CAPÍTULO XXXI
Cómo el Almirante se dirigió a la Española, y lo que en ella vio
Habiendo el Almirante navegado ciento siete leguas hacia Levante por la costa de Cuba, llegó al cabo oriental de ésta, y le puso de nombre Alfa; de allí, miércoles, a 5 de Diciembre, salió para ir a la Española, que distaba diez y seis leguas de Alfa, con rumbo al Este; mas por algunas corrientes que allí hay, no pudo llegar hasta el día siguiente, que entró en el puerto de San Nicolás, llamado así en memoria de su fiesta, que cae en aquel día. Este puerto es grandísimo, muy bueno, rodeado de muchos y grandes árboles, y muy profundo; mas la tierra tiene pocas peñas, y son los árboles menores, semejantes a los de Castilla, entre los que había robles pequeños, madroños y mirtos; corría por un llano, a un lado del puerto, un río muy apacible. Por todo el puerto se veían canoas grandes, como fustas de quince bancos; mas porque el Almirante no podía platicar con aquella gente, siguió la costa hacía el Norte, hasta que llegó a un puerto que llamó la Concepción, que está al mediodía de una isla pequeña, a la que puso nombre de Tortuga, que es tan espaciosa como la Gran Canaria. Viendo que la isla de Bohio era muy grande, que las tierras y los árboles de ella se asemejaban a los de España, y que en un lance que los de las naves echaron con sus redes, cogieron muchos peces como los de España, a saber: caballos, lizas, salmones, sábalos, gallos, salpas, corvinas, sardinas y cangrejos, resolvió dar a la isla un nombre conforme al de España, y así, el domingo, a 9 de Diciembre, la llamó Española.
Como todos tenían mucho deseo de saber la calidad de aquella isla, mientras la gente estaba pescando en la playa, tres cristianos se echaron a caminar por el monte, y dieron con una tropa de indios tan desnudos como los anteriores, los cuales, viendo que los cristianos se les acercaban mucho, con gran espanto echaron a correr por la espesura del bosque, como quienes no podían ser estorbados por las ropas y las faldas. Y los cristianos, por tener lengua de aquellos, fueron corriendo detrás; pero, sólo pudieron alcanzar a una moza, que llevaba colgando de la nariz una lámina de oro. A ésta, luego que fue llevada a los navíos, el Almirante le dio muchas cosillas, a saber, algunas baratijas y cascabeles; después la hizo volver a tierra sin que se le hiciese mal alguno; y mandó que fueran con ella tres indios de los que llevaba de otras islas, y tres cristianos, que la acompañaron hasta su pueblo.
El día siguiente mandó nueve hombres a tierra, bien armados, los que, habiendo caminado cuatro leguas, hallaron un pueblo de más de mil casas repartidas en un valle, cuyos moradores, viendo a los cristianos, todos abandonaron el lugar y huyeron a los bosques; pero el guía indio que llevaban los nuestros, de San Salvador, fue en pos de ellos, y tanto los llamó y exhortó, y tanto bien dijo de los cristianos, afirmando que era gente bajada del cielo, que les hizo volver confiados y seguros. Y luego, llenos de asombro y de admiración, ponían la mano sobre la cabeza de los nuestros, como por honor. Les llevaban de comer, daban cuanto se les pedía, sin demandar por ello cosa alguna, y rogábanles que permaneciesen aquella noche en el pueblo. Pero, los cristianos no quisieron aceptar la invitación antes de ir a los navíos, llevando noticia de que la tierra era muy amena y abundante de las comidas de los indios; y que estos eran gente mucho más blanca y más hermosa que toda la que habían visto hasta entonces por todas las otras islas, afable y de buenísimo trato; decían que la tierra donde se cogía el oro estaba más al Oriente. El Almirante, sabido esto, hizo pronto desplegar las velas, aunque los vientos eran muy contrarios; por lo que el domingo siguiente, a 16 de Diciembre, barloventeando entre la Española y la Tortuga, encontró un indio solo en una pequeña canoa, y se maravillaban de que no se la hubiera tragado el mar, pues tan recios eran el viento y las olas. Recogido en la nave, lo llevó a la Española, y lo mandó a tierra con muchos regalos; el cual refirió a los indios los halagos que se le habían hecho, y tanto bien dijo de los cristianos, que pronto vinieron muchos de aquellos a la nave; pero no llevaban cosa de valor, excepto algunos granillos de oro, colgados de las orejas y en la nariz. Siendo preguntados de dónde habían aquel oro, dijeron, por señas que, más abajo de allí, había gran cantidad.
Al día siguiente vino una gran canoa de la isla de Tortuga, vecina al sitio donde el Almirante era fondeado, con cuarenta hombres, a tiempo que el cacique o señor de aquel puerto de la Española estaba en la playa con su gente trocando una lámina de oro que había llevado. Y cuando él y los suyos vieron la canoa, se sentaron todos en tierra, en señal de que no querían pelear; entonces, casi todos los indios de la canoa, salieron con ánimo a tierra, contra los cuales el cacique de la Española se levantó solo, y con palabras amenazadoras les hizo volver a su canoa. Después, les echaba agua, y tomando cantos de la playa los arrojaba al mar, contra la canoa.
Luego que todos, con aspecto de obediencia, volvieron a su canoa, tomó una piedra y la puso en la mano de un criado del Almirante, para que la tirase a la canoa, en demostración de que tenía al Almirante a su favor, contra los indios; pero el criado no llegó a tirarla, viendo que en breve se marcharon con la canoa. Después de esto, hablando el cacique sobre las cosas de aquella isla, a la que el Almirante había puesto nombre de Tortuga, afirmaba que en ella había mucho más oro que en la Española, e igualmente en Babeque había mucho más que en ninguna otra; la cual distaría unas catorce jornadas del paraje donde estaban.