Una vez que se empiezan a entender estas cosas, puede verse cómo Ruina estaba atrapado aunque la mente de Conservación se perdiera, expandida para crear la prisión. A pesar de que la consciencia de Conservación estaba casi destruida, su espíritu y su cuerpo seguían existiendo. Y, como fuerza opuesta a Ruina, todavía podían impedir la destrucción de Ruina.
O, al menos, impedirle que destruyera las cosas demasiado rápido. Cuando su mente quedó «liberada» de su prisión, la destrucción se aceleró enseguida.
58
—Apoyad aquí vuestro peso —dijo Sazed, señalando una palanca de madera—. El contrapeso caerá, bajará los cuatro portantes y cortará el flujo a la caverna. Os advierto, sin embargo, que la explosión de agua arriba será bastante espectacular. Deberíamos poder llenar los canales de la ciudad en cuestión de horas, y sospecho que una porción de la zona norte quedará inundada.
—¿Será peligroso? —preguntó Fantasma.
—No lo creo —contestó Sazed—. El agua estallará a través de los conductos del edificio de intercambio que tenemos al lado. He inspeccionado el equipo, y parece sólido. El agua debería fluir directamente a los canales, y a partir de ahí salir a la ciudad. Sea como sea, yo no querría estar en esos surcos callejeros cuando llegue esta agua. La corriente será bastante rápida.
—Me he encargado de eso —dijo Fantasma—. Durn va a asegurarse de que la gente se aleje de los canales.
Sazed asintió. Fantasma no podía evitar estar impresionado. La complicada construcción de madera, palancas y cables parecía que debería haber tardado meses en ser construida, no semanas. Grandes cadenas de rocas contrapesaban las cuatro puertas, que colgaban, dispuestas a bloquear el río.
—¡Es sorprendente, Sazed! —exclamó Fantasma—. Con un signo tan espectacular como la reaparición de las aguas del canal, el pueblo seguro que nos escuchará a nosotros en vez de al Ciudadano.
Los hombres de Brisa y Durn habían estado esforzándose durante las últimas semanas, susurrando a la gente que esperara un milagro del Superviviente de las Llamas. Algo extraordinario, algo que demostraría, de una vez por todas, quién era el legítimo amo de la ciudad.
—Es lo mejor que pude hacer —dijo Sazed, inclinando modestamente la cabeza—. Los sellos no serán perfectamente estancos, por supuesto. Sin embargo, eso poco debería importar.
Fantasma se volvió hacia cuatro de los soldados de Goradel:
—¿Comprendéis lo que tenéis que hacer?
—Sí, señor —respondió el soldado jefe—. Esperamos al mensajero, y luego tiramos de esta palanca.
—Si no viene ningún mensajero, hacedlo al anochecer —dijo Sazed—. Y —añadió, alzando un dedo— no olvidéis romper el mecanismo de sellado de la otra sala, que mantiene el flujo de agua fuera de esta cámara. De lo contrario, el lago acabará vaciándose. Será mejor mantener esta reserva llena, por si acaso.
—Sí, señor —asintió el soldado.
Fantasma se volvió y contempló la caverna. Los soldados se preparaban. Iba a necesitar a la mayoría para las actividades de la noche. Parecían ansiosos: habían pasado demasiado tiempo encerrados en la cueva y el edificio de arriba. A un lado, Beldre miraba con interés la maquinaria de Sazed. Fantasma se apartó de los soldados y se acercó a ella con paso vivo.
—¿De verdad que vais a hacerlo? —preguntó Beldre—. ¿Vais a devolver el agua a los canales?
Fantasma asintió.
—A veces imaginaba cómo sería que las aguas volvieran —reconoció Beldre—. La ciudad no parecería tan yerma… Sería importante, como en los primeros días del Imperio Final. Todos esos preciosos canales de agua. No más feos surcos en la tierra.
—¡Será una visión maravillosa! —exclamó Fantasma, sonriendo.
Beldre tan solo sacudió la cabeza.
—Me… sorprende que puedas ser personas tan diferentes al mismo tiempo. ¿Cómo puede el hombre que va a hacer algo tan hermoso por mi ciudad planear, también, su destrucción?
—Beldre, no planeo destruir tu ciudad.
—Solo su gobierno.
—Hago lo que hay que hacer.
—Los hombres dicen esas cosas con demasiada facilidad. Sin embargo, todo el mundo tiene una opinión diferente de «lo que hay» que hacer.
