La huida de Ruina merece alguna explicación. Es algo que incluso a mí me costó comprender.
Ruina no podía emplear el poder del Pozo de la Ascensión. Pertenecía a Conservación, su opuesto fundamental. De hecho, una confrontación directa de estas dos fuerzas habría causado la destrucción de ambas.
La prisión de Ruina, sin embargo, se fabricó con ese poder. Por tanto, estaba en sintonía con el poder de Conservación, el mismo poder del Pozo. Cuando ese poder se liberó y se dispersó, en vez de ser utilizado, actuó como llave. La subsiguiente «apertura» fue lo que liberó a Ruina.
46
—Muy bien —dijo Brisa—, ¿alguien quiere especular sobre cómo el espía de nuestro grupo acabó convirtiéndose en un vigilante guerrillero seudorreligioso?
Sazed negó con la cabeza. Se hallaban en su cubil de la cueva situada bajo el Cantón de la Inquisición. Tras declarar que estaba cansado de las raciones de viaje, Brisa había ordenado a varios de los soldados que abrieran algunos de los suministros de la cueva para preparar una comida más adecuada. Sazed podría haberse quejado, pero la verdad era que la caverna estaba tan bien abastecida que ni un Brisa hambriento habría podido causarle mella.
Habían esperado todo el día a que Fantasma regresara al cubil. La tensión era elevada en la ciudad y la mayoría de sus contactos habían desaparecido, para capear la paranoia de Ciudadano en lo referido a una rebelión. Los soldados patrullaban por las calles y un contingente apreciable había acampado delante del edificio del Ministerio. A Sazed le preocupaba que los hubiera asociado con la presencia de Fantasma en las ejecuciones. Parecía que los días de circular libremente por la ciudad habían terminado.
—¿Por qué no ha vuelto? —preguntó Allrianne. Brisa y ella estaban sentados a una bonita mesa, saqueada de la mansión vacía de un noble. Naturalmente, habían vuelto a ponerse sus hermosas ropas: Brisa, un traje, y Allrianne, un vestido de color albaricoque. Siempre se cambiaban lo antes posible, como ansiosos por reafirmarse.
Sazed no cenaba con ellos; no tenía mucho apetito. El capitán Goradel estaba apoyado contra una estantería, decidido a vigilar de cerca a la gente que tenía a su cargo. Aunque sonreía con su buena voluntad de costumbre, Sazed comprendió por las órdenes que había dado a sus soldados que le preocupaba la posibilidad de un ataque. Se aseguraba de que Brisa, Allrianne y Sazed estuvieran dentro de los confines protectores de la caverna. Mejor atrapado que muerto.
—Estoy seguro de que el muchacho se encuentra bien, querida —dijo Brisa, respondiendo por fin a la pregunta de Allrianne—. Puede que no haya vuelto por temor a implicarnos en lo que ha hecho hoy.
—Eso, o es que no puede franquear a los soldados que vigilan ahí fuera —dijo Sazed.
—Se coló en un edificio en llamas mientras estábamos mirando, querido amigo —recordó Brisa—. Dudo que tenga problemas con un puñado de matones, y menos ahora que ha oscurecido.
Allrianne sacudió la cabeza:
—Habría sido mejor si hubiera conseguido escabullirse de ese edificio de la misma forma que entró, sin saltar del tejado a la vista de todo el mundo.
—Tal vez —dijo Brisa—. Pero parte de ser un vigilante rebelde es dejar que tus enemigos sepan de qué vas. El efecto psicológico producido por saltar de un edificio en llamas llevando una niña en brazos es bastante fuerte. ¿Y hacerlo delante del tirano que intentó ejecutar a dicha niña? ¡No sabía que el pequeño y querido Fantasma tuviera tanta pasión por el drama!
—Ya no es tan pequeño, me parece —repuso Sazed—. Tenemos la costumbre de ignorar demasiado a Fantasma.
