El Equilibrio. ¿Es real?

Casi hemos olvidado esta parte del saber. Los skaa solían hablar al respecto, antes del Colapso. Los filósofos discutieron mucho en los siglos IIIIV, pero en la época de Kelsier ya era un tema casi olvidado.

Sin embargo, era real. Había una diferencia fisiológica entre los skaa y la nobleza. Cuando el lord Legislador alteró a la humanidad para hacerla más tolerante a la ceniza, cambió también otras cosas. Algunos grupos de personas (los nobles) fueron creados para ser menos fértiles, pero también más altos, más fuertes y más inteligentes. Otros (los skaa) fueron creados para ser más bajos, más resistentes, y para tener muchos hijos.

Los cambios, sin embargo, fueron leves; y pasados mil años de interrelación, las diferencias habían sido prácticamente borradas.

25

Ciudad Fadrex —dijo Elend, de pie en su lugar habitual en la proa del estrecho barco. Ante ellos, el ancho Canal de Conway, considerado la principal ruta al oeste, continuaba en la lejanía y se desviaba al noroeste. A la izquierda de Elend, el terreno se alzaba en una pendiente rota, creando un conjunto de empinadas formaciones rocosas. Pudo ver que se alzaban mucho más a lo lejos.

No obstante, más cerca del canal, una amplia ciudad se asentaba en el mismo centro de un gran grupo de formaciones rocosas. Las rocas rojas y anaranjadas eran de las que quedaban atrás cuando el viento y la lluvia erosionaban secciones más débiles de piedra, y muchas de ellas se alzaban como torres. Otras formaban barreras irregulares, como setos, hileras de enormes bloques que se habían unido hasta elevarse diez o doce metros en el aire.

Elend apenas podía ver las puntas de los edificios de la ciudad por encima de las formaciones de piedra. Por supuesto, en Fadrex no disponía de una muralla formal (solo Luthadel lo tenía permitido), pero las rocas que se elevaban en torno a la ciudad componían un conjunto de fortificaciones naturales escalonadas.

Elend había estado antes en esta ciudad. Su padre se había asegurado de que conociera todos los principales centros culturales del Imperio Final. Fadrex no era uno de ellos, pero estaba de camino a Tremredare, conocida antaño como la capital del oeste. Sin embargo, al formar su nuevo reino, Cett había ignorado Tremredare y había pasado a establecer su capital en Fadrex. Un movimiento astuto, en opinión de Elend: Fedrex era más pequeña, más defendible, y había sido un puesto de suministros importante para numerosas rutas por el canal.

—La ciudad parece haber cambiado desde la última vez que estuve aquí —comentó Elend.

—Árboles —comentó Ham, de pie a su lado—. Fadrex tenía árboles en los salientes de roca y en las mesetas. —Ham lo miró—: Están preparados para recibirnos. Talaron los árboles para tener un mejor campo de batalla e impedir que nos acerquemos.

Elend asintió.

—¡Mira allí!

Ham entornó los ojos, aunque obviamente tardó un momento en advertir lo que habían captado los ojos de Elend, amplificados por el estaño. En la cara norte de la ciudad, la más cercana a la ruta del canal, las terrazas y los salientes de roca formaban un cañón natural. De unos seis metros de diámetro, era el único medio de entrada a la ciudad, y los defensores habían cavado varias zanjas en el suelo. Como es lógico, en estos momentos estaban cubiertas por puentes, pero atravesar aquella estrecha entrada, con fosos delante del ejército, arqueros disparando desde los salientes rocosos de arriba y una puerta al fondo…

—No está mal —dijo Ham—. Me alegro de que no decidieran desecar el canal.

A medida que avanzaban hacia el oeste, el terreno se elevaba, por lo que el convoy tuvo que pasar por varios enormes mecanismos de compuertas. Los cuatro últimos habían sido atascados a propósito, y necesitaron horas de esfuerzo para ponerlos de nuevo en marcha.

—Confían demasiado en el canal —señaló Elend—. Si sobreviven a nuestro asedio, tendrán que traer suministros por barco. Suponiendo que puedan conseguir alguno.

Ham guardó silencio. Hasta que, por fin, se volvió y contempló el oscuro canal tras ellos.

—El —dijo—, no creo que mucha más gente vaya a recorrer este canal. Los barcos apenas han conseguido llegar hasta tan lejos: demasiada ceniza lo obstruye. Si volvemos a casa, lo haremos a pie.

