IV

Despuntaba la gris mañana cuando la birreme cilicia remontó la perezosa corriente del Tyris a golpe de remo hasta llegar al brazo fluvial. Todo estaba abandonado, los campos permanecían sin labrar a pesar de lo avanzado del mes de December. Los matojos de las riberas y los despojados troncos de los chopos estaban perlados del relente nocturno, el frío llanto del amanecer, esa especie de pátina de finos cristales de hielo que las primeras luces del día derretían. No se veían campesinos, ni forzados ni hombres libres, en ninguna dirección, como si de las riberas mismas de la Estigia se tratase. Navegábamos lentamente sorteando retazos de niebla atrapados entre los juncales y bandadas de pájaros erráticos que picoteaban los escasos sembrados que, curiosamente, parecían haber sido trabajados el mes anterior como de costumbre. Nos incomodaba un funesto vaticinio, el silencio. Un silencio aterrador truncado sólo por el rítmico batir de los remos en las mansas aguas del Tyris y el graznido de las aves que nuestra presencia espantaba. Parecía que, inconscientes, remontáramos el Aqueronte(509).

Después de salvar el suave meandro del río divisamos el informe relieve de lo que quedaba de mi querida Valentia. Nunca podré quitarme de la mente, por muchos años que los dioses me permitan ver el mundo, la imagen de desolación que presentaba la que fue una boyante colonia latina. Atracamos en los restos del muelle fluvial y soltamos la pasarela, no sin un poco de pericia, afianzándola en los sillares del tinglado. Bajamos unos cuantos nostálgicos – mi hermano, Menufeth, Isbataris y yo – acompañados por cinco de los rudos hombres de Demetrio, bien armados y atentos, como precaución ante los posibles inconvenientes que encontrásemos en el interior de la ruinosa y espectral ciudad. Restos de ánforas oleaginosas de ochenta libras, reses muertas, infladas y rígidas y sacas de cereal arrugadas y vacías se amontonaban frente a los bastimentos de los almacenes portuarios, convertidos junto a los restos del encharcado complejo de Neptuno en un vasto conglomerado de tizones, barro, ramas secas y cañas amalgamadas.

Dejamos el puerto y seguimos caminando siguiendo el trazado de la presunta calzada secundaria hacia el interior de la ciudad. El foso también estaba anegado de los endebles ramajes de los álamos del paseo que arrancó la crecida, cañizo, lodo oscuro y repleto de cuerpos inertes medio sepultados por aquel tétrico adobe. Entramos entre muros por lo que quedaba en pie de la Porta Saguntina. En aquel fatídico baluarte reducido a cascotes había sido donde me golpearon la cabeza y había perdido el sentido durante el asalto. El Cardo Máximo presentaba un aspecto espeluznante. La mayoría de las casas a ambos lados de la calle habían sido consumidas por el fuego y engullidas después por la inundación. Por ello las tinturas blancas y granates que habían cubierto originariamente sus muros eran entonces de toda gama de marrones, enlodadas hasta los zócalos y tiznadas de hollín en los pocos muros que seguían erguidos. El nivel del suelo había subido varios pies a causa del barro seco que había arrastrado el aluvión del Tyris y que había cubierto alcantarillado y losas. La cosa no mejoró según seguíamos avanzando hacia el centro de la ciudad buscando la intersección con el Decumano Máximo.

Después de caminar sorteando los cúmulos de escombros y los hediondos charcos fangosos de los que sobresalía algún despojo humano, medio descompuesto o mordisqueado por las alimañas, nos acercamos a la casa en la que se había establecido el nuevo negocio de Menufeth. El egipcio se quedó inmóvil, impasible, viendo como todo su trabajo, todo su esfuerzo, se había convertido en un amasijo de deshechos, brozas y piedras calcinadas. Cientos de cristalillos de vidrio, herramientas retorcidas, astillas y fragmentos de ungüentarios de loza y ánforas de aceites tópicos salpicaban los embarrados restos de lo que había sido la sala de curas de su consulta. Todos aquellos fragmentos eran los lúgubres testigos del cruel e irracional destrozo que habían provocado la ira de la guerra y la posterior riada. Menufeth pasó de la parálisis al abatimiento, con la túnica empapada de fétido y oscuro barro y sentado en el podio de arenisca en el que en otros felices tiempos había estado la hermosa estatua de Esculapio que presidía el atrio y que, ante él, estaba hecha añicos. Se quedó absorto, jugando con un bisturí y un estilo enmohecidos que había sacado de entre los cascotes. Era la triste tónica de su vida, hora de empezar de nuevo.

