CAPÍTULO C
Cómo el Almirante recogió la gente que había dejado en Belén, y después navegamos a Jamaica
Luego que supo el Almirante la derrota, el alboroto y la desesperación de aquella gente, resolvió esperarlos, a fin de recogerlos, aunque no sin gran peligro, porque tenía sus navíos en la playa, sin reparo alguno, ni esperanza de salvarse, si el tiempo empeoraba; pero quiso Nuestro Señor que, al cabo de ocho días que estuvo allí, abonanzó el tiempo, de modo que con su barca y con grandes canoas bien dispuestas, y atadas una con otra para que no se volcasen, comenzaron a recoger su hacienda; cada uno procuró no ser el último, y se dieron tanta prisa, que en dos días no dejaron en tierra sino el casco del navío, que, a causa de la broma, no podía navegar. Así, con gran alegría de vernos todos juntos, nos hicimos a la vela, llevando el rumbo de Levante, la costa arriba de aquella tierra; pues, aunque a todos los pilotos parecía que tomando la vía del Norte podíamos volver a Santo Domingo, sólo el Almirante y el Adelantado, su hermano, conocían que era necesario ir un buen trecho por la costa arriba, antes de atravesar el mar que hay entre la Tierra Firme y la Española, lo que tenía muy descontenta a la gente, pareciéndoles que el Almirante quería volverse a Castilla por camino derecho, sin navíos, ni bastimentos suficientes al viaje. Pero, como él sabía mejor lo que convenía, seguimos nuestro viaje hasta llegar a Portobelo, donde nos vimos precisados a dejar la nave Vizcaína, por la mucha agua que hacía, y porque todo su plan estaba deshecho y roto por la broma. Siguiendo la costa subimos hasta que pasamos más allá del puerto del Retrete, y de una tierra que tenía cercanas muchas islillas, a las que llamó el Almirante las Barbas[218], bien que los indios y los pilotos llaman a todo aquel contorno, del Cacique Pocorosa. Desde aquí, pasando más adelante, al extremo que vimos de la Tierra Firme, llamó Mármol, que distaba diez leguas de las Barbas.
Después, el lunes, primero de Mayo de 1503, tomamos la vía del Norte con vientos y corrientes de la banda de Levante, porque procurábamos siempre navegar con el viento que podíamos. Aunque todos los pilotos decían que ya habríamos pasado al Oriente de las islas de los Caribes, sin embargo, el Almirante temía no poder llegar a la Española, y esto se verificó; porque el miércoles, 10 del mismo mes de Mayo, dimos vista a dos islas muy pequeñas y bajas, llenas de tortugas, de las cuales estaba tan lleno todo aquel mar, que parecían escollos, por lo que se dio a estas islas el nombre de las Tortugas[219]; pasando de largo la vía del Norte, el viernes siguiente, por la tarde, a treinta leguas más adelante arribamos al Jardín de la Reina, que es una muchedumbre de isletas situadas al Mediodía de la isla de Cuba. Estuvimos surtos en este paraje, diez leguas de Cuba, con bastante hambre y trabajos, porque no teníamos que comer mas que bizcocho y un poco de aceite y vinagre, fatigados de día y de noche, para sacar el agua con tres bombas, porque los navíos se iban a fondo por los muchos agujeros que les había hecho la broma. Estando allí sobrevino de noche una gran tempestad en la que, no pudiendo la Bermuda mantenerse con sus anclas, cargó sobre nuestra nave y rompió toda la proa, aunque no quedó ella sana del todo, porque perdió casi toda la popa, hasta cerca de la limeta; con gran trabajo, por la mucha agua y viento, quiso Dios que se apartasen una de otra, y echadas al mar todas las anclas y las gúmenas que teníamos, nada bastó para afirmar la nave, sino el áncora de esperanza, cuyo cable hallamos al amanecer tan cortado, que sólo pendía de una cuerdecilla, de suerte que si hubiese durado una hora más la noche, hubiese acabado de cortarse, mayormente siendo aquel sitio áspero y lleno de escollos, que no podíamos menos de dar en algunos que teníamos por popa; no obstante, quiso Dios librarnos, como nos había librado de otros muchos peligros.
Partiendo de aquí con bastante fatiga, fuimos a un pueblo de indios en la costa de Cuba, llamado Macaca, donde habiendo tomado algún refresco, partimos a Jamaica, porque los vientos de Levante y las grandes corrientes que van al Poniente, no nos dejaban ir a la Española, mayormente estando los navíos tan agujereados como hemos dicho, por lo que, ni de día, ni de noche dejábamos de trabajar en sacar el agua con tres bombas, de las que, si se rompía alguna, era preciso que, mientras se aderezaba, supliesen las calderas el oficio de aquélla. A pesar de esto, la noche antes, víspera de San Juan, creció el agua tanto en nuestra nave, que no había medio de vencerla, porque llegaba casi hasta la cubierta; con grandísima fatiga nos mantuvimos así, hasta que, venido el día, llegamos a un puerto de Jamaica, llamado Puerto Bueno; y aunque lo es para reparar los navíos, no tenía agua para poderla coger, ni pueblo alguno alrededor. Pero, remediando esto lo mejor que pudimos, pasado el día de San Juan fuimos a otro puerto más hacia Oriente, llamado Santa Gloria[220], lleno de peñas; y habiendo entrado en él, no pudiendo sostenerse más los navíos, los encallamos en tierra, lo mejor que pudimos, acomodando uno junto a otro, a lo largo, bordo con bordo, y con muchos puntales a una y otra parte, los pusimos tan fijos, que no se podían mover; así, se llenaron de agua casi hasta la cubierta, sobre la cual, en los castillos de popa y de proa, se arreglaron cámaras donde pudiera la gente alojarse, con intento de hacernos allí fuertes, si los indios quisieran causarnos algún daño, pues, en aquel tiempo, la isla no estaba aún poblada, ni sujeta a los cristianos.