CAPÍTULO LXI
Cómo el Almirante sometió la isla Española y lo que dispuso para sacar de ella utilidad
Vuelto el Almirante de su exploración de Cuba y de Jamaica, encontró en la Española a su hermano Bartolomé Colón, que había ido a tratar con el Rey de Inglaterra acerca del descubrimiento de las Indias, como antes hemos referido[160]. Este, volviendo a Castilla con las capitulaciones que le concedió aquél, supo en París por el Rey Carlos de Francia cómo su hermano el Almirante había ya descubierto las Indias, por lo que dicho Rey le dio cien escudos para hacer su viaje. Y aunque con tal noticia se apresuró mucho para encontrar al Almirante en España, cuando llegó a Sevilla ya había partido éste a las Indias con diez y siete navíos. De modo que para cumplir cuanto éste le había encargado, muy luego, a principios del año 1494, fue a los Reyes Católicos llevando consigo a D. Diego Colón, hermano mío, y a mí, para que sirviésemos de pajes al serenísimo Príncipe D. Juan[161], que esté en gloria, como lo había mandado la Reina Católica Isabel, que a la sazón estaba en Valladolid. Tan pronto como nosotros llegamos, los Reyes llamaron a D. Bartolomé y le mandaron a la Española con tres navíos. Allí sirvió algunos años, como parece por una memoria suya que encontré entre sus escrituras, donde dice estas palabras: «Yo serví de Capitán desde el 14 de Abril del 94 hasta 12 de Marzo del 96, que salió el Almirante para Castilla; entonces comencé a servir de gobernador hasta el 28 de Agosto del año de 98, que el Almirante fue al descubrimiento de Paria, en cuyo tiempo volví a servir de Capitán hasta el 11 de Diciembre del año 1500, que torné a Castilla».
Pero volviendo al Almirante, que regresaba de Cuba, diremos que, habiendo hallado a su hermano en la Española, le nombró Adelantado o gobernador de las Indias. Después hubo sobre esto alguna discusión, porque los Reyes Católicos decían que no se le había concedido al Almirante potestad para dar tal cargo. Para zanjar estas diferencias Sus Altezas se lo concedieron de nuevo, y así, en lo sucesivo, fue llamado Adelantado de las Indias. Con la ayuda y consejos de su hermano el Almirante descansó desde entonces y vivió con mucha quietud, aunque de otra parte fuese fatigado, tanto con motivo de su enfermedad como también porque casi todos los indios de la tierra se habían sublevado por culpa de Pedro Margarit, de que arriba hicimos mención. Este, siendo obligado a considerar y respetar al que, cuando partió para Cuba, le había hecho Capitán de 360 soldados y 14 jinetes, para que con éstos recorriese la isla reduciéndola al servicio de los Reyes Católicos, y a la obediencia de los cristianos, especialmente la provincia de Cibao, de la que se esperaba la principal utilidad, hizo todo lo contrario; pues apenas se marchó el Almirante, fuése con toda aquella gente a la Vega Real, distante diez leguas de la Isabela, y no quiso recorrer y pacificar la isla; antes bien, fue ocasión de que naciesen discordias y parcialidades en la Isabela, procurando y maquinando que los del Consejo instituido por el Almirante le obedeciesen en todas sus órdenes, y mandóles cartas muy desenvueltas; hasta que viendo que no podía salir con su empeño de hacerse superior a todos, por no esperar al Almirante, a quien habría de dar cuenta de su cargo, se embarcó en los primeros navíos que llegaron de Castilla, y se volvió con éstos sin dar justificación, ni dejar orden alguna acerca de la gente que le estaba encomendada[162]. De la ida de mosén Pedro Margarit provino que cada uno se fuese entre los indios por do quiso, robándoles la hacienda y tomándoles las mujeres y haciéndoles tales desaguisados, que se atrevieron los indios a tomar venganza en los que tomaban solos o desmandados; por manera que el cacique de la Magdalena, llamado Guatigana mató diez cristianos y secretamente mandó prender fuego a una casa donde había cuarenta enfermos. Vuelto el Almirante, fue aquél castigado con severidad, porque si bien no se le pudo echar mano, fueron apresados algunos de sus vasallos y mandados a Castilla en cuatro navíos que Antonio de Torres llevó a 24 de Febrero del año 1495[163]. Igualmente fueron castigados otros seis o siete que en diversos lugares de la isla habían hecho daño a los cristianos; es verdad que los caciques habían matado a muchos, pero aún habrían dado muerte a muchos más si el Almirante no llegase a tiempo de ponerles algún freno. Este encontró la isla en tan mal estado[164] que «los más cristianos cometían mil excesos, por lo cual los indios los tenían entrañable odio y rehusaban de venir a su obediencia». El que los Reyes o caciques estuviesen conformes en su propósito de no obedecer a los cristianos, era muy fácil de conseguir, porque, según hemos dicho, eran cuatro los principales bajo cuya voluntad y dominio vivían los otros. Los nombres de éstos eran Caonabó, Guacanagarí, Beechío y Guarionex. Cada uno de ellos tenía a sus órdenes otros setenta u ochenta caciques, no porque éstos les diesen tributo ni otra utilidad, sino porque estaban obligados, cuando se les llamase, a ayudarles en sus guerras y a sembrarles sus campos. Uno de éstos, llamado Guacanagarí, señor de la región de la isla donde estaba fundada la villa de la Navidad, perseveraba en la amistad de