—Tu hermano tuvo su oportunidad.
Beldre agachó la cabeza. Todavía llevaba consigo la carta que habían recibido antes, una respuesta de Quellion. La súplica de Beldre había sido apasionada, pero Ciudadano había respondido con insultos, dando a entender que se había visto obligada a escribir aquellas palabras porque estaba prisionera.
No temo a un usurpador, decía la carta. Me protege el mismo Superviviente. No tendrás esta ciudad, tirano.
Beldre alzó la mirada.
—No lo hagas —susurró—. Dale más tiempo. Por favor.
Fantasma vaciló.
—No hay más tiempo —susurró Kelsier—. Haz lo que debas hacer.
—Lo siento —se disculpó Fantasma, volviéndose—. Quédate con los soldados: dejo cuatro hombres para vigilarte. No para impedirte que huyas, aunque lo harán. Quiero que te quedes dentro de esta caverna. No puedo prometerte que las calles sean seguras.
La oyó sollozar en voz queda tras él. La dejó allí, y luego se dirigió al grupo de soldados. Un hombre le entregó su bastón de duelo y su capa chamuscada. Goradel se plantó ante sus soldados, con porte orgulloso.
—Estamos preparados, mi señor.
Brisa se acercó a él, sacudiendo la cabeza y golpeando el suelo con su bastón. Suspiró.
—Bien, allá vamos de nuevo…
La ocasión era un discurso que Quellion llevaba promoviendo desde hacía tiempo. Últimamente, había interrumpido las ejecuciones, como si por fin se hubiera dado cuenta de que las muertes contribuían a la inestabilidad de su gobierno. Al parecer, pretendía virar hacia la benevolencia y celebrar encuentros públicos para recalcar las cosas maravillosas que estaba haciendo por la ciudad.
Fantasma caminaba solo, un poco por delante de Brisa, Allrianne, y Sazed, que charlaban detrás. Algunos de los soldados de Goradel también los seguían, vestidos con ropas corrientes de Urteau. Fantasma había dividido sus fuerzas, enviándolas por caminos distintos. Todavía no estaba oscuro: para Fantasma, el sol que se ponía era brillante, y lo obligaba a llevar la venda y los anteojos. A Quellion le gustaba celebrar sus discursos al anochecer, para que las brumas llegaran durante ellos. Le gustaba la conexión implícita con el Superviviente.
Una figura salió cojeando de una calleja junto a Fantasma. Durn caminaba encorvado, con una capa que lo ensombrecía. Fantasma respetaba la insistencia del hombre contrahecho de dejar la seguridad de las Gradas y salir él mismo a realizar sus encargos. Tal vez por eso había acabado siendo líder de los bajos fondos de la ciudad.
—La gente se está congregando, como era de esperar —dijo Durn, tosiendo débilmente—. Algunos de tus solados ya están allí.
Fantasma asintió.
—Las cosas en la ciudad están… agitadas —dijo Durn—. Me preocupa. Segmentos que no puedo controlar ya han empezado a saquear algunas de las mansiones nobles prohibidas. Mis hombres están todos ocupados intentando sacar a la gente de los surcos callejeros.
—No pasará nada —tranquilizó Fantasma—. La mayoría del populacho estará en el discurso.
Durn guardó silencio un momento.
—Se rumorea que Quellion va a usar su discurso para denunciarte —dijo al fin—, y luego ordenar un ataque al edificio del Ministerio donde os alojáis.
—Entonces será buena cosa que no estemos allí —repuso Fantasma—. No debería haber retirado a sus soldados, aunque los necesite para mantener el orden en la ciudad.
Durn asintió.
—¿Qué? —preguntó Fantasma.
—Espero que sepas manejar esto, muchacho. Cuando esta noche acabe, la ciudad será tuya. Trátala mejor que Quellion.
—Lo haré.
—Mis hombres crearán un tumulto para ti en la reunión. Adiós.
Durn cogió la primera calleja a la izquierda, y desapareció.
La multitud empezaba a congregarse. Fantasma se echó la capucha, manteniendo los ojos protegidos mientras se abría paso entre el gentío. Dejó rápidamente atrás a Sazed y los otros, y se encaminó por una rampa a la plaza que Quellion había elegido para su discurso, donde sus hombres habían levantado un escenario de madera para que pudiera dirigirse a la multitud. El discurso ya había comenzado. Fantasma se detuvo a escasa distancia de una patrulla de guardia. Muchos de los soldados de Quellion rodeaban el escenario, vigilando a la multitud.
