CAPÍTULO LI
Cómo el Almirante salió de la Navidad, y fue a poblar una villa que denominó la Isabela
Considerando el Almirante la desdicha de los cristianos perdidos, y la mala suerte que tuvo tanto en el mar como en aquel país, pues una vez perdió la nave y otra la gente y la fortaleza, y que no lejos de allí había lugares más cómodos y mejores para poblar, el sábado, a 7 de Diciembre, salió con su armada, yendo hacia Levante, y llegó, a la tarde, no lejos de las islas de Monte Cristo, donde echó anclas. Al día siguiente, pasó, frente a Monte Cristo, por las siete islillas bajas que hemos mencionado, que si bien tenían pocos árboles, pero, no sin belleza, porque en aquella estación, que corría el invierno, encontraron flores, y nidos, unos con huevos, otros con pajarillos, y todas las demás cosas propias de verano.
De allí fue a dar fondo a un pueblo de indios, donde con propósito de edificar un pueblo, salió con toda la gente, los bastimentos y los artificios que llevaba en su armada, a un llano junto a una peña en la que segura y cómodamente se podía construir una fortaleza. Allí fundó una villa, a la que dio el nombre de La Isabela, en memoria de la Reina Doña Isabel. Muchos juzgaron bueno su sitio, porque el puerto era muy grande, aunque descubierto al Noroeste, y tenía un hermosísimo río, tan ancho como un tiro de ballesta, del que se podían sacar canales que pasaran por medio de la villa; además, se extendía cerca una muy ancha vega, de la que, según decían los indios, estaban próximas las minas de Cibao. Por todas estas razones, fue tan diligente el Almirante en ordenar dicha villa, que juntándosele el trabajo que había sufrido en el mar con el que allí tuvo, no sólo careció le tiempo para escribir, según su costumbre, diariamente lo que sucedía, sino que cayó enfermo, y por todo ello interrumpió su Diario desde el 11 de Diciembre, hasta el 12 de Marzo del año 1494. En cuyo tiempo, luego que tuvo ordenadas las cosas de la villa lo mejor que pudo, para las de fuera, en el mes de Enero mandó a Alonso de Hojeda con quince hombres, a buscar las minas de Cibao. Después, a 2 de Febrero, tornaron a Castilla doce navíos de la armada, con un capitán llamado Antonio de Torres, hermano del aya del Príncipe don Juan, hombre de gran prudencia y nobleza, de quien el Rey Católico y el Almirante se fiaban mucho. Este llevó prolijamente escrito cuanto había sucedido, la calidad del país, y lo que era necesario que allí se hiciese.
A pocos días volvió Hojeda, y haciendo relación de su viaje, dijo que el segundo día de su partida de la Isabela durmió en un puerto algo difícil de pasar; y que después, de legua en legua, encontró caciques de los que había recibido mucha cortesía; y que siguiendo su camino, al sexto día de su partida, llegó a las minas del Cibao, donde muy luego los indios, en su presencia, cogieron oro en un arroyo, lo que hicieron también en muchos otros de la misma provincia, en la que afirmaba hallarse gran riqueza de oro. Con estas nuevas el Almirante que estaba ya libre de su enfermedad, se alegró mucho y resolvió salir a tierra a ver la disposición del país, para saber lo que era conveniente hacer allí.