—Las costumbres vienen dadas por la repetición, querido amigo —observó Brisa, agitando un tenedor—. Prestamos poca atención al muchacho porque raras veces tenía un papel importante que representar. No es culpa suya: simplemente, era joven.
—Vin también era joven —advirtió Sazed.
—Debes reconocer que Vin es un caso especial.
Sazed no pudo discutir eso.
—En cualquier caso, cuando examinamos los hechos, lo que sucedió no resulta tan sorprendente. Fantasma ha tenido meses para ser conocido por la población de los bajos fondos de Urteau, y es uno de los miembros de la banda del Superviviente. Es lógico que se volvieran hacia él para que los salvara, igual que Kelsier salvó Luthadel.
—Estamos olvidando una cosa, lord Brisa —dijo Sazed—. Saltó desde una altura de dos pisos y aterrizó en una calle empedrada. Ningún hombre sobrevive a ese tipo de caídas sin romperse los huesos.
Brisa vaciló.
—¿Crees que estaba preparado? ¿Que tal vez tenía esperando algún tipo de plataforma de aterrizaje que suavizara la caída?
Sazed negó con la cabeza.
—Creo que sería demasiado exagerado asumir que Fantasma podría planear, y ejecutar, un rescate preparado como ese. Habría necesitado la ayuda de los bajos fondos, lo cual habría estropeado el efecto. Si sabían que su supervivencia era un truco, no habríamos escuchado los rumores que hemos escuchado sobre él.
—Entonces, ¿qué? —preguntó Brisa, dirigiendo una mirada a Allrianne—. No estarás sugiriendo de verdad que Fantasma ha sido un nacido de la bruma todo este tiempo, ¿no?
—No lo sé —contestó Sazed en voz baja.
Brisa sacudió la cabeza y se echó a reír.
—Dudo que pudiera habérnoslo ocultado, mi querido amigo. ¡Tendría que haber soportado todo el lío de derrocar al lord Legislador, luego la caída de Luthadel, sin revelar jamás que era algo más que un ojo de estaño! Me niego a aceptar eso.
O te niegas a aceptar que no habrías detectado la verdad, pensó Sazed. Con todo, Brisa tenía un buen argumento. Sazed conocía a Fantasma desde que era un niño. El chico era torpe y tímido, pero no engañoso. Costaba mucho imaginar que hubiera sido un nacido de la bruma desde el principio.
Sí, Sazed había visto aquella caída. Había visto la gracia del salto, la pose distintiva y la destreza natural de quien quema peltre. Sazed deseó tener sus mentecobres para poder buscar referencias sobre gente que manifestaba espontáneamente tener poderes alománticos. ¿Podía alguien ser un brumoso al principio de su vida, y luego transformarse en un nacido de la bruma pleno?
Era algo sencillo, relacionado con sus deberes como embajador. Tal vez podría pasar algún tiempo revisando sus memorias almacenadas, buscando ejemplos…
Vaciló. No seas tonto, pensó. Solo estás buscando excusas. Sabes que es imposible que un alomántico consiga nuevos poderes. No encontrarás ejemplos porque no los hay.
No necesitaba revisar sus mentes de metal. Las había descartado por un buen motivo: no podría ser guardador, no podría compartir el conocimiento recopilado hasta aprender a separar las verdades de las mentiras.
Me he dejado distraer últimamente, pensó con determinación, levantándose de su sitio y dejando a los otros atrás. Se dirigió a su «habitación» del depósito, con las sábanas colgando para bloquear su visión a los demás. Sobre la mesa estaba su cartapacio. En el rincón, junto a un estante lleno de latas, su saco lleno de mentes de metal.
No, pensó Sazed. Me he hecho una promesa. La mantendré. No me convertiré en un hipócrita simplemente porque aparezca una nueva religión que me sorprende. Seré fuerte.