Transcurrieron los minutos, y Fantasma los pasó escuchando resonar la voz de Quellion, aunque sin prestar atención a las palabras. A su alrededor caía la ceniza, manchando a la muchedumbre. Las brumas empezaban a retorcerse en el aire.
Escuchó, escuchó con oídos que ningún otro hombre prestaba. Usó la extraña habilidad de la alomancia para filtrar e ignorar, oyendo a través del parloteo y los susurros y los roces y las toses, como si de algún modo pudiera ver a través de las oscurecedoras brumas. Oía a la ciudad. Gritos en la distancia.
Aquello no había hecho más que empezar.
—¡Demasiado rápido! —susurró una voz, un mendigo que se acercaba a la vera de Fantasma—. ¡Durn dice que hay tumultos en las calles, y no los ha empezado él! No puede controlarlos. ¡Mi señor, la ciudad está empezando a arder!
—Fue una noche no muy distinta a esta —susurró otra voz, la de Kelsier—. Una noche gloriosa. Cuando tomé la ciudad de Luthadel y la hice mía.
Una perturbación se produjo al fondo de la multitud: los hombres de Durn iniciaban su distracción. Algunos de los guardias de Quellion se pusieron en marcha para aplacar el inminente tumulto. El Ciudadano continuó lanzando sus acusaciones. Fantasma oyó su propio nombre en las palabras de Quellion, pero el contexto era simplemente ruido.
Fantasma recostó la cabeza y miró al cielo. La ceniza caía hacia él, como si surcara el aire. Como un nacido de la bruma.
La capucha se le cayó hacia atrás. Los hombres que lo rodeaban susurraron sorprendidos.
Un reloj sonó a lo lejos. Los soldados de Goradel corrieron hacia el escenario. A su alrededor, Fantasma pudo sentir que un brillo se alzaba. Los fuegos de la rebelión, que incendiaban la ciudad. Igual que la noche que Kelsier había derrocado al lord Legislador. Las antorchas de la revolución. Entonces el pueblo había puesto a Elend en el trono.
Esta vez, pondrían a Fantasma.
No más debilidad, pensó. ¡Nunca más débil!
Los últimos soldados de Quellion se apartaron del escenario, disponiéndose a entablar combate con los hombres de Goradel. La multitud se apartó de la batalla, pero nadie huyó. Estaban bien preparados para los acontecimientos de esa noche. Muchos esperarían los signos que Fantasma y Durn habían prometido, signos revelados apenas unas horas antes, para minimizar el riesgo de que los espías de Quellion se enteraran del plan de Fantasma. Un milagro en los canales, y la prueba de que Quellion era alomántico.
Si el Ciudadano, o incluso alguno de sus guardias en el escenario, lanzaba monedas o empleaba la alomancia para saltar al aire, la gente lo vería. Sabrían que habían sido engañados. Y eso sería el fin. La multitud se apartó de los soldados, dejando solo a Fantasma. La voz de Quellion finalmente se apagó. Algunos de sus soldados corrían para llevárselo del escenario.
Los ojos de Quellion se toparon con Fantasma. Solo entonces mostraron miedo.
Fantasma saltó. No podía empujarse con acero, pero el poder del peltre avivado impulsaba sus piernas. Surcó el aire y rebasó fácilmente el borde del escenario, hasta aterrizar agazapado. Sacó un bastón de duelo, y se abalanzó hacia el Ciudadano.
Tras él, la gente empezó a gritar. Fantasma oyó su nombre. Superviviente de las Llamas. Superviviente. No iba solo a matar a Quellion, sino a destruirlo. A socavar su dominio, tal como había sugerido Brisa. En ese momento, el aplacador y Allrianne estarían manipulando a la muchedumbre, impidiendo que huyera presa del pánico. Los retenían allí.
Para que pudieran ver el espectáculo que Fantasma estaba a punto de ofrecer.
Los guardias de Quellion vieron demasiado tarde a Fantasma. Derribó fácilmente al primero, aplastándole el cráneo dentro del casco. Quellion gritó pidiendo más ayuda.
Fantasma atacó al otro hombre, pero su objetivo se apartó, de manera sobrenaturalmente rápida. Fantasma se echó a un lado justo a tiempo para esquivar un golpe, y el arma le rozó la mejilla. El hombre era alomántico: quemaba peltre. El enorme bruto no llevaba espada, sino una maza de filo de obsidiana.