Por lo que, el miércoles a 12 de Marzo del mencionado año de 1494, salió de la Isabela para el Cibao a ver dichas minas con toda la gente que estaba sana, unos a pie y otros a caballo, dejada buena guardia en las dos naves y tres carabelas que quedaban de la armada; en la Capitana hizo poner todas las armas y municiones de las otras naves, para que nadie pudiera alzarse con ellas, como algunos intentaron hacerlo cuando estaba enfermo; porque habiendo ido muchos en aquel viaje en la opinión de que apenas bajasen a tierra se cargarían de oro y volverían ya ricos, siendo así que el oro, donde allí se encuentra, no se recoge sin fatiga, industria y tiempo, por no sucederles como esperaban, estaban descontentos y fatigados por la construcción del nuevo pueblo y extenuados por las dolencias que les traía la calidad del país, nuevo para ellos, la del aire y de los alimentos, por lo que concretamente se habían conjurado para salir de la obediencia del Almirante, tomar por fuerza los navíos que allí quedaban y tornarse con ellos a Castilla. Instigador y cabeza de ellos era un alguacil de Corte, llamado Bernal de Pisa, que había ido en aquel viaje con el cargo de contador de los Reyes Católicos; por cuyo respeto, cuando el Almirante lo supo, no le dio más castigo que tenerlo preso en la nave, con propósito de mandarlo después a Castilla con el proceso de su delito, tanto de la sublevación como por haber escrito algunas cosas falsamente contra el Almirante, y las tenía escondidas en cierto sitio del navío. Una vez ordenadas todas estas cosas, y dejadas personas en mar y en tierra, que juntamente con don Diego Colón[153], su hermano, atendiesen al gobierno y guardia de la armada, siguió su camino al Cibao, llevando consigo todas las herramientas y cosas necesarias para fabricar allí una fortaleza con la que aquella provincia estuviese pacífica, y los cristianos que fuesen a coger oro estuvieran seguros de cualquier insulto y daño que los indios intentasen hacerles. Para dar más miedo a éstos, y quitarles la esperanza de hacer, estando presente el Almirante, lo que en su ausencia habían hecho contra Arana y los treinta y ocho cristianos que quedaron con éste, llevó consigo cuanta gente pudo, para que los indios desde sus mismos pueblos vieran y apreciasen el poder de los cristianos, y conocieran que cuando caminara por aquel país solo alguno de los nuestros, y le fuese hecho algún daño, había quienes pudiesen castigarlos. Para mayor apariencia y demostración de esto, al salir de la Isabela y en otros lugares, llevaba su tropa armada y puesta en escuadras, como se acostumbra cuando se va a la guerra, con trompetas y las banderas desplegadas.
Puesto ya en camino, pasó el río que estaba a un tiro de escopeta de la Isabela. Otra legua más adelante atravesó otro río menor; y de allí fue a dormir aquella noche a un lugar distante tres leguas, que era muy llano, repartido en hermosas planicies hasta el pie de un puerto áspero y alto como dos tiros de ballestas, al que llamó puerto de los Hidalgos, que quiere decir puerto de los gentiles hombres, porque fueron delante algunos hidalgos para disponer que se hiciese un camino. Este fue el primero que se abrió en las Indias, porque los indios hacen tan estrechas las sendas que sólo puede ir por ellas un hombre a pie. Pasado este puerto, entró en una gran llanura, por la que caminó el día siguiente cinco leguas, y fue a dormir junto a un caudaloso río que pasaron en almadias y canoas. Este río, que llamó de las Cañas, iba a desembocar en Monte Cristo.
En aquel viaje cruzó por muchos pueblos de indios, cuyas casas eran redondas y cubiertas de paja, con una puerta pequeña, tanto que para entrar es preciso encorvarse mucho. Allí, tan luego como entraban en aquellas casas algunos de los indios que el Almirante llevaba consigo de la Isabela, cogían lo que querían, y no por esto daban enojo a los dueños, como si todo fuera común. Igualmente, los de aquella tierra, cuando se acercaban a algún cristiano, le quitaban lo que mejor les parecía, creyendo que igualmente había entre nosotros aquella costumbre. Pero, no duró mucho tal engaño, porque, observaron pronto lo contrario. En este viaje pasaron por montes llenos de bellísimas florestas, en las que se veían vides silvestres, árboles de lignáloe, de canela selvática, y otros que llevaban un fruto semejante al higo; el tronco era muy grueso, y las hojas como las del manzano. De estos árboles se dice que sale la escamonea.