CAPÍTULO XXVII
Cómo el Almirante descubrió la isla de Cuba, y lo que allí encontró
A la sazón, el Almirante, habiendo ya entendido los secretos de la isla Isabela, el tráfico y la condición de aquella gente, no quiso perder más tiempo en ir por aquellas islas, porque eran muchas y semejantes entre sí, como le decían los indios. Así que, salido con viento favorable, para ir a una tierra muy extensa, de todos ellos grandemente alabada, que se llamaba Cuba[123], la cual estaba hacia mediodía, el domingo, a 28 de octubre, llegó a la costa de aquella, en la región del norte. Vióse muy luego que esta isla era de mayor excelencia y calidad que las otras ya nombradas, tanto por la belleza de los collados y de los montes, como por la variedad de los árboles, por sus campiñas y por la grandeza y longitud de sus costas y playas. A fin de tener información y noticias de sus moradores, fue a echar las áncoras a un caudaloso río, donde los árboles eran muy espesos y muy altos, adornados de flores y frutos diversos de los nuestros, en los que había una gran cantidad de pájaros, y por allí amenidad increíble; porque se veía la hierba alta y muy diferente de las nuestras; y aunque allí había verdolagas, bledos y otras semejantes, por su diversidad no las conocían. Yendo a dos casas que se veían no muy lejos, hallaron que la gente había huido de miedo, dejando todas las redes y otros utensilios necesarios en la pesca, y un perro que no ladraba; pero, como dispuso el Almirante, no se tocó a cosa alguna, porque le bastaba por entonces ver la calidad de las cosas que para su manutención y servicio usaban.
Vueltos después a los navíos, continuaron su rumbo al occidente, y llegaron a otro río mayor, que el Almirante llamó de Mares. Este aventajaba mucho al anterior, pues por su boca podía entrar un navío volteado, y estaba muy poblado en las orillas; pero la gente del país, viendo presentarse los navíos, se puso en fuga hacia los montes, que se veían muchos, altos y redondos, llenos de árboles y de plantas amenísimas, donde los indios escondieron todo lo que pudieron llevar. Por esto, no pudiendo el Almirante, a causa del temor de aquella gente, conocer la calidad de la isla, y considerando que si volvía a bajar con mucha gente les aumentaría el miedo, acordó enviar dos cristianos, con un indio de los que llevaba consigo de San Salvador, y otro de aquellas tierras, que se había atrevido a venir en una pequeña canoa a los navíos; a los cuales mandó que caminasen por dentro de aquel país y se informasen, tratando afablemente a los habitantes que encontrasen por el camino. A fin de que, mientras estos iban, no se perdiese tiempo, mandó que se sacase la nave a tierra, para calafatearla, y por suerte vieron que toda la lumbre que habían hecho para esto era de almáziga, de la que se veía gran cantidad por todo el país; es éste un árbol, que, en la hoja y en el fruto, se asemeja al lentisco, sino que es bastante mayor.