CAPÍTULO XLVII
Cómo el Almirante descubrió la isla de Guadalupe, y lo que en ella vio
Lunes, a 4 de Noviembre, el Almirante salió de dicha isla Marigalante con rumbo al Norte hacia una isla grande, que llamó Santa María de Guadalupe por devoción y a ruego de los monjes del convento de aquella advocación, a los que había prometido dar a una isla el nombre de su monasterio. Antes que llegasen a ella, a distancia de tres leguas, vieron una altísima peña que acababa en punta, de la que brotaba un cuerpo o fuente de agua, que les pareció tan gruesa como un grande tonel; y caía con tanto ruido y fuerza que se oía desde los navíos; aunque muchos afirmaron que era una faja de peña blanca, parecida en la blancura y la espuma al agua por su áspera vertiente y precipicio. Después que arribaron con las barcas, fueron a tierra para ver la población que se divisaba desde la orilla; y en ella nadie encontraron, porque la gente había huido al monte, excepto algunos niños, en cuyos brazos colgaron algunos cascabeles para tranquilizar a los padres cuando volviesen. Hallaron en las casas muchas ocas semejantes a las nuestras y muchos papagayos, de colores verde, azul, blanco y rojo, del tamaño de los gallos comunes. Vieron también calabazas y cierta fruta que parecía piñas verdes, como las nuestras, aunque mucho mayores, llenas de pulpa maciza, como el melón, de olor y sabor mucho más suave, las cuales nacen en plantas semejantes a lirios o aloes, por el campo, aunque son mejores las que se cultivan, como luego se supo. Vieron también otras hierbas y frutas diferentes de las nuestras, hamacas de algodón, arcos, flechas y otras cosas, de las que los nuestros no tomaron alguna, para que los indios se fiasen más de los cristianos.
Pero lo que entonces les maravilló más fue que encontraron un cazuelo de hierro; si bien yo creo que por ser los cantos y los pedernales de aquella tierra del color de luciente hierro, alguien de poco juicio, que lo encontró, con ligereza le pareció de hierro aunque no lo era, como quiera que, desde entonces hasta el día de hoy no se ha visto cosa alguna de hierro entre aquellas gentes, ni yo sé que lo dijera el Almirante. Antes creo que, acostumbrando éste a escribir día por día, lo que acontecía y le era dicho, anotase con otras cosas lo que acerca de esto le refirieron aquellos que habían ido a tierra; y aunque dicho cazuelo fuese de hierro, no habría de maravillarse; porque siendo los indios de aquella isla de Guadalupe caribes, y corriendo y robando hasta la Española, quizá tuvieran aquel cazuelo de los cristianos o de los indios de aquella isla; como también pudo suceder que hubiesen llevado el cuerpo de la nave que perdió el Almirante a sus casas, para valerse del hierro; y cuando no fuese hallado en el cuerpo de la nave, sería de alguna otra nave que los vientos y las corrientes habían llevado de nuestras regiones a dichos lugares. Pero sea lo que quiera, aquel día no tomaron el cazuelo ni otra cosa, y volvieron a los navíos.
Al día siguiente, que fue martes, a 5 de Noviembre el Almirante mandó dos barcas a tierra para ver si podían tomar alguna persona que le diese noticias del país y le informase de la distancia y dirección a que estaba la Española. Cada una de aquellas barcas volvió con sendos indios jóvenes, y estos concordaron en decir que no eran de aquella isla, sino de otra llamada Boriquen[147], y ahora de San Juan; que los habitantes de la isla de Guadalupe eran caribes, y los habían hecho cautivos en su misma isla. De allí a poco, cuando las barcas volvieron a tierra para recoger algunos cristianos que allí habían quedado, encontraron juntamente con aquéllos seis mujeres que eran venidas a ellos huyendo de los caribes, y de su voluntad se iban a las naves. Pero el Almirante, para tranquilizar la gente de la isla, no quiso detenerlas en los navíos, antes bien les dio algunas cuentas de vidrio y cascabeles y las hizo llevar a tierra, contra su voluntad. No se hizo esto con ligera previsión, porque luego que bajaron, los caribes, a vista de los cristianos, les quitaron todo lo que el Almirante les había dado. Por lo cual, por su odio a los caribes, por miedo que de esta gente tenían, de allí a poco, cuando las barcas volvieron a tomar agua y leña, entraron en ellas dichas mujeres, rogando a los marineros que las llevasen a los navíos, diciendo por señas que la gente de aquella isla se comía los hombres, y a ellas las tenían esclavas, por lo que no querían estar con aquéllos; de manera que los marineros, movidos de sus ruegos, las llevaron a la nave, con dos muchachos y un mozo que se había escapado de los caribes, teniendo por más seguro entregarse a gente desconocida y tan diferente de su nación que permanecer con tales indios, que manifiestamente eran crueles, y se habían comido a los hijos de aquéllas, y a sus maridos; dícese que a las mujeres no las matan ni se las comen, sino que las tienen por esclavas.