El peltre no es lo bastante espectacular, pensó Fantasma. La gente no sabrá distinguir si un hombre se mueve demasiado rápido o resiste demasiado. Tengo que hacer que Quellion lance monedas.
El violento retrocedió, advirtiendo claramente la velocidad incrementada de Fantasma. Mantuvo el arma preparada y alerta, pero no atacó. Solo tenía que perder el tiempo, permitiendo que su compañero se llevase a Quellion. El violento no sería un enemigo fácil: tendría más habilidad que Fantasma, y sería aún más fuerte.
—Tu familia es libre —mintió Fantasma tranquilamente—. Los salvamos antes. Ayúdanos a capturar a Quellion… Ya no tiene con qué amenazarte.
El violento vaciló, bajando su arma.
—¡Mátalo! —exclamó Kelsier.
Ese no era el plan de Fantasma, pero respondió a la orden. Se abrió paso entre la guardia del hombre, que se quedó aturdido, y al hacerlo, Fantasma le descargó un revés en el cráneo. El bastón se rompió. El violento cayó al suelo, y Fantasma cogió el arma del hombre, la maza de obsidiana.
Quellion se hallaba en el filo del escenario. Fantasma saltó, cruzando la plataforma de madera. Él sí que podía usar la alomancia: no había predicado en contra. Solo Quellion, el hipócrita, tenía que temer usar sus poderes.
Fantasma abatió al guardia restante al aterrizar, y los filos irregulares de obsidiana desgarraron la carne. El soldado cayó, y Quellion se volvió.
—¡No te temo! —exclamó con la voz temblorosa—. ¡Estoy protegido!
—¡Mátalo! —ordenó Kelsier, apareciendo visiblemente en el escenario a poca distancia. Por lo general, el Superviviente solo hablaba en su mente: no había vuelto a aparecerse desde el día del edificio en llamas. Eso significaba que estaban ocurriendo cosas importantes.
Fantasma agarró al Ciudadano por la camisa, tirando de él. Alzó la porra de madera, y las gotas de sangre de los filos de obsidiana le corrieron por la palma.
—¡No!
Fantasma se inmovilizó al oír la voz, y entonces se volvió para mirar a un lado. Ella estaba aquí, abriéndose paso entre la muchedumbre y dirigiéndose hacia la zona despejada ante el escenario.
—¿Beldre? —preguntó Fantasma—. ¿Cómo has salido de la caverna?
Sin embargo, como era lógico, ella no pudo oírlo. Solo la sobrenatural capacidad auditiva de Fantasma le había permitido captar su voz entre los sonidos del miedo y la batalla. La miró a los ojos a través de la distancia y la vio susurrar las palabras, más que oírlas.
Por favor. Lo prometiste.
—¡Mátalo!
Quellion escogió este momento para intentar zafarse. Fantasma se volvió, y tiró de él, con más fuerza esta vez, casi rasgándole la camisa mientras lo derribaba a la plataforma de madera. Quellion dejó escapar un grito de dolor, y Fantasma alzó con ambas manos su brutal arma.
Algo chispeó a la luz del fuego. Fantasma apenas sintió el impacto, aunque lo hizo estremecerse. Se tambaleó, bajó la mirada, y vio sangre en su costado. Algo había perforado la piel de su brazo izquierdo y su hombro. No una flecha, aunque se había movido como una de ellas. Su brazo sangraba, y aunque no podía sentir el dolor, parecía que sus músculos no funcionaban adecuadamente.
Algo me ha golpeado. Una… moneda.
Se dio la vuelta. Beldre estaba en primera fila, llorando, la mano alzada hacia él.
Estuvo presente el día que me capturaron, junto a su hermano, pensó Fantasma, aturdido. Siempre la tiene cerca. Para protegerla, pensábamos.
¿O al revés?
Fantasma se irguió. Quellion gemía ante él. Del brazo de Fantasma chorreó un reguero de sangre donde lo había alcanzado la moneda de Beldre, pero lo ignoró, y siguió mirándola.
—La alomántica eras tú —susurró—. No tu hermano.
Y entonces la multitud empezó a gritar, posiblemente instada por Brisa.
—¡La hermana del Ciudadano es alomántica!
—¡Hipócrita!
—¡Mentiroso!
—¡Mató a mi hermano y dejó viva a su propia hermana!