los cristianos, por lo que, tan luego como supo la venida del Almirante, fue a visitarlo diciendo que no había intervenido ni en el propósito, ni en ayuda de los otros caciques; y que de ello daba testimonio la benevolencia con que en su país habían sido tratados los cristianos, pues siempre tuvo un centenar de éstos bien servidos y provistos de todo aquello en que le era posible complacerles, por cuyo motivo los otros caciques le eran contrarios, especialmente Beechío, que le había matado una mujer; Caonabó le había robado otra; por lo que suplicaba que se la hiciese restituir, y le ayudase en la venganza de sus injurias. Así resolvió el Almirante hacerlo, creyendo ser verdad lo que le decía, pues lloraba cuantas veces recordaba la muerte de aquellos que habían perecido en la Navidad, como si fuesen hermanos suyos; y tanto más se dispuso a esto el Almirante, por considerar que con la discordia entre los caciques podría más fácilmente sojuzgar aquel país, y castigar la rebelión de los otros indios y la muerte de los cristianos. Por lo cual, a 24 de Marzo de 1495 salió de la Isabela dispuesto para la guerra. En su ayuda y compañía llevó al mencionado Guacanagarí, muy deseoso de oprimir a sus enemigos, aunque parecía empresa muy difícil, puestos éstos eran más de cien mil indios, y sólo llevaba consigo el Almirante doscientos cristianos, veinte caballos y otros tantos perros lebreles. Pero conociendo el Almirante la naturaleza y condición de los indios, dividió el ejército con su hermano el Adelantado, a dos jornadas largas de la Isabela, para embestir por diversas partes a la muchedumbre esparcida por los campos, pensando que el miedo de sentir el estruendo por varios lados los pondría más que nada en fuga, como lo demostró claramente el efecto; porque habiendo los escuadrones de soldados de las dos bandas acometido la muchedumbre de los indios, cuando se había comenzado a romper con los tiros de las ballestas y los arcabuces, para que no volvieran a juntarse, los acometieron impetuosamente, «que dieron los caballos por una parte, y los lebreles por otra, y todos, siguiendo y matando, hicieron tal estrago que en breve fue Dios servido tuviesen los nuestros tal victoria, que siendo muchos muertos, y otros presos y destruidos», y cogido vivo Caonabó[165], el principal cacique de todos ellos, juntamente con sus hijos y sus mujeres. Después confesó Caonabó haber muerto a veinte de los cristianos que habían quedado con Arana en la villa de la Navidad, cuando el viaje primero que fueron descubiertas las Indias; y que después, bajo color de amistad, había ido apresuradamente a ver la villa de la Isabela, con el designio, que fue conocido por los nuestros, de observar cómo mejor podría combatirla y hacer lo mismo que había hecho antes en la Navidad. De todas estas cosas, ya referidas por otros, el Almirante tenía plena información, de tal modo que para castigarle de aquel delito y de esta segunda rebelión y junta de indios, había salido contra él; habiéndolo hecho prisionero con un hermano suyo, los envió a España porque no quiso ajusticiar a un tan gran personaje sin que lo supiesen los Reyes Católicos, pues bastaba haber castigado a muchos de los culpables. Con la prisión de éstos y con la victoria obtenida, sucedieron las cosas de los cristianos tan prósperamente que, no siendo más de seiscientos treinta, la mayor parte enfermos, y muchas mujeres y muchachos, en espacio de un año que el Almirante recorrió la isla, sin tener que desenvainar la espada, la puso en tal obediencia y quietud que todos prometieron tributo a los Reyes Católicos cada tres meses, a saber: de los que habitan en Cibao, donde estaban las minas de oro, pagaría toda persona mayor de catorce años un cascabel grande lleno de oro en polvo; todos los demás, veinticinco libras de algodón cada uno; y para saber quién debía pagar ese tributo se mandó hacer una medalla de latón o de cobre, que se diese a cada uno cuando la paga, y la llevase al cuello, a fin de que quien fuese encontrado sin ella se supiese que no había pagado y se le castigase con alguna pena. No hay duda de que esta orden habría tenido su efecto si no sucediesen después entre los cristianos algunas alteraciones que más adelante referiremos; porque después de la prisión de Caonabó quedó aquella región tan pacífica que en adelante un solo cristiano iba seguramente donde quería, y los mismos indios lo conducían en hombros a donde le agradaba, le mismo que en postas; lo cual el Almirante no reconocía venir sino de Dios y de la buena suerte de los Reyes Católicos, considerando que de otro modo hubiera sido imposible que doscientos hombres medio enfermos y mal armados fuesen bastantes para vencer a tanta muchedumbre, la cual quiso poner bajo su mano la Divina Providencia; pero también les dio gran penuria de bastimentos, y varias graves enfermedades que los redujeron a una tercera parte de los que eran antes, para que resultase más claro que de su alta mano y voluntad procedían tan maravillosas victorias y dominaciones de pueblos, y no de nuestras fuerzas o ingenios, o de la cobardía de los indios, pues aunque los nuestros hubieran sido muy superiores, era cierto que la muchedumbre de los indios hubiera podido suplir a cualquiera ventaja de los nuestros.