Se sentó a la mesa, abrió el cartapacio y sacó la siguiente hoja de la lista. Hablaba de las características de los nelazan, que adoraron al dios Trell. A Sazed siempre le había agradado esta religión, porque sus fieles se centraban en el aprendizaje y estudio de las matemáticas y los cielos. La había dejado casi para el final, pero más por preocupación que por otra cosa. Había querido posponer lo que sabía que iba a pasar.
En efecto, a medida que fue leyendo sobre la religión, vio lagunas en sus doctrinas. Cierto, los nelazan sabían mucho de astronomía, pero sus enseñanzas sobre la otra vida eran endebles, casi caprichosas. Su doctrina era decididamente vaga, decían, para permitir a todos los hombres descubrir la verdad por sí mismos. Sin embargo, al leer esto, Sazed se sintió frustrado. ¿De qué servía una religión sin respuestas? ¿Por qué creer en algo si la respuesta a la mitad de sus preguntas era «pregúntale a Trell, y él te responderá»?
No descartó la religión de inmediato. Se obligó a hacerla a un lado, reconociendo que no estaba de humor para estudiar. En realidad, no se sentía de humor para nada.
¿Y si Fantasma se ha convertido realmente en un nacido de la bruma?, se preguntó, volviendo a la conversación anterior. Parecía imposible. Sin embargo, muchas cosas que creían saber sobre la alomancia, como la existencia de solo diez metales, habían resultado ser falsas, enseñadas por el lord Legislador para ocultar algunos poderosos secretos.
Tal vez podía ser que un alomántico manifestara de forma espontánea nuevos poderes. O tal vez había un motivo más mundano por el que Fantasma había logrado aquel largo salto. Podría estar relacionado con aquello que volvía sus ojos tan sensibles. ¿Drogas, tal vez?
Sea como fuere, la preocupación por lo que estaba sucediendo impedía que Sazed se concentrara como debía en el estudio de la religión nelazan. Seguía teniendo la sensación de que estaba sucediendo algo muy importante. Y Fantasma se hallaba justo en el centro.
¿Dónde estaba el muchacho?
—Sé por qué estás tan triste —dijo Fantasma.
Beldre se volvió, reflejando la sorpresa en su rostro. Al principio no lo vio. Debía de estar muy sumergido en las sombras brumosas. Le costaba saberlo.
Dio un paso adelante, cruzando el terreno que antes fuera un jardín en la casa del Ciudadano.
—Lo suponía —prosiguió—. En un primer momento, creí que la tristeza tenía que ver con este jardín. Debió de haber sido precioso, en tiempos. Lo habrías visto en su plenitud, antes de que tu hermano ordenara destruir todos los jardines. Estabas emparentada con la nobleza, y probablemente vivías en su sociedad.
Ella pareció sorprenderse ante sus palabras.
—Sí, lo sé —continuó Fantasma—. Tu hermano es alomántico. Un lanzamonedas: sentí sus pulsos. Aquel día en el mercado.
Ella permaneció en silencio, más hermosa ella misma de lo que el jardín podría haberlo sido jamás, aunque dio un paso atrás cuando sus ojos finalmente lo encontraron en la bruma.
—Al final, decidí que debía de estar equivocado. Nadie se entristece tanto por un simple jardín, por hermoso que fuera. Después de eso, pensé que la tristeza de tus ojos se debía a que tienes prohibido tomar parte en los consejos de tu hermano. Siempre te envía fuera, al jardín, cuando se reúne con sus oficiales más importantes. Sé lo que es sentirse inútil y excluido entre gente importante.
Dio otro paso adelante. El áspero terreno se abría bajo sus pies, cubierto por una pulgada de ceniza, los tristes restos de lo que en tiempos había sido un suelo fértil. A su derecha se hallaba el arbusto solitario que Beldre solía venir a contemplar. No lo miró: mantuvo los ojos fijos en ella.
