Durante los primeros días del plan original de Kelsier, recuerdo lo mucho que este nos confundió a todos con su misterioso «Undécimo metal». Decía que había leyendas sobre un metal místico que permitía matar al lord Legislador, y que él había localizado ese metal tras una intensa búsqueda.
Nadie sabía realmente qué hizo Kelsier en los años transcurridos entre su huida de los Pozos de Hathsin y su regreso a Luthadel. Cuando alguien insistía, simplemente contestaba que había estado «en el oeste». De algún modo, en sus correrías descubrió historias de las que ningún guardador había oído hablar. La mayoría de los miembros del grupo no sabían cómo interpretar las leyendas de las que hablaba. Tal vez ese fuera el principal motivo por el que hasta sus más viejos amigos empezaron a cuestionar su liderazgo.
23
En las tierras del este, cerca de los páramos de polvo y arena, un muchacho se desplomó en el suelo dentro de una choza skaa. Fue muchos años antes del Colapso, cuando el lord Legislador aún vivía. No es que el muchacho supiera esas cosas. Era una criatura sucia y harapienta, como casi todos los demás niños skaa del Imperio Final. Demasiado joven para que lo pusieran a trabajar en las minas, se pasaba los días escapando de su madre y correteando con grupos de niños que se ganaban la vida en las calles secas y polvorientas.
Hacía diez años que Fantasma había dejado de ser ese niño. En cierto modo, era consciente de que deliraba, de que la fiebre de sus heridas le hacía perder y recobrar la consciencia, de que sueños del pasado llenaban su mente. Los dejó correr. Permanecer concentrado requería demasiada energía.
Y así recordó lo que sintió cuando golpeó el suelo. Un hombre grande (todos los hombres eran grandes comparados con Fantasma) se alzaba sobre él, la piel sucia del polvo y la mugre de las minas. El hombre escupió en el suelo sucio junto a Fantasma, luego se volvió hacia los otros skaa en la habitación. Había muchos. Una mujer lloraba, y las lágrimas le dejaban líneas de limpieza en las mejillas al borrar el polvo.
—Muy bien —dijo el hombre grande—. Lo tenemos. ¿Y ahora qué?
Se miraron entre sí. Uno de ellos cerró en silencio la puerta de la choza, anulando la roja luz del sol.
—Solo podemos hacer una cosa —sugirió otro hombre—. Entregarlo.
Fantasma alzó la cabeza. Miró a los ojos de la mujer llorosa. Ella apartó el rostro.
—¿Parlas el dónde de qué? —preguntó Fantasma.
El hombretón volvió a escupir y colocó una bota contra el cuello de Fantasma, apretándolo contra la áspera madera.
—No tendrías que haberle dejado frecuentar esas bandas callejeras, Margel. Ahora el maldito muchacho apenas habla coherentemente.
—¿Qué pasará si lo entregamos? —preguntó uno de los otros hombres—. Quiero decir, ¿y si deciden que somos como él? ¡Podrían mandarnos ejecutar! Lo he visto antes. Entregas a alguien y esas… cosas vienen en busca de todos los que lo conocían.
—Problemas como el suyo forman parte de la familia —señaló otro hombre.
Guardaron silencio. Todos conocían a la familia de Fantasma.
—Nos matarán —dijo el hombre asustado—. ¡Sabéis que lo harán! Los he visto, los he visto con esos clavos en los ojos. Espíritus de muerte, eso es lo que son.
—No podemos dejarlo suelto —repuso otro hombre—. Descubrirán lo que es.
—Solo se puede hacer una cosa —resolvió el hombretón, apretando con más fuerza el cuello de Fantasma.
Los ocupantes de la habitación, los que Fantasma podía ver, asintieron con aire de gravedad. No podían entregarlo. Tampoco podían dejarlo ir. Sin embargo, nadie echaría en falta a un bribón callejero skaa. Ningún inquisidor ni obligador preguntaría dos veces por un niño muerto encontrado en las calles. Los skaa morían todo el tiempo.
Así eran las cosas en el Imperio Final.
—Padre —susurró Fantasma.
El talón apretó con más fuerza.
—¡Tú no eres mi hijo! Mi hijo se internó en las brumas y no salió nunca. Debes de ser un espectro de la bruma.