Beldre gimió mientras la gente, cuidadosamente preparada y situada, veía la prueba que Fantasma les había prometido. No consiguió el objetivo que pretendía, pero la máquina que había puesto en marcha no podía ser detenida ahora. La muchedumbre se reunió en torno a Beldre, gritando airada, empujándose.
Fantasma avanzó hacia ella, alzando el brazo herido. Entonces una sombra se cernió sobre él.
—Planeaba traicionarte, Fantasma —dijo Kelsier.
Fantasma se volvió para mirar al Superviviente. Allí estaba, alto y orgulloso, como el día que se enfrentó al lord Legislador.
—Esperabas a un asesino —dijo Kelsier—. No te diste cuenta de que Quellion ya te había enviado a uno. Su hermana. ¿No te pareció extraño que la permitiera huir de él y entrar en la propia base de su enemigo? La envió para matarte. A ti, a Sazed y a Brisa. El problema es que la criaron como a una niña rica y mimada. No está acostumbrada a matar. Nunca lo estuvo. Y nunca corriste peligro.
La multitud se abalanzó, y Fantasma se volvió, preocupado por Beldre. Sin embargo, se calmó un poco cuando advirtió que la gente simplemente la empujaba hacia el escenario.
—¡Superviviente! —entonaban—. ¡Superviviente de las Llamas!
—¡Rey!
Empujaron a Beldre, obligándola a subir a la plataforma. Su vestido escarlata desgarrado, su figura magullada, el pelo castaño en desorden. A un lado, Quellion gimió. Fantasma parecía haberle roto el brazo sin darse cuenta.
Fantasma se acercó para ayudar a Beldre. Sangraba por varios cortes menores, pero estaba viva. Y lloraba.
—Ella era su guardaespaldas —dijo Kelsier, caminando junto a Beldre—. Por eso estaba siempre con él. En cambio, Quellion no es alomántico. Nunca lo fue.
Fantasma se arrodilló junto a la muchacha, e hizo un gesto despectivo ante sus magulladuras.
—Ahora debes matarla —dijo Kelsier.
Fantasma alzó la cabeza, mientras la sangre le corría por el corte de su cara, donde le había rozado el violento, y le chorreaba desde la barbilla.
—¿Qué?
—¿Quieres el poder, Fantasma? —preguntó Kelsier, avanzando un paso—. ¿Quieres ser mejor alomántico? Bien, el poder debe venir de alguna parte. Nunca es gratis. Esta mujer es una lanzamonedas. Mátala, y podrás tener su habilidad. Yo mismo te la daré.
Fantasma miró a la mujer que lloraba. Todo le parecía irreal, como si no estuviera aquí. Respiraba con dificultad, entre jadeos, y su cuerpo se estremecía a pesar del peltre. La gente cantaba su nombre. Quellion murmuraba algo. Beldre seguía llorando.
Fantasma extendió la mano ensangrentada, se arrancó la venda y los anteojos quedaron libres. Se puso en pie, tambaleándose, y contempló la ciudad.
Vio que ardía en llamas.
Los sonidos de los disturbios retumbaban por las calles. Las llamas ardían en una docena de puntos diferentes, iluminando las brumas, proyectando una neblina infernal sobre la ciudad. No eran los fuegos de la rebelión. Eran los fuegos de la destrucción.
—Esto es un error… —susurró Fantasma.
—Tomarás la ciudad, Fantasma —avanzó Kelsier—. ¡Tendrás lo que siempre quisiste! Serás como Elend, y como Vin. ¡Mejor que ambos! ¡Tendrás los títulos de Elend y el poder de Vin! ¡Serás como un dios!
Fantasma se apartó de la ciudad en llamas cuando algo captó su atención. Quellion extendía su brazo sano, lo extendía hacia…
Hacia Kelsier.
—Por favor —susurraba Quellion. Parecía ver al Superviviente, aunque nadie más alrededor de ellos podía hacerlo—. Mi señor Kelsier, ¿por qué me has abandonado?
—Te di peltre, Fantasma —repuso Kelsier, airado, sin mirar a Quellion—. ¿Me lo negarás ahora? Debes soltar uno de los clavos de acero que sostienen este escenario. Luego, debes coger a la muchacha, y clavárselo en el pecho. Mátala con el clavo, y húndelo en tu propio cuerpo. ¡Es la única forma!
Matarla con el clavo… pensó Fantasma, aturdido. Todo empezó el día en que estuve a punto de morir. Luchaba contra un violento en el mercado; lo usé como escudo. Pero… el otro soldado me hirió de todas formas, atravesó a su amigo y me alcanzó a mí.
