CAPÍTULO LII
Cómo el Almirante fue a la provincia de Cibao, donde encontró las minas de oro y labró el fuerte de Santo Tomás
Viernes, a 14 de Marzo, el Almirante salió del Río de las Cañas, y a legua y media halló otro grande al que llamó Río del Oro, porque al pasarlo recogieron algunos granos de oro. Atravesado este río, con algún trabajo, llegó a un pueblo grande, del que mucha gente se había huido a los montes, y la mayor parte se hizo fuerte en las casas, cerrando las puertas con algunas cañas cruzadas, como si esto fuera una gran defensa para que nadie entrase; porque, según su costumbre, nadie se atreve a entrar por una puerta que así encuentra cerrada; ya que para encerrarse no tienen puertas de madera, ni de otra materia, y les parece que basta con tales cañas. De allí el Almirante fue a otro hermosísimo río llamado Río Verde, cuyas márgenes estaban cubiertas de guijarros redondos y lustrosos. Allí durmió aquella noche.
Al día siguiente, continuando su camino, pasó por algunos pueblos grandes, cuyos habitantes habían atravesado palos en sus puertas, igual que los otros de quienes hablamos arriba. Como el Almirante y su gente estaban fatigados, se quedaron aquella noche al pie de un áspero monte, al que llamó Puerto del Cibao, porque pasada la montaña comienza la provincia del Cibao, hasta la cual había once leguas desde la primera montaña que habían hallado; la llanura y el camino van siempre en dirección al Sur.
Al día siguiente, puestos en camino, fueron por una senda en la que con trabajo hubo que pasar a diestro los caballos; desde este lugar mandó algunos mulos a la Isabela, para que trajesen pan y vino, porque ya comenzaban a faltarles los bastimentos, se hacía largo el viaje, y sufrían tanto más por no estar acostumbrados aún a comer los alimentos de los indios, como hacen ahora los que viven y caminan en aquellas partes, quienes encuentran los alimentos de allí, de mejor digestión, y más conformes al clima del país que los que da aquí se llevan, aunque no sean aquéllos de tanta sustancia. Vueltos los que habían ido por socorro de bastimentos, el Almirante, el domingo, 16 de Marzo, pasada dicha montaña, entró en la región del Cibao, que es áspera y peñascosa, llena de pedregales, cubierta de mucha hierba y bañada por muchos ríos en los que se halla oro. Esta región, cuanto más adelante iba, la encontraban más áspera, y muy embarazada por altas montañas, en los arroyos de las cuales se veían arenas de oro; porque, según decía el Almirante, las grandes lluvias lo llevan consigo desde las cumbres de los montes a los ríos en menudos granillos. Esta provincia es tan grande como Portugal, y en toda ella hay muchas minas y mucho oro en los ríos; pero generalmente hay pocos árboles, y éstos se ven por las márgenes de los ríos; en su mayor parte son pinos y palmas de diversas especies.
Como, según se ha dicho, Hojeda había ya ido por aquel país, y por él tenían los indios noticia de los cristianos, sucedía que por donde el Almirante pasaba salían los indios a los caminos a recibirlo, con presentes de comidas y con alguna cantidad de granillos de oro recogidos por ellos cuando supieron que aquél había ido por este motivo. El Almirante, viendo que ya estaba a diez y ocho leguas de la Isabela, y que la tierra que dejó a sus espaldas era toda muy quebrada, mandó que se fabricara un fuerte en un sitio muy risueño y seguro, al que llamó la fortaleza de Santo Tomás, a fin de que ésta dominase la tierra de las minas y fuese como refugio de los cristianos que anduvieran en ellas.
En esta nueva fortaleza puso a Pedro Margarit, hombre de mucha autoridad, con cincuenta y seis hombres, en los que había maestros de todo lo que necesitaba para labrar el edificio, que se hacía de tierra y madera, porque así bastaba para resistir a todos los indios que contra él fuesen. Allí, abriendo la tierra para echar los cimientos, y cortando cierta roca para hacer los fosos, cuando llegaron a dos brazas bajo la peña, encontraron nidos de barro y paja, que en vez de huevos tenían tres o cuatro piedras redondas, tan grandes como una gruesa naranja, que parecían haber sido hechas de intento para artillería, de lo que se maravillaron mucho; en el río que corre a las faldas del monte sobre el cual está la fortaleza, hallaron piedras de diversos colores; algunas de ellas grandes, de mármol finísimo, y otras de puro jaspe.