—Me equivocaba —dijo—. Tener prohibido el acceso a las reuniones de tu hermano causaría frustración, pero no dolor. No ese pesar. Ahora conozco esa pena. He matado esta tarde por primera vez. Ayudé a derrocar imperios, luego ayudé a construirlos de nuevo. Y nunca había matado a un hombre. Hasta hoy.
Se detuvo, y entonces la miró a los ojos:
—Sí, conozco esa pena. Lo que intento comprender es por qué la sientes.
Ella se volvió.
—No deberías estar aquí. Hay guardias vigilando.
—No —repuso Fantasma—. Ya no. Quellion ha enviado demasiados hombres a la ciudad: tiene miedo de que estalle una revolución, como sucedió en Luthadel. Como la que inspiró él mismo cuando se hizo con el poder. Está en pleno derecho a tener miedo, pero se equivocó al dejar su propio palacio tan mal protegido.
—¡Mátalo! —susurró Kelsier—. Quellion está dentro, es la oportunidad perfecta. Se lo merece, y tú lo sabes.
No, pensó Fantasma. Hoy no. No delante de ella.
Beldre volvió a mirarlo, con expresión de reproche.
—¿Por qué has venido? ¿Para burlarte de mí?
—Para decirte que te comprendo.
—¿Cómo puedes decir eso? No me comprendes: no me conoces.
—Creo que sí —dijo Fantasma—. Vi tus ojos hoy, cuando mirabas a esas personas marchar hacia la muerte. Te sientes culpable. Culpable por los asesinatos de tu hermano. Lo sientes porque crees que deberías poder detenerlo. —Dio un paso adelante—. No puedes, Beldre. Su poder lo ha corrompido. Puede que una vez fuera un buen hombre, pero ya no lo es. ¿Te das cuenta de lo que está haciendo? Tu hermano está asesinando a gente simplemente para conseguir alománticos. Los captura, y luego amenaza con matar a sus familias si no hacen lo que les pide. ¿Son esas las acciones de un buen hombre?
—Eres un necio simplista —susurró Beldre, aunque seguía sin mirarlo a la cara.
—Lo sé —respondió Fantasma—. ¿Qué son unas cuantas muertes cuando se trata de asegurar la estabilidad de un reino? —Hizo una pausa, luego sacudió la cabeza—. Está matando a niños, Beldre. Y lo hace simplemente por cubrir el hecho de que está reuniendo alománticos.
Beldre guardó silencio un instante.
—¡Vete! —dijo al fin.
—Quiero que vengas conmigo.
Ella alzó la cabeza.
—Voy a derrocar a tu hermano —añadió—. Soy miembro de la banda del mismísimo Superviviente. Derribamos al lord Legislador. Quellion ni siquiera resultará un desafío. No tienes que estar aquí cuando caiga.
Beldre hizo una mueca.
—No es solo tu seguridad —continuó Fantasma—. Si te unes a nosotros, será un fuerte golpe para tu hermano. Tal vez eso lo convenza de que está equivocado. Podría haber un modo más pacífico de cambiar las cosas.
—Voy a empezar a gritar en tres segundos —amenazó Beldre.
—No temo a tus guardias.
—No lo dudo —respondió ella—. Pero, si acuden, tendrás que volver a matar.
Fantasma vaciló. No obstante, se quedó donde estaba, aceptando su envite.
Y entonces ella empezó a gritar.
—¡Ve y mátalo! —dijo Kelsier por encima de los gritos—. ¡Ahora, antes de que sea demasiado tarde! Esos guardias que mataste… solo seguían órdenes. Quellion, él es el verdadero monstruo.
Fantasma rechinó los dientes, presa de la frustración. Luego por fin echó a correr, huyendo de Beldre y sus gritos, dejando a Quellion con vida.
Por el momento.