Fantasma se apartó de Beldre y se arrodilló junto a Quellion. El hombre sollozó cuando Fantasma lo apretujó contra los tablones de madera.
—¡Eso es! —exclamó Kelsier—. Mátalo primero.
Pero Fantasma no escuchaba. Desgarró la camisa de Quellion, explorándole el hombro y el pecho. No había nada raro en ninguno de los dos. El antebrazo del Ciudadano, sin embargo, estaba atravesado por un metal. Parecía bronce. Con mano temblorosa, Fantasma liberó el metal. Quellion gritó.
Pero también lo hizo Kelsier.
Fantasma se dio la vuelta, con el clavo de bronce ensangrentado en la mano. Kelsier avanzó, furioso, las manos como garras.
—¿Qué eres? —preguntó Fantasma.
La cosa gritó, pero Fantasma la ignoró, contemplando su propio pecho. Se abrió la camisa y dejó al rescubierto la herida casi sanada de su hombro. Un atisbo de metal aún brillaba allí, la punta de la espada. La espada que había traspasado a un alomántico, lo había matado y luego había entrado en el propio cuerpo de Fantasma. Kelsier le había dicho que dejara allí el fragmento roto. Como símbolo de lo que había experimentado.
La punta del fragmento sobresalía en la piel de Fantasma. ¿Cómo la había olvidado? ¿Cómo había ignorado una pieza de metal relativamente grande dentro de su cuerpo? Fantasma la cogió.
—¡No! —gritó Kelsier—. Fantasma, ¿quieres volver a ser normal? ¿Quieres volver a ser inútil? ¡Perderás tu peltre y volverás a ser débil, como cuando dejaste morir a tu tío!
Fantasma vaciló.
Se sacó la daga de cristal de la bota. Kelsier le gritaba horriblemente a los oídos, pero Fantasma actuó de todas formas, cortando la carne de su pecho. Buscó en el interior con dedos amplificados por el peltre y agarró el añico de acero que estaba clavado dentro.
Entonces liberó el trozo de metal y lo arrojó al otro lado del escenario, dejando escapar un grito de dolor. Kelsier desapareció de inmediato. Y también la capacidad de Fantasma de quemar peltre.
Todo lo golpeó a la vez: la fatiga de exigirse tanto durante el tiempo transcurrido en Urteau, las heridas que había estado ignorando, la súbita explosión de luz, sonido, olor y sensación que el peltre le había permitido resistir. Lo asaltó como una fuerza física, aplastándolo. Se desplomó sobre la plataforma.
Gimió, incapaz de seguir pensando. Solo podía dejar que la negrura se apoderara de él…
La ciudad de Beldre está ardiendo.
Negrura…
Miles de personas morirán en los incendios.
Las brumas le cosquillearon las mejillas. En la cacofonía, Fantasma había dejado que el estrépito de su estaño, avivándolo de toda sensación, le permitiera sentirse felizmente aturdido. Era mejor así.
¿Quieres ser como Kelsier? ¿Como Kelsier de verdad? ¡Entonces lucha cuando estés derrotado!
—¡Lord Fantasma! —La voz era leve.
¡Sobrevive!
Con un grito de dolor, Fantasma avivó estaño. Como hacía siempre, el metal provocó una oleada de sensaciones, miles de ellas, que lo asaltaban a la vez. Dolor. Tacto. Oído. Sonidos, olores, luces.
Y lucidez.
Fantasma se obligó a ponerse de rodillas, tosiendo. La sangre seguía corriéndole por el brazo. Alzó la cabeza. Sazed se deslizaba hacia la plataforma.
—¡Lord Fantasma! —gritó Sazed, jadeando—. ¡Lord Brisa intenta sofocar las algaradas, pero hemos presionado demasiado a esta ciudad! La gente la destruirá en su ira.
—Las llamas —croó Fantasma—. Tenemos que apagar los incendios. La ciudad está demasiado seca; contiene demasiada madera. Arderá con toda la gente dentro.
Sazed parecía triste.
—Es imposible. ¡Tenemos que salir de aquí! Este tumulto nos destruirá.
Fantasma miró a un lado. Beldre estaba arrodillada junto a su hermano. Le había vendado la herida y le había hecho un cabestrillo improvisado. Quellion miró a Fantasma, con aspecto aturdido. Como si acabara de despertar de un sueño.
Fantasma se puso en pie a duras penas.