Fantasma trató de oponerse, pero el pie le apretaba demasiado el pecho. No podía respirar, y mucho menos hablar. La habitación empezó a ennegrecerse. Y, sin embargo, sus oídos (sobrenaturalmente sensibles, amplificados por poderes que apenas comprendía) escucharon algo.
Monedas.
La presión en su cuello se debilitó. Pudo jadear en busca de aire, y recuperó la visión. Allí, caídas en el suelo ante él, había un puñado de hermosas monedas de cobre. Los skaa no cobraban por su trabajo: los mineros recibían productos, apenas los suficientes para vivir. Sin embargo, en ocasiones Fantasma veía que pasaban monedas entre manos nobles. Una vez conoció a un chico que había encontrado una moneda, perdida en la polvorienta mugre de la calle.
Un niño mayor lo había matado por eso. Luego, un noble había matado a ese otro niño cuando trataba de gastar la moneda. A Fantasma le parecía que ningún skaa querría monedas: eran demasiado valiosas, y demasiado peligrosas. Sin embargo, todos los ojos de la habitación estaban puestos en la bolsa de riquezas desparramadas.
—El chico a cambio de la bolsa —dijo una voz. Todos se apartaron para observar a un hombre que estaba sentado en una mesa al fondo de la habitación. No miraba a Fantasma. Tan solo permanecía sentado, metiéndose en silencio una cuchara de gachas en la boca. Su rostro era nudoso y retorcido, como el cuero que ha estado demasiado tiempo expuesto al sol.
—¿Y bien? —preguntó el hombre nudoso entre bocado y bocado.
—¿De dónde has sacado este dinero? —quiso saber el padre de Fantasma.
—No es asunto tuyo.
—No podemos dejar marchar al muchacho —advirtió uno de los skaa—. ¡Nos traicionará! ¡Cuando lo capturen, les dirá que lo sabíamos!
—No lo capturarán —dijo el hombre contrahecho, tomando otro bocado—. Estará conmigo, en Luthadel. Además, si no lo dejáis venir, les hablaré de vosotros a los obligadores. —Hizo una pausa, bajando la cuchara. Luego miró a la multitud con dureza—: A menos que me queráis matar a mí también.
Por último, el padre de Fantasma retiró el talón del cuello del muchacho y avanzó hacia el hombre. Pero la madre de Fantasma lo agarró por el brazo.
—¡No, Jedal! —dijo en voz baja, aunque no demasiado baja para los oídos amplificados de Fantasma—. ¡Te matará!
—Es un traidor —escupió el padre—. Sirve en el ejército del lord Legislador.
—Nos ha traído monedas. Sin duda, aceptar su dinero es mejor que matar al chico.
El padre de Fantasma miró a la mujer.
—¡Es cosa tuya! ¡Mandaste llamar a tu hermano! ¡Sabías que deseaba llevarse al muchacho!
La madre de Fantasma se volvió.
El hombre contrahecho finalmente soltó la cuchara y se levantó. La gente se apartó, atemorizada. Caminó con cojera pronunciada mientras cruzaba la habitación.
—¡Vamos, chico! —dijo, sin mirar a Fantasma, mientras abría la puerta.
Fantasma se levantó despacio, vacilante. Miró a sus padres mientras retrocedía. Jedal se agachó y empezó a recoger las monedas. Margel miró a Fantasma a los ojos, y luego se volvió. Es todo lo que puedo darte, parecía decir su postura.
Fantasma se dio media vuelta, frotándose el cuello, y salió a la calurosa calle tras el desconocido. El hombre seguía cojeando, caminando con un bastón. Miró a Fantasma.
—¿Tienes nombre, muchacho?
Fantasma abrió la boca, pero se detuvo. Su antiguo nombre no parecía servir ya.
—Lestibournes —dijo por fin.
El viejo no pestañeó. Más tarde, Kelsier decidiría que Lestibournes era difícil de pronunciar y lo llamaría «Fantasma». El chico nunca supo si Clubs sabía hablar el argot callejero del este. Y aunque lo hiciera, dudaba que comprendiera la referencia.
Lestibournes: argot callejero que significa «Me han abandonado».