El conjunto de anillos, cierres, aros, brazaletes y otras piezas de metal brillaba sobre la mesa como un tesoro de leyenda. Naturalmente, la mayoría de los metales eran bastante mundanos. Hierro, acero, estaño, cobre. No había ni oro ni cobre.
Sin embargo, para un feruquimista, los metales valían mucho más que su precio. Eran baterías, almacenes que podían llenarse y luego recuperarse. Un anillo hecho de peltre, por ejemplo, podía llenarse de fuerza. Llenarlo vaciaría de fuerza a un feruquimista durante un tiempo, debilitándolo tanto que las tareas simples le resultarían difíciles, pero el precio valía la pena. Pues, cuando fuera necesario, podría recuperar esa fuerza.
Muchas de estas mentes de metal que había esparcidas en la mesa ante Sazed estaban vacías en este momento. Sazed las había utilizado por última vez durante la horrible batalla que había terminado con la caída, y luego rescate, de Luthadel más de un año atrás. Esa batalla lo había dejado exhausto en más de un sentido. Diez anillos, alineados a un lado de la mesa, habían sido empleados para dejarlo medio muerto. Marsh los había arrojado contra Sazed como monedas, perforándole la piel. Eso, no obstante, había permitido a Sazed decantar su poder y curarse.
En el mismo centro de la colección estaban las mentes de metal más importantes de todas. Cuatro brazaletes brillantes y pulidos, hechos del más puro cobre. Eran las más grandes de sus mentes de metal, pues contenían más cobre. El cobre guardaba recuerdos. Un feruquimista podía coger imágenes, pensamientos o sonidos que estuvieran frescos en su mente, y almacenarlos. Allí dentro, no se deterioraban ni cambiaban, como solían hacer los recuerdos retenidos en la mente.
Cuando Sazed era joven, un feruquimista mayor le leyó el contenido completo de sus mentecobres. Sazed había almacenado el conocimiento en sus propias mentecobres; contenían la suma total del conocimiento guardador. El lord Legislador se había esforzado por aniquilar los recuerdos del pasado de su pueblo. Pero los guardadores los habían recopilado: historias de cómo era el mundo antes de que llegara la ceniza y el sol se hubiera vuelto rojo. Los guardadores habían memorizado los nombres de los lugares y los reinos, acumulando la sabiduría de lo que se había perdido.
Y habían memorizado las religiones que el lord Legislador había prohibido. Las que con más intensidad había intentado destruir; por eso los guardadores habían trabajado con igual intensidad para rescatarlas, para asegurarlas en el interior de sus mentes de metal, para que algún día pudieran volver a ser enseñadas. Sobre todo, los guardadores habían buscado una cosa: conocimiento de su propia religión, las creencias del pueblo de Terris. Sin embargo, a pesar de siglos de trabajo, los guardadores nunca habían recuperado este conocimiento, el más precioso de todos.
Me pregunto qué habría sucedido si lo hubiéramos encontrado, pensó Sazed, cogiendo una menteacero y puliéndola suavemente. Probablemente, nada. Por el momento, había renunciado a su obra con las religiones de su cartapacio, pues se sentía demasiado desanimado para estudiar.
Quedaban cincuenta religiones en su cartapacio. ¿Por qué se había estado engañando a sí mismo, esperando encontrar en ellas una verdad que no existía en las anteriores doscientas cincuenta? Ninguna de las religiones había conseguido sobrevivir al tiempo. ¿No debería dejarlas correr? Estudiarlas parecía formar parte de la gran falacia de los guardadores. Se habían esforzado por recordar las creencias de los hombres, pero esas creencias ya habían demostrado que carecían de fuerza para sobrevivir. ¿Por qué devolverlas a la vida? Parecía tan absurdo como revivir a un animal enfermo para que pudiera volver a ser víctima de los depredadores.
