CAPÍTULO XXIII
Cómo el Almirante salió a tierra y tomó posesión de aquélla en nombre de los Reyes Católicos
Llegado el día, vieron que era una isla de quince leguas de larga, llana, sin montes, llena de árboles muy verdes, y de buenísimas aguas, con una gran laguna en medio, poblada de muchos indios, que con mucho afán acudían a la playa, atónitos y maravillados con la vista de los navíos, creyendo que éstos eran algunos animales, y no veían el momento de saber con certeza lo que sería aquello. No menos prisa tenían los cristianos de saber quienes eran ellos; pero, muy luego, fue satisfecho su deseo, porque tan pronto como echaron las áncoras en el agua, el Almirante bajó a tierra con el batel armado y la bandera real desplegada. Lo mismo hicieron los capitanes de los otros navíos, entrando en sus bateles con la bandera de la empresa, que tenía pintada una cruz, verde con una F de un lado, y en el otro unas coronas, en memoria de Fernando y de Isabel.
Habiendo todos dado gracias a Nuestro Señor, arrodillados en tierra, y besándola con lágrimas de alegría por la inmensa gracia que les había hecho, el Almirante se levantó y puso a la isla el nombre de San Salvador[117]. Después, con la solemnidad y palabras que se requerían, tomó posesión en nombre de los Reyes Católicos, estando presente mucha gente de la tierra que se había reunido allí. Acto inmediato, los cristianos le recibieron por su Almirante y Virrey, y le juraron obediencia, como a quien que representaba la persona de Sus Altezas, con tanta alegría y placer como era natural que tuviesen con tal victoria y tan justo motivo, pidiéndole todos perdón de las ofensas que por miedo e inconstancia le habían hecho.
Asistieron a esta fiesta y alegría muchos indios, y viendo el Almirante que eran gente mansa, tranquila y de gran sencillez, les dio algunos bonetes rojos y cuentas de vidrio, las que se ponían al cuello, y otras cosas de poco valor, que fueron más estimadas por ellos que si fueran piedras de mucho precio.