La imagen más lamentable que recuerdo de aquel día fue cuando giramos a la derecha al llegar al Decumano. Desde aquel sagrado punto donde se hallaba el lugar primigenio en el que mi abuelo y sus compañeros habían trazado las calles de la ciudad pudimos ver ante nosotros parte de la terrible perspectiva de la extensa plaza del foro asolada y convertida en una horrible y ponzoñosa charca. Entramos hasta la esquina de la calle y quedamos mudos ante la horrorosa visión de lo que había sido el centro de actividad de la colonia. Pedestales y capiteles hechos gravilla, estatuas de mármol mutiladas hundidas en el cieno, las tabernas de los pórticos derruídas… A nuestra izquierda se erguía aún parte del templo de Júpiter, como una isla de grises ruinas en el centro de una ciénaga, pues el podio de piedra sobresalía de la fangosa planicie y sólo quedaba sobre él la base de la columnata. Todo el friso superior y el techo de tejas rojas se habían desplomado sobre la efigie del dios. A nuestra derecha había un montículo de vigas calcinadas, columnas y cascotes sobre lo que fueron las dependencias de la Curia. Y, precisamente, enfrente de allí, bajo las onzas y onzas de escombros de lo que había sido la sede de la administración local, estaba sepultado el cuerpo de mi padre.

Mi hermano y yo llegamos enfangados hasta media pantorrilla frente a la supuesta entrada del edificio. Era imposible avanzar más. Sólo las ratas, culebras, cucarachas y demás bichos rastreros podían adentrarse en semejante trampa de barro, cadáveres putrefactos y escorias. Nos quedamos allí parados cubriéndonos la boca para no vomitar hasta las gachas de las pasadas Faunales, nos miramos el uno al otro y, tras un largo espacio de tiempo en el que rememoré en mi mente con todo detalle todos los terribles sucesos que había vivido meses atrás en aquel mismo escenario, realicé una sencilla y sincera plegaria a nuestros dioses familiares para que velasen por nuestro padre el mundo subterráneo. Arrojé un as valentino de los últimos que acuñó la ceca local a los escombros de la basílica como peaje para el escuálido y gruñón Caronte y dimos media vuelta hacia el Decumano Máximo. La ciudad era totalmente inhabitable. Lloviznaba. Un frío húmedo y desagradable se colaba desde los pies sumergidos en el fango hasta el interior de la túnica, te erizaba el cabello de la nuca y te punzaba como alfileres hasta los huesos. Sólo de pensar en como el implacable calor del verano y las bandadas de mosquitos habrían machacado implacablemente aquel infecto barrizal hacía pensar en que el cónsul Junio Bruto se equivocó de lugar al emplazar su flamante colonia de veteranos. Ya no se podía vivir en un pantano pestilente como aquel. Y todo indicaba que no quedaba nadie con vida en muchas mille passuum a la redonda y con los suficientes arrestos para sanear aquella charca de muerte, drenarla, inhumar decentemente los cadáveres y recuperarla para el uso urbano. Valentia estaba irremisiblemente condenada al olvido por la vanidad de los hombres y la ira de los dioses. Aquella vez no había gentes limpiando las columnas con agua y vinagre como, de niño, sucedió después de la primera riada. Aquella vez parecía la definitiva.

Cuando conseguimos regresar al barco nos abordó una caterva de tullidos y pordioseros mendigándonos comida. Apestaban. Era un nutrido grupo de supervivientes macilentos que, según decían entre sollozos y lamentos, malvivían en las pocas domus en pie de la ronda este, la zona del templo de Esculapio, la menos afectada por el fuego y la inundación. Habían sobrevivido al saqueo, habían sido vejados y torturados por los vascones, habían tenido que comer entre la basura para sobrevivir después del incendio y muchos de ellos habían muerto de fiebres tras la riada al beber y comer cosas en mal estado a causa del calor, el barro y los cadáveres descompuestos. Los cilicios, inflexibles y nada compasivos con las penurias ajenas, los apartaron de la pasarela a base de palos. Un nudo me asfixiaba la garganta cuando les veía sacudir a aquella pobre gente de piel descolorida y sucia dentadura, rogando desesperadamente una salida digna de aquel pozo de inmundicias. Uno de ellos llegó a ofrecernos a voz en grito los favores de su famélica hija a cambio de un modio de trigo[71]. Me avergoncé. Yo no era muy diferente de ellos. Yo también había vivido allí y escapé de aquel infierno gracias a un capricho de los dioses, pero ellos no pudieron… Menufeth nos aconsejó enjuagarnos bien manos y pies de aquel barro ponzoñoso para evitar contagiarnos de las enfermedades de los miasmas.

Después de subir la pasarela me encaramé al castillo de proa y eché la última mirada atrás buscando atisbar el relieve ruinoso de mi vieja casa familiar. Tendría que pasar mucho tiempo hasta que aquella pseudo necrópolis pantanosa envuelta en la niebla se repoblase. Mucho.

Valentia, las memorias de Cayo Antonio Naso
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