Continuó puliendo. Con el rabillo del ojo, vio que Brisa lo observaba. El aplacador había venido a la «habitación» de Sazed, quejándose de que no podía dormir, no con Fantasma todavía por ahí fuera. Sazed había asentido, pero siguió puliendo. No quería conversar, solo estar solo.
Por desgracia, Brisa se levantó y se acercó.
—A veces no te entiendo, Sazed —reveló Brisa.
—No pretendo ser misterioso, lord Brisa —respondió Sazed, pasando a pulir un pequeño anillo de bronce.
—¿Por qué las cuidas tanto? Ya nunca te las pones. De hecho, pareces despreciarlas.
—No desprecio las mentes de metal, lord Brisa. En cierto modo, son lo único sagrado que queda en mi vida.
—Pero tampoco te las pones.
Sazed continuó puliendo.
—No. No me las pongo.
—Pero ¿por qué? —preguntó Brisa—. ¿Crees que ella habría querido esto? También era guardadora. ¿De verdad crees que habría querido que renunciaras a tus mentes de metal?
—Este hábito mío concreto no tiene nada que ver con Tindwyl.
—¿Ah, no? —preguntó Brisa, suspirando mientras se sentaba a la mesa—. ¿Qué quieres decir? Porque, sinceramente, Sazed, me confundes. Comprendo a la gente. Me molesta no poder comprenderte a ti.
—Después de la muerte del lord Legislador —dijo Sazed, soltando el anillo—, ¿sabes a qué me dediqué?
—A enseñar. Te marchaste para restaurar el conocimiento perdido al pueblo del Imperio Final.
—¿Y llegué a contarte alguna vez cómo me fue con la enseñanza?
Brisa negó con la cabeza.
—Mal —dijo Sazed, cogiendo otro anillo—. A la gente no le importaba. No les interesaban las religiones del pasado. ¿Y por qué debería? ¿Para qué adorar algo en lo que antes se creía?
—A la gente siempre le interesa el pasado, Sazed.
—Puede que les interese, pero el interés no es fe. Estas mentes de metal son cosa de museos y bibliotecas antiguas. Poco útiles para la gente moderna. Durante los años del reinado del lord Legislador, los guardadores pretendimos estar haciendo un trabajo vital. Creíamos estar haciendo un trabajo vital. Y, sin embargo, lo cierto es que al final tuvimos poco valor real. Vin no necesitó este conocimiento para matar al lord Legislador.
»Probablemente soy el último de los guardadores. Los pensamientos de estas mentes de metal morirán conmigo. Y, en ocasiones, no puedo lamentarlo. Esta no es una época para eruditos y filósofos. Los eruditos y los filósofos no dan de comer a los niños hambrientos.
—¿Y por eso ya no te las pones? —preguntó Brisa—. ¿Porque crees que son inútiles?
—Es más que eso. Llevar estas mentes de metal sería fingir. Estaría fingiendo que considero útiles las cosas que hay en ellas, y aún no he decidido si me lo parecen. Llevarlas ahora parecería una traición. Las aparto, pues no puedo hacerles justicia. No estoy preparado para creer, como antes, que recopilar conocimiento y religiones es más importante que actuar. Tal vez si los guardadores hubieran luchado en vez de solo memorizado, el lord Legislador habría caído hace siglos.
—Pero tú resististe, Sazed. Tú luchaste.
—Ya no me represento a mí mismo, lord Brisa —replicó Sazed en voz baja—. Represento a todos los guardadores, porque al parecer soy el último. Y, siendo el último, no creo en las cosas que una vez enseñé. No puedo admitir de manera consciente que soy el guardador que fui.
Brisa suspiró, sacudiendo la cabeza.
—Eso no tiene sentido.
—Tiene sentido para mí.
—No, yo diría que solo estás confundido. Puede que este no te parezca un mundo para eruditos, mi querido amigo, pero creo que se demostrará que estás equivocado. Ahora, que sufrimos en la oscuridad que podría ser el final de todo, es cuando más necesitamos conocimiento.
