CAPÍTULO XCV
Cómo el Almirante entró con sus navíos en el río de Belén y determinó edificar allí un pueblo, y dejar en él al Adelantado, su hermano
Entramos en el río de Belén con la nave Capitana y la Vizcaína, el lunes 9 de Enero, y al instante vinieron los indios a cambiar las cosas que tenían, especialmente pescado, que a ciertos tiempos entra en aquel río, del mar, lo que parece increíble a quien no lo vea; allí trocaron algún poco de oro, por alfileres; lo que valía más, lo daban por unas cuentas, o por cascabeles. El día siguiente entraron los otros dos navíos que no habían entrado antes, pues por haber poca agua en la boca, les fue preciso esperar la creciente, aunque no sube allí el mar, en la mayor marea, sino media braza. Como Veragua tenía mucha fama de minas y grandes riquezas, al tercer día de nuestro arribo, el Adelantado fue con las barcas al mar, para entrar por el río e ir hasta el pueblo del Quibio, que así llaman los indios a sus reyes. Este, sabida la venida del Adelantado fue con sus canoas por el río abajo, a recibirle; se trataron ambos con mucha cortesía y amistad, dando el uno al otro las cosas que más estimaban, y habiendo estado un gran rato en conversación, se retiró cada uno a los suyos, con gran quietud y paz.
El día siguiente fue el Quibio a los navíos a visitar al Almirante, y habiendo estado más de una hora en conversación, el Almirante le dio algunas cosas, los suyos rescataron algún oro por cascabeles, y se volvió sin ceremonia alguna por el camino que había ido.
Estando nosotros muy contentos y seguros, el martes a 24 de Enero, de repente creció el río de Belén tanto que: sin poder evitarlo ni echar los cables a tierra, dio la violencia del agua a la Capitana con tanta fuerza que rompió una de sus dos anclas, y la echó con tanto ímpetu sobre la nave Gallega, que estaba a su popa, que del golpe le rompió la contramesana[217]; luego, abordándose la una con la otra, corrían con tanta furia de aquí para allá que estuvieron en peligro de perecer con toda la armada.
Pensaron algunos que la causa de esta marejada fuesen las grandes y continuas lluvias que hubo el invierno en aquella tierra, sin que cesasen ni un día; pero, si esto fuera así, habría la creciente engrosado poco a poco, y no vendría de repente con tanta vehemencia; por lo cual se sospechaba que fuese algún gran turbión que descargó sobre los montes de Veragua que llamó de San Cristóbal el Almirante, porque la cumbre del más alto entraba en la región del aire donde se engendran los cambios, por lo que, en su altura, no se ven nubes, sino que están más bajas; quien lo viere dirá que es una ermita, y está, por lo menos, a veinte leguas de tierra adentro, en medio de montañas cubiertas de árboles; allí creímos haberse originado esta crecida, la cual hizo tanto daño, que el menor peligro fue que, si bien podíamos con la creciente salir al ancho mar, que estaba media milla distante, era tan cruel la tormenta que andaba en él, que pronto nos hubiera hecho pedazos al salir por la desembocadura. Esta tormenta duró tantos días que no pudimos asegurar y amarrar bien los navíos; se rompían las olas con tanta furia contra la boca del río, que no podían las barcas salir de él a correr la costa, reconocer la tierra para saber dónde estaban las minas, y elegir el mejor sitio para edificar un pueblo; porque tenía determinado el Almirante dejar aquí al Adelantado con la mayor parte de la gente, para que poblasen y sujetasen aquella tierra, hasta que él fuese a Castilla, para enviarles socorro de gente y bastimentos.
Con este designio, habiendo abonanzado el tiempo, lunes, a 6 de Febrero, envió al Adelantado, por mar, con 68 hombres, a la boca del río Veragua, que distaba de Belén una legua al Occidente, y navegaron por el río arriba, otra legua y media, hasta el pueblo del Cacique, donde estuvieron un día, informándose del camino de las minas. El miércoles siguiente anduvieron cuatro leguas y media, y fueron a dormir cerca de un río que pasaron cuarenta y tres veces; el día siguiente caminaron legua y media hacia las minas, que les enseñaron los indios que había dado por guías el Rey Quibio; a cabo de dos horas, después que llegaron, cada uno cogió oro, entre las raíces de los árboles, que son altísimos en aquel país y llegan al cielo. Estimóse mucho esta muestra porque ninguno de los que iban llevaba ingenios para sacar el oro, ni vez alguna lo habían cogido. Como su viaje no era más que para informarse de las minas, se volvieron muy alegres aquel día, a dormir a Veragua, y el siguiente, a los navíos. Es verdad, como se supo después, que estas minas no eran las de Veragua, que están más cercanas, sino de Urirá, que es un pueblo de enemigos, y porque tenían guerra con los de Veragua, para darles enojo, mandó el Quibio que fuesen guiados allí los cristianos, y también para que éstos codiciasen ir a las minas de Urirá y dejasen las de Veragua.