—¿Si volvemos a casa?

Ham se encogió de hombros. A pesar del tiempo más frío del oeste, seguía vistiendo solo un chaleco. Ahora que Elend era alomántico, por fin comprendía aquella costumbre. Mientras quemaba peltre, Elend apenas sentía el frío, aunque varios soldados se habían quejado de él en las últimas mañanas.

—No sé, El —se explicó Ham por fin—. Es que me parece portentoso. El canal cerrándose a nuestras espaldas mientras viajamos. Es como si el destino intentara dejarnos aquí atrapados.

—Ham —repuso Elend—, todo te parece portentoso. Todo irá bien.

Ham se encogió de hombros.

—Organiza al personal —ordenó Elend, señalando—. Atracaremos en esa caleta de ahí, y plantaremos el campamento en la meseta.

Ham asintió. Pero seguía mirando hacia popa. Hacia Luthadel, que había quedado atrás.

No temen a las brumas, pensó Elend, observando a través de la oscuridad las formaciones rocosas que marcaban la entrada a Ciudad Fadrex. Allí ardían las hogueras, iluminando la noche. Esas luces solían ser fútiles, e indicaban el miedo del hombre a las brumas. Sin embargo, de algún modo estas hogueras eran diferentes. Ardían con fuerza, altas, como flotando en el cielo.

Elend se volvió y entró en su tienda iluminada, donde un pequeño grupo de personas lo esperaba. Ham, Cett y Vin. Demoux estaba ausente, recuperándose aún de la enfermedad de la bruma.

Somos pocos, pensó Elend. Fantasma y Brisa están en el norte, Penrod allá en Luthadel, Felt vigilando el depósito en el este…

—Bueno —dijo, cerrando las puertas de lona de la tienda tras de sí—. Parece que se han atrincherado bastante bien.

—Han llegado los informes iniciales de los exploradores, El —dijo Ham—. Calculamos unos veinticinco mil defensores.

—No tantos como esperaba.

—Ese bastardo de Yomen tiene que mantener el control del resto de mi reino —dijo Cett—. Si trajera todas las tropas a la capital, las otras ciudades lo derrocarían.

—¿Qué? —preguntó Vin, divertida—. ¿Crees que se rebelarían y se pasarían a tu bando?

—No —contestó Cett—, se rebelarían y tratarían de tomar el reino para sí mismos. Así es como funcionan las cosas. Ahora que el lord Legislador ha muerto, todos los pequeños lores o los obligadores de poca monta con sed de poder piensan que pueden gobernar un reino. ¡Diantre!, yo lo intenté… y vosotros también.

—Nosotros tuvimos éxito —recalcó Ham.

—Y lord Yomen también —repuso Elend, cruzándose de brazos—. Conserva este reino desde que Cett marchó contra Luthadel.

—Casi me expulsó —admitió Cett—. Hizo que la mitad de los nobles se volvieran contra mí incluso antes de que marchara hacia Luthadel. Dije que lo dejaba al mando, pero los dos sabíamos la verdad. Es astuto… lo suficiente para saber que puede defender la ciudad contra una fuerza superior, desplegar sus tropas para conservar el reino y soportar un asedio largo sin quedarse sin suministros.

—Por desgracia, puede que Cett tenga razón —observó Ham—. Nuestros informes iniciales situaban las fuerzas de Yomen en unos ochenta mil hombres. Sería un necio si no tuviera unas cuantas unidades a tiro de piedra de nuestro campamento. Tendremos que estar alerta contra posibles incursiones.

—Dobla la guardia y triplica las patrullas de exploradores —ordenó Elend—, sobre todo durante las primeras horas de la mañana, cuando la bruma diurna oscurece el cielo, pero el sol proporciona luz.

Ham asintió.

—Y —añadió Elend, pensativo— que los hombres permanezcan en sus tiendas durante las brumas… pero que estén preparados para una incursión. Si Yomen piensa que tenemos miedo de salir, tal vez podamos poner un cebo a uno de sus ataques «sorpresa» contra nosotros.

—¡Muy bien! —exclamó Ham.

—Pero eso no nos hará franquear esas murallas naturales —dijo Elend, cruzándose de brazos—. Cett, ¿qué dices tú?