—¿Por qué? —preguntó Sazed—. ¿Para poder enseñar a un moribundo una religión en la que yo no creo? ¿Para hablar de un dios que sé que no existe?
Brisa se inclinó hacia delante.
—¿De verdad crees eso? ¿Que nada nos observa?
Sazed continuó puliendo sus metales en silencio.
—Aún tengo que decidirlo —dijo por fin—. En ocasiones, he tenido esperanza de encontrar alguna verdad. Hoy, sin embargo, esa esperanza me parece muy lejana. Hay oscuridad en esta tierra, Brisa, y no estoy seguro de que podamos combatirla. No estoy seguro de querer combatirla.
Brisa pareció preocupado por eso. Abrió la boca, pero antes de que pudiera responder, un temblor sacudió la caverna. Los anillos y brazaletes de la mesa se estremecieron y tintinearon mientras toda la habitación se tambaleaba, y se produjo un pequeño estrépito cuando algunos de los alimentos cayeron; no muchos, pues los hombres del capitán Goradel habían hecho un buen trabajo quitando la mayor parte de los estantes y colocando la comida en el suelo, para que así pudiera soportar mejor los terremotos.
Poco después, los temblores remitieron. Un Brisa pálido se sentó, contemplando el techo de la caverna.
—Te lo digo, Sazed. Cada vez que viene uno de esos temblores, me pregunto si es sabio escondernos en una cueva. No es el más seguro de los lugares durante un terremoto, creo.
—Por el momento, no tenemos otra opción.
—Cierto, supongo. ¿No… no te parece que los temblores son cada vez más frecuentes?
—Sí —respondió Sazed, recogiendo unos cuantos brazaletes del suelo—. Sí, así es.
—Tal vez… esta región sea más proclive a ellos —dijo Brisa, aunque no parecía convencido. Se volvió para mirar a un lado y vio al capitán Goradel que rodeaba un estante y se acercaba velozmente a ellos—. ¡Ah!, ya veo que vienes a comprobar cómo estamos —dijo Brisa—. Hemos sobrevivido sin problemas al temblor. No hay ninguna necesidad de urgencia, mi querido capitán.
—No es eso —dijo Goradel, resoplando—. Es lord Fantasma. Ha vuelto.
Sazed y Brisa intercambiaron una mirada y se levantaron de sus asientos para seguir a Goradel a la entrada de la cueva. Encontraron a Fantasma bajando las escaleras. Tenía los ojos descubiertos, y Sazed vio una nueva dureza en la expresión del joven.
No hemos prestado suficiente atención al muchacho.
Los soldados retrocedieron. Había sangre en la ropa de Fantasma, aunque no parecía herido. Su capa estaba quemada en algunos sitios y la parte inferior terminaba en un desgarro chamuscado.
—Bueno —dijo Fantasma, mirando a Brisa y Sazed—, estáis aquí. ¿Ha causado algún daño ese terremoto?
—¿Fantasma? —preguntó Brisa—. No, aquí estamos todos bien. Ningún daño. Pero…
—Tenemos poco tiempo para charlar, Brisa —dijo Fantasma, pasando de largo—. El emperador Venture quiere Urteau, y nosotros vamos a entregársela. Necesito que empieces a difundir rumores por la ciudad. Será fácil: algunos de los elementos más importantes de los bajos fondos ya conocen la verdad.
—¿Qué verdad? —preguntó Brisa, reuniéndose con Sazed mientras seguían a Fantasma por la caverna.
—Que Quellion está utilizando alománticos —dijo Fantasma, y su voz resonó en la cueva—. Acabo de confirmar mis sospechas: Quellion recluta nacidos de la bruma entre la gente que arresta. Los rescata de sus propios incendios, y luego retiene a sus familias como rehenes. Se basa en aquello contra lo que predica. Toda la base de su gobierno es, por tanto, una mentira. Revelar esa mentira debería conseguir que todo el sistema se viniera abajo.
