CAPÍTULO XXX
Cómo el Almirante volvió a seguir su camino hacia Oriente para ir a la Española, y separóse de su compañía uno de los navíos
El lunes, a 19 de Noviembre, el Almirante salió de Cuba, del Puerto del Príncipe y del mar de Nuestra Señora para ir hacia Levante, a la isla de Babeque y a la Española; mas por ser los vientos contrarios, que no le dejaban navegar como deseaba, fue obligado a barloventear tres o cuatro días entre la isla Isabela, que los indios llamaban Samoeto, y el mencionado Puerto del Príncipe, que está casi al Norte Sur, veinticinco leguas de uno y otro lugar; en cuyos mares aún hallaba hiladas de hierba como antes había encontrado en el océano. Y notó que iban siempre a lo largo de las corrientes sin atravesarlas.
En aquel viaje, noticioso Martín Alonso Pinzón por algunos indios que llevaba presos en su carabela, de que en la isla de Bohio, que, como hemos dicho, así llamaban a la Española, había mucho oro, impulsado por su gran codicia, se alejó del Almirante a 21 de Noviembre[126], sin fuerza de viento, ni otra causa; porque, con viento en popa, podía llegarse a él; mas no quiso, antes bien, procuró adelantar su camino cuanto podía, por ser su navío muy velero, y habiendo navegado todo el jueves siguiente, uno a visto de otro; llegada la noche, desapareció del todo, de manera que el Almirante se quedó con los dos navíos, y no siendo el viento a propósito para ir con su nave a la Española, le fue conveniente volverse a Cuba, no lejos del mencionado Puerto del Príncipe, en otro que llamó de Santa Catalina, para proveerse de agua y de leña. En aquel puerto vio por casualidad, en un río donde tomaban el agua, ciertas piedras que daban muestras de oro; y en la tierra montes poblados de pinos tan altos que podían hacerse de ellos mástiles para navíos y carracas; ni faltaba madera para tablazón y fabricar buenos bájeles, tantos como se quisiera; también había encinas y otros árboles semejantes a los de Castilla. Pero, viendo que todos los indios le encaminaban a la Española, siguió la costa abajo, más a Sudeste, diez o doce leguas, por parajes llenos de puertos muy buenos y de muchos y caudalosos ríos. De la amenidad y hermosura de esta región, es tanto lo que dice el Almirante, que me gusta poner aquí sus palabras acerca de la entrada de un río que desemboca en el puerto que llamó Puerto Santo; dice así: «cuando fui con las barcas frente a la boca del puerto, hacia el mediodía, hallé un río en que podía entrar cómodamente una galera, y era su entrada de tal modo que no se veía sino estando muy cerca; su hermosura me movió a entrar, si bien no más de cuan larga era la barca(1); hallé de fondo de cinco a ocho brazas; siguiendo mi camino, fui no poco tiempo río arriba, con las barcas, porque era tanta la amenidad y la frescura de este río, la claridad del agua, en donde llegaba la vista hasta las arenas del fondo; multitud de palmas de varias formas, las más altas y hermosas que había hallado, y otros infinitos árboles grandes y verdes; los pajarillos, y la verdura de los campos, que me movían a permanecer allí siempre. Es este país, Príncipes Serenísimos, en tanta maravilla hermoso, que sobrepuja a los demás en amenidad y belleza, como el día en luz a la noche. Por lo cual, solía yo decir a mi gente muchas veces, que por mucho que me esforzase a dar entera relación de él a Vuestras Altezas, no podría mi lengua decir toda la verdad, ni la pluma escribirla; y en verdad, quedé tan asombrado viendo tanta hermosura, que no sé cómo expresarme. Porque yo he escrito de otras regiones, de sus árboles y frutos, de sus hierbas, de sus puertos y de todas sus calidades, cuanto podía escribir, no lo que debía; de donde todos afirmaban ser imposible que hubiera otra región más hermosa. Ahora callo, deseando que ésta la vean otros que quieran escribir de ella, Para que se vea, dada la excelencia de aquel paraje, cuanto más afortunado que, yo se puede ser en escribir o razonar acerca de esto». Navegando el Almirante en sus barcas, vio entre los árboles de este puerto una canoa echada en tierra, bajo una enramada, labrada del tronco de un árbol, y tan grande como una fusta de doce bancos; en algunas casas cerca de allí encontraron un pan de cera y una cabeza de muerto, en dos cestillas colgadas de un poste; en otra casa hallaron después lo mismo, por lo que imaginaron ser del fundador de aquella casa. Mas no había gente alguna de quien los nuestros pudieran informarse de cosa alguna; porque en cuanto veían a los cristianos huían, y se pasaban a la otra parte del puerto. Después hallaron otra canoa larga de noventa y cinco palmos, capaz para ciento cincuenta hombres, hecha igualmente que la mencionada.