CAPÍTULO XXXIII
Cómo el Almirante perdió su nave en unos bajos, por negligencia de los marineros, y el auxilio que le dio el rey de aquella isla
Continuando el Almirante lo que sucedió, dice que el lunes, 24 de Diciembre, hubo mucha calma, sin el menor viento, excepto un poco que le llevó desde el Mar de Santo Tomás, a la Punta Santa, junto a la cual estuvo cerca de una legua, hasta que, pasado el primer cuarto, que sería una hora antes de media noche, se fue a descansar, porque hacía ya dos días y una noche que no había dormido; y, por haber calma, el marinero que tenía el timón, lo entregó a un grumete del navío; «lo cual, dice el Almirante, yo había prohibido en todo el viaje, mandándoles que, con viento, o sin viento, no confiasen nunca el timón a mozos». A decir la verdad, yo me creía seguro de bajos y de escollos, porque el domingo que yo envié las barcas al rey, habían pasado al Este de la Punta Santa, unas tres leguas y media, y los marineros habían visto toda la costa, y las peñas que hay desde la Punta Santa al Este Sudoeste, por tres leguas, y habían también visto por dónde se podía pasar. Lo cual en todo el viaje yo no hice; y quiso Nuestro Señor que, a media noche, hallándome echado en el lecho, estando en calma muerta, y el mar tranquilo como el agua de una escudilla, todos fueron a descansar, dejando el timón al arbitrio de un mozo. De donde vino que, corriendo las aguas, llevaron la nave muy despacio encima de una de dichas peñas, las cuales, aunque era de noche sonaban de tal manera que a distancia de un legua larga se podían ver y sentir. Entonces, el mozo que sintió arañar el timón, y oyó el ruido comenzó a gritar alto; y oyéndole yo, me levanté pronto, porque antes que nadie sentí que habíamos encallado en aquel paraje. Muy luego, el patrón de la nave a quien tocaba la guardia, salió, y le dije a él y a los otros marineros, que, entrando en el batel que llevaban fuera de la nave, y tomada un áncora, la echasen por la popa. Por esto, él con otros muchos, entraron en el batel, y pensando yo que harían lo que les había dicho, bogaron adelante, huyendo con el batel a la carabela, que estaba a distancia de media legua. Viendo yo que huían con el batel, que bajaban las aguas y que la nave estaba en peligro, hice cortar pronto el mástil, y aligerarla lo más que se pudo, para ver si podíamos sacarla fuera. Pero bajando más las aguas, la carabela no pudo moverse, por lo que se ladeó algún tanto y se abrieron nuevas grietas y se llenó toda por abajo de agua. En tanto llegó la barca de la carabela para darme socorro, porque viendo los marineros de aquélla que huía el batel, no quisieron recogerlo, por cuyo motivo fue obligado a volver a la nave.
No viendo yo remedio alguno para poder salvar ésta, me fui a la carabela, para salvar la gente. Como venía el viento de tierra, había pasado ya gran parte de la noche, y no sabíamos por donde salir de aquellas peñas, temporicé con la carabela hasta que fue de día, y muy luego fui a la nao por dentro de la restinga, habiendo antes mandado el batel a tierra con Diego de Arana[131], de Córdoba, alguacil mayor de justicia de la armada, y Pedro Gutiérrez, repostero de estrados de Vuestras Altezas, para que hiciesen saber al rey lo que pasaba, diciéndole que por ir a visitarle a su puerto, como el sábado anterior me rogó, había perdido la nave frente a su pueblo, a legua y media, en una restinga que allí había. Sabido esto por el rey, mostró con lágrimas grandísimo dolor de nuestro daño, y luego mandó a la nave toda la gente del pueblo, con muchas y grandes canoas. Y con esto, ellos y nosotros comenzamos a descargar y, en breve tiempo, descargamos toda la cubierta. Tan grande fue el auxilio que con ello dió este rey. Después, él en persona, con sus hermanos y parientes, ponía toda diligencia, así en la nave como en tierra, para que todo fuese bien dispuesto; y de cuando en cuando mandaba a alguno de sus parientes, llorando, a rogarme que no sintiese pena, que él me daría cuanto tenía. «Certifico a Vuestras Altezas que, en ninguna parte de Castilla, tan buen recaudo en todas las cosas se pudiera poner, sin faltar una agujeta», porque todas nuestras cosas las hizo poner juntas cerca de su palacio, donde las tuvo hasta que desocuparon las casas que él daba para conservarlas. Puso cerca, para custodiarlas, hombres armados, a los cuales hizo estar toda la noche, y él con todos los de la tierra lloraba como si nuestro daño les importase mucho. «Tanto son gente de amor y sin codicia, y convenibles para toda cosa, que certifico a Vuestras Altezas, que en el mundo creo que no hay mejor gente, ni mejor tierra; ellos aman a sus próximos como a sí mismos, y tienen una habla la más dulce del mundo, y mansa, y siempre con risa; ellos andan desnudos, hombres y mujeres, como sus madres los parió; mas crean Vuestras Altezas que entre sí tiene costumbres muy buenas, y el rey muy maravilloso estado, de una cierta manera tan continente, que es placer de verlo todo; y la memoria que tienen, y todo lo que quieren ver, y preguntan qué es y para qué».