—Eso es importantísimo, sin duda podemos hacerlo… —dijo Brisa, mirando de nuevo a Sazed. Fantasma siguió andando, y Sazed lo siguió. Brisa se apartó, probablemente para recoger a Allrianne.
Fantasma se detuvo al borde del agua. Se quedó allí un instante, y luego se volvió hacia Sazed.
—Dijiste que has estado estudiando la construcción que trajo aquí el agua, desviándola de los canales.
—Sí.
—¿Hay un modo de invertir el proceso? —preguntó Fantasma—. ¿Hacer que el agua vuelva a inundar las calles?
—Tal vez —respondió Sazed—. Aunque no estoy seguro de tener la experiencia como ingeniero para conseguir ese hecho.
—¿Hay en tus mentes de metal conocimiento que pueda ayudarte?
—Bueno… sí.
—Entonces úsalas.
Sazed vaciló, incómodo.
—Sazed —advirtió Fantasma—. No tenemos mucho tiempo: debemos tomar esta ciudad antes de que Quellion decida atacar y destruirnos. Brisa va a difundir los rumores, y luego yo voy a encontrar un modo de demostrar ante su pueblo que Quellion es un mentiroso. Él también es alomántico.
—¿Bastará con eso?
—Bastará si les damos alguien a quien seguir —dijo Fantasma, volviéndose para contemplar las aguas—. Alguien que pueda sobrevivir a incendios; alguien que pueda devolver el agua a las calles de la ciudad. Les daremos milagros y un héroe, y luego descubriremos a su líder como hipócrita y tirano. Frente a eso, ¿qué harías tú?
Sazed no respondió de inmediato. Fantasma daba buenos argumentos, incluso cuando decía que las mentes de metal aún eran útiles. Sin embargo, Sazed no estaba seguro de qué pensar respecto a los cambios en el muchacho. Parecía haberse vuelto mucho más competente, pero…
—Fantasma —dijo Sazed, acercándose, hablando en voz baja para que los soldados cercanos no pudieran enterarse—. ¿Qué es lo que no compartes con nosotros? ¿Cómo sobreviviste al salto desde ese edificio? ¿Por qué te cubres los ojos con vendas?
—Yo… —Fantasma vaciló, mostrando un atisbo del muchacho inseguro que había sido una vez—. No sé si puedo explicarme, Sazed —dijo Fantasma, y parte de su pretensión se evaporó—. Sigo intentando comprenderlo. Acabaré por explicarme. Por ahora, ¿puedes confiar en mí?
El muchacho siempre había sido sincero. Sazed escrutó aquellos ojos, tan ansiosos.
Y encontró algo importante. A Fantasma le importaba esta ciudad, le importaba derrocar al Ciudadano. Había salvado a aquella gente antes, mientras Sazed y Brisa se quedaban fuera mirando.
Sus emociones habían sido muy traicioneras últimamente. Tenía problemas para estudiar, tenía problemas para actuar como líder, tenía problemas para ser de ninguna utilidad. Pero, al mirar a los ansiosos ojos de Fantasma, casi pudo olvidar sus problemas durante un instante.
Si el muchacho quería asumir el liderazgo, ¿quién era él para impedírselo?
Miró hacia su habitación, donde se encontraban las mentes de metal. Había estado tanto tiempo sin ellas… Lo tentaban con su conocimiento.
Mientras no predique las religiones que contienen, no soy un hipócrita, pensó. Usar este conocimiento concreto que Fantasma solicita, al menos, dará algo de significado al sufrimiento de quienes trabajaron para recopilar conocimientos de ingeniería.
Parecía una excusa débil. Pero, la idea de que Fantasma tomara el liderazgo y ofreciera un buen motivo para usar las mentes de metal era más que suficiente.
—Muy bien —dijo Sazed—. Haré lo que me pides.