—No abandonaremos la ciudad, Sazed.
—Pero…
—¡No! Hui de Luthadel y dejé morir a Clubs. ¡No volveré a huir! Podemos detener las llamas. Solo necesitamos agua.
Sazed vaciló.
—Agua —repitió Beldre, poniéndose en pie.
—Los canales se llenarán pronto —dijo Fantasma—. Podemos organizar brigadas de bomberos… Usar la inundación para detener las llamas.
Beldre agachó la cabeza.
—No habrá ninguna inundación, Fantasma. Los guardias que dejaste… los ataqué con monedas.
Fantasma sintió un escalofrío.
—¿Muertos?
Ella sacudió la cabeza, el pelo en desorden, el rostro arañado.
—No lo sé —dijo en voz baja—. No lo sé.
—Las aguas no han llegado aún —dijo Sazed—. Ya tendrían… que haber sido liberadas.
—¡Entonces las traeremos! —replicó Fantasma. Se volvió hacia Quellion y se tambaleó, mareado—: ¡Tú! —dijo, señalando al Ciudadano—. ¿No querías ser rey de esta ciudad? Pues lidera a este pueblo, entonces. Consigue el control y prepáralo para apagar los incendios.
—¡No puedo! —protestó Quellion—. Me matarán por lo que he hecho.
Fantasma se tambaleó. Se apoyó contra una viga y se llevó la mano a la cabeza. Beldre dio un paso hacia él.
Fantasma alzó la cabeza y miró a Quellion a los ojos. Los incendios eran tan brillantes que su estaño avivado le dificultaba la visión. Sin embargo, no se atrevía a soltar el metal: solo el poder del ruido, el calor y el dolor le mantenía consciente.
—¡Irás con ellos! —ordenó—. Me importa un comino si te hacen pedazos, Quellion. Vas a intentar salvar esta ciudad. Si no lo haces, te mataré yo mismo. ¿Me entiendes?
El Ciudadano se quedó inmóvil, luego asintió.
—Sazed —dijo Fantasma—, llévalo con Brisa y Allrianne. Yo voy al depósito. Traeré las aguas a los canales, de un modo u otro. Que Brisa y los demás formen patrullas de bomberos para apagar las llamas en cuanto llegue el agua.
Sazed asintió.
—Es un buen plan. Pero Goradel acompañará al Ciudadano. Yo voy contigo.
Fantasma asintió, cansado. Entonces, cuando Sazed se dirigió a buscar al capitán de la guardia, que al parecer había formado un perímetro defensivo en torno a la plaza, Fantasma bajó del escenario y se obligó a encaminarse hacia el depósito.
Pronto advirtió que alguien lo alcanzaba. Luego, tras unos instantes, esa persona lo adelantó y echó a correr. Una parte de su mente sabía que era bueno que Sazed hubiera decidido actuar: el terrisano había creado el mecanismo que inundaría la ciudad. Él tiraría de la palanca. Fantasma no era necesario.
Sigue moviéndote.
Lo hizo, como si cada paso fuera una penitencia por lo que le había hecho a la ciudad. Pasados unos momentos, advirtió que había alguien a su lado, vendándole el brazo.
Parpadeó.
—¿Beldre?
—Te traicioné —dijo ella—. Pero no tenía otra opción. No podía dejar que lo mataras. Yo…
—Hiciste lo adecuado —susurró Fantasma—. Algo… algo estaba interfiriendo, Beldre. Tenía a tu hermano. Casi me tuvo él a mí. No sé. Pero tenemos que seguir andando. El cubil está cerca. Siguiendo esa pendiente.
Ella lo sostuvo mientras caminaban. Fantasma olió a humo antes de llegar. Vio la luz, y sintió el calor. Beldre y él subieron a lo alto de la pendiente, prácticamente a rastras, pues ella estaba casi tan agotada como él. Sin embargo, Fantasma sabía lo que iban a encontrar.
El edificio del Ministerio, como gran parte de la ciudad, estaba en llamas. Sazed estaba detenido ante él, las manos ante los ojos. Para los sentidos amplificados de Fantasma, el brillo de las llamas era tan grande que tuvo que apartar la mirada. El calor le hizo sentir como si estuviera a escasas pulgadas del sol.
Sazed trató de acercarse al edificio, pero tuvo que retroceder. Se volvió hacia Fantasma, protegiéndose la cara.
—¡Demasiado caliente! —gritó—. Necesitamos encontrar agua, o tal vez arena. Hay que apagar el fuego antes de poder llegar abajo.
