CAPÍTULO XCVII

Cómo para seguridad del pueblo de los cristianos fue preso el Quibio, con muchos indios principales, y cómo huyó por negligencia de los que le guardaban

Ya estaban en orden todas las cosas de la población, en la que había diez o doce casas cubiertas de paja, y el Almirante dispuesto para ir a Castilla, cuando el río, que antes, por la soberbia de las aguas, nos había puesto en gran peligro, ahora nos puso en mayor, por falta de ellas, pues habiendo cesado ya las lluvias de Enero, con el buen tiempo, se cerró la boca del río con arena, de modo que cuando entramos en él, tenía cuatro brazas de agua, que era muy poca para la que se necesitaba; cuando quisimos salir, tenía media braza; con esto, quedamos encerrados y sin remedio alguno, porque era imposible sacar los navíos por la arena; y aun cuando hubiéramos tenido máquinas para hacerlo, no estaba el mar tan tranquilo que con la menor ola que llegase a la orilla, no hiciese pedazos los navíos, especialmente los nuestros, que ya parecían panales, agujereados todos por la broma. Entonces, nos encomendamos a Dios, pidiéndole nos diese lluvia, como antes le habíamos pedido tiempo sereno, porque sabíamos que lloviendo, llevaría más agua el río y se abriría la boca, como suele suceder en aquellos ríos. Súpose, al mismo tiempo, por medio del intérprete, que el Quibio, cacique de Veragua, tenía deliberado de venir secretamente a poner fuego a las casas y matar a los cristianos, porque a todos los indios pesaba mucho que poblasen en aquel río. Y pareció que para castigo suyo, y escarmiento y temor de los comarcanos, era bien prendello con todos sus principales, y traellos a Castilla, y que su pueblo quedase en servicio de los cristianos. Para hacerlo así fue el Adelantado con setenta y cuatro hombres al pueblo de Veragua, el día 30 de Marzo de 1503; y aunque llamóle pueblo, es de advertir que en aquella tierra no hay casas juntas, pues viven como los de Vizcaya, separados los unos de los otros.

Cuando el Quibio supo que se acercaba el Adelantado, le mandó a decir que no fuese a su casa, que estaba en una colina sobre el río Veragua; para que no se huyese de miedo, acordó el Adelantado ir a ella con solo cinco hombres, dejando orden a los demás que fuesen a la zaga, de dos, en dos, separados unos de otros, y que en oyendo disparar un arcabuz, rodeasen la casa de manera que nadie se escapase.

Habiéndose acercado el Adelantado a la casa, le envió otro recado el Quibio, diciéndole que no entrase en ella, que él saldría a hablarle, aunque estaba herido de una flecha; esto lo hacen así para que no vean sus mujeres, porque son celosísimos; por ello salió hasta la puerta, y se sentó allí, diciendo que llegase sólo el Adelantado, el cual lo hizo así.

Habiendo llegado el Adelantado al cacique, le preguntó por su enfermedad y otras cosas de la tierra, por medio de un indio que llevaba, que habíamos cogido más de tres meses antes, cerca de allí, y andaba con nosotros familiar y voluntariamente; el cual tenía entonces gran miedo, por el amor que nos profesaba, sabiendo que el Quibio deseaba mucho matar a los cristianos, y como no conocía aún nuestras fuerzas, creía se podría salir con ello fácilmente, por la multitud de gente que había en la provincia. Pero el Adelantado se cuidaba poco de este miedo, y fingiendo querer ver dónde tenía el cacique la herida, le cogió de un brazo. Y como ambos eran de gran fuerza, el Adelantado hizo tan buena presa que le sujetó hasta que llegaron los cuatro; hecho esto, mandó disparar el arcabuz y corrieron todos los cristianos de la emboscada en torno a la casa, donde había cincuenta personas grandes y pequeñas, de que se prendió la mayor parte, sin haber herido a ninguno; porque viendo a su rey preso, no quisieron ponerse en defensa. Había entre éstos algunos hijos y mujeres del Quibio, y otros indios principales, que prometían grandes riquezas, diciendo que en un bosque cercano había un gran tesoro, y que todo lo darían por su rescate; pero no satisfecho el Adelantado con aquella promesa, determinó que, antes que se juntasen los del contorno, el Quibio fuese enviado preso a la nave juntamente con su mujer e hijos y los indios principales; él quedóse con la mayor parte de la gente, para ir contra los vasallos y parientes que habían huido.

Después, tratando con los capitanes y la gente de más honra, acerca de a quién se debía encomendar aquella gente para que la llevase hasta la boca del río, se la entregó a Juan Sánchez de Cádiz, piloto y hombre muy estimado, porque se ofreció a conducirlos, llevando al cacique atado de pies y manos; advirtiéndole que tuviese cuidado de que no se escapase; respondió que le pelasen las barbas si se le huía. Tomóle a su cuidado y partió con él, río abajo de Veragua; estando a media legua de la boca, empezó el Quibio a lamentarse mucho de llevar atadas tan fuertemente las manos, de manera que movió a piedad a Juan Sánchez, y le desató del banco de la barca donde iba sujeto, teniéndole sujeto con la cuerda. De allí a poco, viéndole el Quibio algo distraído, se echó al agua, y Juan Sánchez, no pudiendo hacer fuerza con la cuerda, la dejó, por no caer también al río. Llegada la noche, con el ruido de los que andaban en la barca, no pudieron ver ni oír dónde había tomado tierra; de modo que no supieron más noticia de él, como si fuese un peñón que había caído en el agua. Para que no sucediese lo mismo con los otros cautivos, siguieron su camino las naves, con bastante vergüenza de su descuido e inadvertencia. El día siguiente, que fue primero de abril, viendo el Adelantado que la tierra era montuosa, llena de árboles, y que allí no había pueblo ordenado, sino una casa en un collado y otra en otro, y que sería muy dificultoso ir de una parte a otra, acordó volverse a los navíos con su gente, sin que ninguno de ellos fuese muerto o herido, y presentó al Almirante los despojos habidos en la casa del Quibio, que valdrían 300 ducados en espejos, aguilillas y canutillos de oro que se ponen engarzados en los brazos y alrededor de las piernas, y tiras de oro con que, a modo de corona, se rodean la cabeza; todo lo cual, sacado el quinto para los Reyes Católicos, se dividió y repartió entre los que habían ido a la empresa; al Adelantado, en señal de su victoria, se le dio una corona de las ya mencionadas.

Historia del Almirante
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