CAPÍTULO CVII
Cómo llegados los rebeldes cerca de los navíos, salió el Adelantado a darles batalla, y los venció, prendiendo a su Capitán Porras
Perseverando los rebeldes en su mal ánimo y propósito, llegaron hasta un cuarto de legua de los navíos, a un pueblo de indios llamado Maima, donde después edificaron los cristianos una ciudad llamada Sevilla. Sabida por el Almirante la intención con que iban, resolvió enviar contra ellos al Adelantado su hermano, para que con buenas palabras los redujese a sano juicio y arrepentimiento, pero con compañía bastante para que si quisiesen ofenderle, bastase para resistirles. Con esta determinación sacó el Adelantado cincuenta hombres, bien armados, dispuestos a pelear en cualquier caso y con presto ánimo. Habiendo llegado éstos, por una colina, a un tiro de ballesta del pueblo donde estaban los rebeldes, enviaron a los dos que habían ido con la embajada, para que volviesen a requerirles con la paz, y el jefe de los rebeldes se abocara con ellos pacíficamente. Pero, como no eran menos los levantiscos, ni inferiores en fuerza, por ser casi todos marineros, se persuadieron de que los que venían con el Adelantado eran gente cobarde, que no se atraería a darles batalla, por lo cual no quisieron que llegasen los mensajeros para hablarles. Antes, con las espadas desnudas, y las lanzas, hechos un escuadrón, empezaron a dar gritos diciendo: «¡Mata, mata!», y embistieron al escuadrón del Adelantado, habiendo antes jurado seis de los conjurados, tenidos por los más valientes, de no apartarse uno de otro, sino ir contra la persona del Adelantado, porque muerto éste, no había que hacer cuenta de los demás. Pero, quiso Dios que todo sucediese al contrario, porque fueron tan bien recibidos, que al primer encuentro cayeron en tierra cinco o seis, la mayor parte de los que venían contra el Adelantado, el cual dio sobre los enemigos de tal suerte, que al poco tiempo fue muerto José Sánchez de Cádiz, al que se le huyó Quibio, y un Juan Barba, que fue el primero a quien yo vi sacar la espada en tiempo de su rebeldía; otros muchos quedaron en tierra mal heridos, y preso el Capitán Francisco de Porras. Viéndose tan maltrechos, como gente vil y rebelde, volvieron las espaldas y huyendo a más no poder; quería el Adelantado seguir el alcance, pero algunos de los principales le detuvieron, diciéndole que era bueno el castigo, pero no con tanta severidad, no fuese que por matar muchos, quizá los indios acordasen caer sobre los vencedores, pues ya se les veía todos armados, esperando el suceso del combate, sin arrimarse a una ni a otra de las partes. Tenido como bueno este consejo, recogió su gente el Adelantado, y se volvió a los navíos con el Capitán y otros presos; allí fue recibido del Almirante su hermano y de los otros que habían quedado con él, dando muchas gracias a Dios de tanta victoria; procedida de su mano, en que los soberbios y los malos, aunque eran más fuertes, habían recibido su castigo y perdido el orgullo, sin que de nuestra parte hubiese herido alguno, si no es el Adelantado, en una mano, y un maestresala del Almirante, que murió de una pequeña lanzada en un costado.
Volviendo a los rebeldes, digo que Pedro de Ledesma (aquel piloto de quien dijimos que había ido con Vicente Yáñez, a Honduras, y que fue a tierra, nadando, en Belén) cayó allí por unas peñas, y estuvo escondido aquel día y el siguiente, hasta la tarde, sin saber nadie de él, ni auxiliarle, más que los indios, que maravillados e ignorando cómo cortaban nuestras espadas, le abrían con las flechas las heridas, de las cuales tenía una en la cabeza, que se le veían los sesos; otra en un hombro que lo tenía abierto y colgando todo el brazo; otra en un muslo, cortado, hasta el hueso de la canilla; otra en un pie, como si le hubieran cortado una soleta desde el carcañal a los dedos. Con todos estos daños, cuando le enfadaban los indios, les decía: «Dejadme, porque si me levanto, os haré…», y con estas amenazas huían los indios de miedo. Habiéndose sabido esto en los navíos, fue llevado a una casa de paja, cerca de ellos, donde los mosquitos y la humedad bastarían a matarlo. En lugar de la trementina que era necesaria, le quemaban con aceite las heridas, que eran tantas, de más de las que hemos referido, que juraba el cirujano que en los primeros ocho días que le curó, siempre hallaba nuevas heridas; por último sanó; murió el Maestresala, de quien no se temía este fin. El día siguiente, que era lunes, 20 de Mayo, todos los que habían huido enviaron un memorial al Almirante, suplicándole humildemente que usase con ellos de misericordia, porque estaban arrepentidos de lo que habían hecho, y querían volver a su obediencia. Concediólo así el Almirante y dio un perdón general, a condición de que el Capitán quedase preso como lo estaba, para que no diese causa de nuevo tumulto. Como en las naves no habrían estado cómodos y tranquilos, y no faltarían palabras desagradables, de personas vulgares que con ligereza fomentan rumores y renuevan las injurias olviddades o disimuladas, de donde luego proceden nuevas cuestiones y alborotos, y además, porque sería difícil que se pudiese alojar cómodamente tanta gente en los navíos y proveerla de vituallas, cuando éstas ya no bastaban para pocos, acordó mandar con ellos un Capitán, por mercancías de rescate, para que yendo por la isla, los mantuviera en justicia, en tanto que llegaban los navíos que se esperaban.