—Domina el canal. Coloca centinelas en las formaciones rocosas superiores para asegurarte de que Yomen no trae nuevos suministros a la ciudad por medios secretos. Luego, sigue adelante.

—¿Qué? —preguntó Ham, sorprendido.

Elend miró a Cett, tratando de decidir qué quería decir el hombre.

—¿Atacar las ciudades cercanas? ¿Dejar aquí un ejército lo bastante grande para impedir que rompan el asedio, y capturar entonces otras partes de su territorio?

Cett asintió.

—La mayoría de las ciudades cercanas no están fortificadas. Se entregarán sin luchar.

—Buena sugerencia —observó Elend—. Pero no haremos eso.

—¿Por qué no?

—Porque no pretendemos reconquistar tu tierra, Cett —contestó Elend—. El principal motivo que nos ha traído hasta aquí es asegurar ese depósito… y espero hacerlo sin tener que recurrir a saquear el territorio.

Cett bufó.

—¿Qué esperas encontrar? ¿Un medio mágico para detener la ceniza? Ni siquiera el atium podría conseguirlo.

—Ahí hay algo —repuso Elend—. Es la única esperanza que tenemos.

Cett sacudió la cabeza.

—Has estado persiguiendo durante más de un año un rompecabezas dejado por el lord Legislador, Elend. ¿No se te ha ocurrido que el hombre era un sádico? No hay ningún secreto. Ninguna forma de salir de esta. Si vamos a sobrevivir a los próximos años, tenemos que hacerlo por nuestra cuenta… y eso significa asegurar el Dominio Occidental. Las llanuras de esta zona representan algunas de las granjas más elevadas del imperio… y más altitud implica más proximidad al sol. Si vas a encontrar plantas que sobrevivan a pesar de las brumas diurnas, tendrás que cultivarlas aquí.

Eran buenos argumentos. Pero no puedo rendirme, pensó Elend. Todavía no. Había leído los informes de los suministros que había en Luthadel, y había visto las estimaciones. La ceniza mataba las cosechas mucho más que las brumas. Más tierra no salvaría a su pueblo: necesitaban algo más. Algo que esperaba que el lord Legislador les hubiera dejado.

El lord Legislador no odiaba a su pueblo, y no querría que muriera, aunque él fuera derrotado. Dejó comida, agua, suministros. Y, si conocía secretos, los habría escondido en los depósitos. Allí habrá algo.

Tiene que haberlo.

—El depósito sigue siendo nuestro objetivo principal —dijo Elend. A su lado, pudo ver a Vin sonriendo.

—¡Bien! —suspiró Cett—. Entonces ya sabes lo que tenemos que hacer. Este asedio podría llevar tiempo.

Elend asintió.

—Ham, envía a nuestros ingenieros ocultos bajo la bruma. A ver si pueden encontrar la manera de que nuestras tropas atraviesen esas zanjas. Que los exploradores busquen arroyos que puedan llegar a la ciudad… Cett, es posible que puedas ayudarnos a localizarlos. Y, cuando tengamos espías dentro de la ciudad, que busquen almacenes de alimentos que podamos echar a perder.

—Un buen principio —dijo Cett—. Naturalmente, hay una forma fácil de sembrar el caos en la ciudad y tal vez hacer que se rindan sin luchar…

—No vamos a asesinar al rey Yomen —interrumpió Elend.

—¿Por qué no? —preguntó Cett—. Contamos con dos nacidos de la bruma. No será difícil eliminar al líder de Fadrex.

—Nosotros no actuamos así —repuso Ham, el rostro ensombrecido.

—¿Ah, no? Eso no impidió que Vin abriera un hueco a través de mi ejército y me atacara a mí antes de que acampáramos.

—Eso fue diferente —protestó Ham.

—No —atajó Elend—. No lo fue. El motivo por el que no vamos a asesinar a Yomen es que quiero probar antes con la diplomacia, Cett.

—¿Diplomacia? —preguntó Cett—. ¿No traemos un ejército de cuarenta mil hombres a esta ciudad? Eso no es un gesto diplomático.

—Cierto —asintió Elend—. Pero no hemos atacado todavía. Ahora que estoy aquí en persona, puedo intentar hablar antes de enviar nuestros cuchillos en mitad de la noche. Podríamos persuadir a lord Yomen de que una alianza le beneficiará más que una guerra.

—Si firmamos una alianza —dijo Cett, inclinándose hacia delante en su asiento—, yo no recuperaré mi ciudad.