De una de ellas se supo que a la parte del Sur había muchas islas[148], unas pobladas y otras desiertas; las cuales, tanto aquella moza como las otras, separadamente, llamaron Yaramaqui, Cairoaco, Huino, Buriari, Arubeira y Sixibei. Pero la tierra firme, que decían ser muy grande, tanto ellas como los de la Española, llamaban Zuania. Porque en otros tiempos habían venido canoas de aquella tierra a comerciar con mucho gievanni[149], del que decían que lo había en dos tercios de una islilla no muy lejana. También dijeron que el rey de aquella tierra de donde huyeron había salido con diez grandes canoas y con 300 hombres a entrar en las islas vecinas y tomar la gente para comérsela. De las mismas mujeres se supo donde estaba la isla Española, pues aunque el Almirante la había puesto en su carta de navegación, quiso, sin embargo, para mejor información, saber lo que se decía de ella en aquel país, Muy luego habría partido de allí, si no le dijesen que un capitán llamado Márquez[150], con ocho hombres, había ido a tierra sin licencia, antes de ser de día, y que no había vuelto a los navíos, por lo que fue preciso que se mandase gente a buscarlos, aunque en vano, como quiera que por la gran espesura de los árboles no se pudo saber cosa alguna de aquéllos. Por lo cual, el Almirante, a fin de no dejarlos perdidos, y porque no quedase un navío que los esperase y recogiese, y luego no supiera ir a la Española, resolvió quedarse hasta el día siguiente. Por estar la tierra llena de grandísimos bosques, como dijimos, mandó que se tornase a buscarlos, y que cada uno llevase una trompeta y algunos arcabuces, para que aquéllos acudiesen al estruendo. Pero éstos, después de haber caminado todo aquel día, como perdidos, volvieron a los navíos sin haberlos encontrado, ni saber noticia alguna de ellos. Por lo cual, viendo el Almirante que era la mañana del jueves, y que desde el martes hasta entonces no se sabía nada de ellos, y que habían ido sin licencia, resolvió seguir el viaje, o cuando menos hacer señal de quererlo continuar en castillo de aquéllos. Mas a ruegos de algunos amigos y parientes se quedó, y mandó que en tanto los navíos se proveyesen de agua y leña, y que la gente lavase sus ropas. Y mandó al capitán Hojeda[151] con cuarenta hombres para que, al buscar a los perdidos, se enterase de los secretos del país; en el cual halló maíz, lignáloe, sándalo, gengibre, incienso y algunos árboles que, en el sabor y en el olor, parecían de canela; mucho algodón y halcones; vieron que dos de éstos cazaban y perseguían a otras aves; e igualmente vieron milanos, garzas reales, cornejas, palomas, tórtolas, perdices, ocas y ruiseñores. Y afirmaron que en espacio de seis leguas habían atravesado veintiséis ríos, en muchos de los cuales el agua les llegaba a la cintura; aunque yo creo más bien que, por la aspereza de la tierra, no hicieron más que pasar un mismo río muchas veces.
Mientras ellos se maravillaban de ver estas cosas, y otras cuadrillas iban por la isla buscando a los perdidos, éstos llegaron a los navíos, viernes a 8 de Noviembre, sin que de nadie fuesen hallados, diciendo que la gran espesura de los bosques había sido la causa de perderse. Entonces el Almirante, por dar algún castigo a su temeridad, mandó que el capitán fuese puesto en cadena, y los otros castigados en las raciones de comida que se les daba. Luego que salió a tierra, vio en algunas casas las cosas ya mencionadas y, sobre todo, mucho algodón hilado y por hilar, y telares; muchas cabezas de hombres colgadas, y cestas con huesos de muertos. Dijeron que estas casas eran mejores y más copiosas de bastimentos, y de todo lo necesario para el uso y servicio de los indios, que ninguna otra de cuantas habían visto en las otras islas, cuando el primer viaje.