—Demasiado tarde… —susurró Fantasma—. Tardaremos mucho. Beldre se volvió para contemplar la ciudad. Para los ojos de Fantasma, el humo parecía retorcerse y alzarse por todas partes en el brillante cielo, elevándose como para encontrarse con la ceniza que caía.
Fantasma apretó los dientes y entonces avanzó hacia el fuego.
—¡Fantasma! —exclamó Beldre. Pero no tendría que haberse preocupado. Las llamas eran demasiado calientes. El dolor era tan fuerte que tuvo que retroceder antes de haber cruzado siquiera la mitad de la distancia. Se apartó tambaleándose y se reunió con Beldre y Sazed, jadeando, parpadeando lloroso. Sus sentidos aumentados le dificultaban aún más acercarse a las llamas.
—No hay nada que podamos hacer aquí —dijo Sazed—. Debemos reunir al personal y regresar.
—He fracasado —susurró Fantasma.
—No más que ninguno de nosotros —repuso Sazed—. Esto es culpa mía. El emperador me puso al mando.
—Se suponía que teníamos que traer seguridad a la ciudad —dijo Fantasma—. No destrucción. Debería poder apagar esos fuegos. Pero duele demasiado.
Sazed sacudió la cabeza.
—¡Ah, lord Fantasma! No eres ningún dios para ordenar el fuego a capricho. Eres un hombre, como el resto de nosotros. Todos somos solo… hombres.
Fantasma permitió que se lo llevaran. Desde luego, Sazed tenía razón. Era solo un hombre. Solo Fantasma. Kelsier había elegido a su grupo con cuidado. Había dejado una nota para ellos al morir. Incluía a los demás: Vin, Brisa, Dockson, Clubs y Ham. Hablaba de ellos, de por qué los había elegido.
Pero no de Fantasma. El único que no encajaba.
Te di nombre, Fantasma. Fuiste mi amigo.
¿No es eso suficiente?
Fantasma se detuvo, obligando a los demás a pararse. Sazed y Beldre lo miraron. Fantasma contempló la noche. Una noche demasiado brillante. Los incendios ardían. El humo era punzante.
—No —susurró Fantasma, sintiéndose plenamente lúcido desde que había empezado la violencia esa noche. Se soltó de la tenaza de Sazed y corrió hacia el edificio en llamas.
—¡Fantasma! —gritaron dos voces en la noche.
Fantasma se acercó a las llamas. Su respiración se volvió entrecortada, y notó caliente la piel. El fuego era brillante, devorador. Corrió directamente hacia él. Entonces, en el momento en que el dolor se volvió demasiado grande, apagó su estaño.
Y dejó de sentir.
Sucedió igual que antes, cuando quedó atrapado en el edificio sin ningún metal. Avivar estaño durante tanto tiempo había expandido sus sentidos, pero ahora que no lo quemaba, esos mismos sentidos se embotaban. Todo su cuerpo quedó como muerto, carente de sensación.
Atravesó la puerta del edificio, mientras las llamas llovían a su alrededor.
Su cuerpo ardía. Pero no podía sentir las llamas, y el dolor no lo hacía retroceder. El fuego era tan brillante que incluso sus ojos debilitados podían ver aún. Se abalanzó, ignorando el fuego, el calor y el humo.
Superviviente de las Llamas.
Sabía que las llamas lo estaban matando. Sin embargo, se obligó a continuar, a seguir avanzando mucho después de que el dolor debiera de haberlo dejado inconsciente. Llegó a la habitación del fondo, resbaló y se deslizó por la escalerilla rota.
La caverna estaba oscura. Avanzó a trompicones, abriéndose paso entre estantes y muebles, palpando el camino en la pared, moviéndose con una desesperación que le advertía de que le quedaba poco tiempo. Su cuerpo no funcionaba bien ya: lo había forzado demasiado, y ya no le quedaba peltre.
Se alegró de la oscuridad. Cuando finalmente se desplomó contra la máquina de Sazed, supo que le habría horrorizado ver lo que le habían hecho las llamas.
Gimiendo, palpó hasta encontrar la palanca o, con sus manos entumecidas, lo que esperaba que fuera la palanca. Sus dedos ya no funcionaban. Así que simplemente lanzó su peso contra ella y la movió.
Entonces se deslizó hasta el suelo, sintiendo solo frío y oscuridad.
FIN DE LA CUARTA PARTE