. Pero también pudimos comprobar con satisfacción que la inundación estaba producida más por la causa de las filtraciones de lluvia desde cubierta y el vino derramado de las tinas rotas que a causa de algún boquete en el sólido casco. Una vez hechas las comprobaciones pertinentes salimos de nuevo a la claridad del día acarreando un saco de avena, dos cabras, salchichas ahumadas y una reconfortante ánfora que tenía una brecha en su cuello. Ya en cubierta cargados con el desayuno nos reunimos con el piloto y el resto de la tripulación…
¿Cómo están las cosas por ahí bajo? – nos interrogó Epinondas desde la toldilla al vernos salir cabizbajos de las revueltas entrañas del buque –
Pues mejor de lo que pensábamos. Los dioses nos son propicios; las únicas herramientas que necesitaremos en la bodega son una escoba y un poco de incienso o aceites perfumados para quemar la peste a mierda que atufa ahí dentro – dijo Artemio con buen humor, secundando con una carcajada colectiva su realista diagnóstico –
Pues por aquí las cosas no están tan bien, domine. Hemos perdido los dos timones, la mayor y su verga, el trinquete está astillado y su vela rajada por dos puntos. Pero no todo son malas noticias; el resto de la cubierta y los aparejos están en buen estado – explicó Epinondas mientras recomponía su gesto después de la risotada que le había abierto de nuevo su tierna herida –
¿Qué proponéis para volver a botar el navío y proseguir viaje? – les dije a ambos –
Por suerte, mi madre me enseñó a no fiarme ni de los ediles, por lo que tenemos otra mayor de reserva plegada en la bodega. Cesio y ese gigantón contestano pueden ir al bosque y talar uno de aquellos hermosos pinos. Con la madera que traigan podríamos fabricar una nueva verga temporal para la mayor y un trinquete nuevo para sustituir el astillado. En la sentina tenemos sierras, tres bobinas de duras maromas de Saltigi(295), brea, aguja e hilo grueso oretano. Para el delicado asunto de los timones propongo serrar las bordas entre el mástil y la caseta.
Sí – añadió el piloto –, podremos fabricar dos timones compactos que nos permitan maniobrar sin miedo hasta llegar al próximo puerto, siempre y cuando este cascarón aguante. La borda la podemos reemplazar con nuevas traversas de pino cruzadas y prieto cordaje…
¿Qué os parece? – expuso Artemio explayándose en su indudable capacidad como capitán –
Me parece la mejor opción, Artemio. No podemos quedarnos de brazos cruzados esperando que Isbataris nos encuentre. Tenemos agua potable sólo para tres días y desconocemos si hay arroyos o caza en la isla, así que mejor será que movamos nuestros traseros y salgamos de aquí cuanto antes. Bajemos a desayunar todos juntos y recobremos fuerzas. Epinondas, supervisa la fabricación del timón, en ti recae la responsabilidad de sacarnos de esta isla – contesté al grupo, yendo después raudamente cada uno a sus tareas –
Artemio y yo bajamos de nuevo a la tranquila playa. Tuve que contener de nuevo, apretando mis muelas, el punzante dolor de mis manos. El día era claro, sólo unas esponjosas nubes tiznadas de diferentes tonalidades grisáceas quedaban diseminadas por el luminoso cielo azul como triste recuerdo de la terrible tormenta que nos había hecho naufragar. Los hombres bajaron desde cubierta las cabras atadas por las pezuñas. Las pobres bestias balaban constantemente presas de un nerviosismo idéntico al de los marinos. Una vez estuvieron en tierra, bajamos con cuidado la frágil ánfora de vino y el resto de vituallas.
Gubernator… ¿Qué sabemos de Mario y Cesio? ¿Habrán conseguido contactar con el resto de la expedición? – le pregunte a Artemio mientras nos dirigíamos caminando dificultosamente entre los guijarros hacia el improvisado campamento prestos a encender el fuego necesario para la preparación del desayuno. Nos rugían las tripas –
Artemio cubrió su moreno rostro con la palma de la mano, creando un poco de sombra en sus ojos, y alzó el brazo derecho, indicándome un difuso punto sobre uno de los ralos riscos que cerraban la cala:
Mario sigue en aquella atalaya realizando aspavientos con su antorcha, pero mucho me temo que nuestros compañeros pasen de largo. Por lo que me ha contado Cesio cuando ha bajado del cerro al final de su turno poco después del alba, piensa que nos encontramos en una recóndita caleta, posiblemente de la zona sur de Ilva u otra pequeña isla del archipiélago tirreno.
Sólo Ilva tiene cierta frecuencia de navíos en sus costas por sus famosos vinos y ricas minas de hierro, pero el resto de los atolones son prácticamente islas desiertas… y muy bonitas, por cierto – le expliqué como autoridad en la materia, recordando un viaje por el Tirrenum que me relató mi padre durante una fría noche de invierno –
Así es, domine; cuenta la leyenda que un lejano día, allá por los albores de los tiempos, la enojada Venus rompió su bella diadema de perlas sobre este lugar y de que cada uno de los siete trozos en los que quedó la joya troceada corresponde a las siete paradisíacas islas de este apartado archipiélago – me señaló Artemio, buen conocedor de las historias y aventuras de los dioses y los héroes –
Esperemos que Epinondas y sus hombres acaben las reparaciones antes de que nos bebamos la sangre de las cabras en este apartado pedrusco – le contesté; deseaba inferirle la máxima celeridad a sus tareas –
No te preocupes, domine; antes de tres días estaremos en Ostia junto al resto de la expedición.
Una vez quedó todo dispuesto, y sabiendo la tremenda superstición de mi gente, me dirigí a Artemio y le solicité que congregara a los hombres alrededor de un pequeño peñasco que sobresalía de la uniforme playa. Era un perfecto altar improvisado para realizar el necesario sacrificio al dios. Cuando estuvo congregada la tripulación, Epinondas me acercó una de las cabras, cuyo cuello coloqué sobre el filo de mi daga. Un silencio profundo invadió la cala dónde como único ruido se sentía el rítmico rumor de las olas:
¡Escucha mi ofrenda y mi plegaria, poderoso Poseidón! Señor de los Mares y los Ríos, protector de los caballos y los navegantes, estos humildes mortales te brindamos esta ofrenda por tu gran ayuda al permitirnos sobrevivir a la furia de tus aguas. Con ella te rogamos que nos dejes seguir nuestro camino y no dudes que te honraremos como mereces cuando regresemos a nuestras casas – invoqué serenamente con el rostro a medio cubrir por el dobladillo de mi sayo, alzando mis manos y rostro a los cielos ante la mirada atónita de mi crédula tripulación –
Tras recitar la sencilla plegaria le cercené el cuello de la víctima, derramando su sangre caliente sobre los redondos guijarros de la orilla como parte del ritual necesario para aplacar la cólera de la divinidad. Con la carne del animal sacrificado preparamos a mediodía un sabroso asado para recuperar fuerzas. Antes de disolver aquella ceremonia de agradecimiento a la deidad marina, Artemio abrió el ánfora recién desembarcada y le entregué también una generosa libación al omnipotente dios como homenaje a las seis vidas que nos había arrebatado durante la noche anterior. Que fuesen las últimas – pensé agnósticamente –