—Lo sé —contestó Elend.

Cett frunció el ceño.

—Pareces olvidar algo, Cett —prosiguió Elend—. Tú no te «aliaste» conmigo; te arrodillaste ante mí, ofreciendo juramentos de servicio a cambio de no ser ejecutado. Agradezco tu fidelidad, y me encargaré de recompensarte con un reino para que lo gobiernes bajo mis órdenes. Sin embargo, no elegirás cuál será ese reino ni cuándo te lo concederé.

Cett vaciló, sentado en la silla, con un brazo apoyado sobre sus piernas inútiles y paralizadas. Finalmente, sonrió.

—¡Maldita sea, muchacho! —exclamó—. Has cambiado mucho en el año que hace que te conozco.

—A todo el mundo le gusta decirme eso —repuso Elend—. Vin, ¿crees que podrás entrar en la ciudad?

Ella arqueó una ceja.

—Espero que sea una pregunta retórica.

—Pretendía ser amable —dijo Elend—. Necesito que explores un poco. No sabemos casi nada de lo que ocurre últimamente en este dominio… Hemos concentrado todos nuestros esfuerzos en Urteau y el sur.

Vin se encogió de hombros.

—Puedo husmear un poco. No sé qué esperas que encuentre.

—Cett —ordenó Elend, volviéndose—. Necesito nombres. Informadores, o tal vez algunos nobles que puedan serte aún leales.

—¿Nobles? —preguntó Cett, divertido—. ¿Leales?

Elend puso los ojos en blanco.

—¿Qué tal alguien que podamos sobornar para que nos pase información?

—¡Claro! —respondió Cett—. Escribiré algunos nombres y lugares. Suponiendo que aún vivan en la ciudad. ¡Demonios!, suponiendo que estén vivos siquiera. No podemos esperar gran cosa hoy en día.

Elend asintió.

—No emprenderemos ninguna otra acción hasta que tengamos más información. Ham, asegúrate de que los soldados caven bien: usad las fortificaciones de campo que les enseñó Demoux. Cett, encárgate de emplazar esas patrullas de guardia, y asegúrate de que nuestros ojos de estaño estén alerta en todo momento. Vin explorará a ver si puede colarse en el depósito como hizo en Urteau. Si sabemos qué hay dentro, podremos decidir mejor si jugárnosla o no con una incursión en la ciudad.

Los diversos miembros del grupo asintieron, comprendiendo que la reunión había terminado. Cuando se marcharon, Elend volvió a salir a las brumas y contempló las lejanas hogueras que ardían en las alturas rocosas.

Silenciosa como un suspiro, Vin se colocó a su lado y siguió su mirada. Guardó silencio unos instantes. Luego miró a un lado, donde un par de soldados entraban en la tienda para llevarse a Cett. Los ojos se le entrecerraron de disgusto.

—Lo sé —dijo Elend en voz baja, sabiendo que Vin volvía a pensar en Cett y en su influencia sobre él.

—No negaste que podrías recurrir al asesinato —repuso ella.

—Esperemos que no haya que llegar a eso.

—¿Y si no?

—Tomaré la decisión que considere mejor para el imperio.

Vin permaneció en silencio un instante. Entonces, miró las hogueras.

—Podría ir contigo —se ofreció Elend.

Ella sonrió, y lo besó.

—Lo siento. Pero eres muy ruidoso.

—¡Venga ya! ¡No soy tan malo!

—¡Sí que lo eres! —exclamó Vin—. Además, hueles.

—¿Sí? —preguntó él, divertido—. ¿A qué huelo?

—A emperador. Un ojo de estaño podría detectarte en cuestión de segundos.

Elend arqueó las cejas.

—Comprendo. ¿Y tú no posees también un olor imperial?

—Pues claro que sí —contestó Vin, arrugando la nariz—. Pero sé cómo deshacerme de él. En cualquier caso, no eres lo bastante bueno para acompañarme, Elend. Lo siento.

Elend sonrió. Querida, brusca Vin.

Tras él, los soldados salieron de la tienda cargando con Cett. Una ayudante se acercó, y le entregó a Elend una breve lista de informadores que podrían estar dispuestos a hablar. Elend se la pasó a Vin.

—¡Que te diviertas! —le dijo.

Ella lanzó una moneda entre ambos, lo besó otra vez y se lanzó a la noche.