Esto es lo que en verdad le sucedió a Rashek, creo. Se esforzó demasiado. Trató de eliminar las brumas acercando el planeta al Sol, pero lo movió demasiado lejos y volvió el mundo demasiado caluroso para la gente que lo habitaba.

Las montañas de ceniza fueron su solución. Había descubierto que empujar un planeta requería demasiada precisión, así que hizo en cambio que las montañas entraran en erupción y arrojaran al aire humo y ceniza. La atmósfera más densa hizo más frío el mundo y volvió rojo el Sol.

4

Sazed, embajador jefe del Nuevo Imperio, estudió la hoja de papel que tenía delante. Los principios del pueblo canzi, decía. Sobre la belleza de la mortalidad, la importancia de la muerte y la función vital del cuerpo humano como parte integrante del todo divino.

Las palabras estaban escritas de su puño y letra, copiadas de una de sus mentes de metal feruquímicas, donde había almacenado literalmente miles de libros. Bajo el encabezado, una lista de las creencias básicas de los canzi y su religión llenaba casi toda la hoja con letra abarrotada.

Sazed se acomodó en su asiento, sujetando el papel, y repasó sus notas una vez más. Llevaba un día entero concentrado en esta religión, y quería tomar una decisión al respecto. Sabía mucho de la fe canzi incluso antes del día de repaso, porque la había estudiado, junto con todas las otras religiones previas a la Ascensión, durante la mayor parte de su vida. Estas religiones habían sido su pasión, el centro de toda su investigación.

Y entonces llegó el día en que se dio cuenta de que todo su conocimiento carecía de sentido.

La religión canzi se contradice a sí misma, decidió, haciendo una anotación con su pluma en un margen del papel. Explica que todas las criaturas son parte del «todo divino» e implica que cada cuerpo es una obra de arte creada por un espíritu que decide vivir en este mundo.

Sin embargo, uno de sus otros principios es que los malvados son castigados con cuerpos que no funcionan correctamente. Una doctrina repulsiva, en opinión de Sazed. Los que nacían con deficiencias mentales o físicas merecían compasión, quizá piedad, pero no desdén. Además, ¿qué ideal de la religión era el verdadero? ¿Que los espíritus elegían y diseñaban sus cuerpos según deseaban, o que eran castigados con los cuerpos escogidos para ellos? ¿Y qué había de la influencia del linaje sobre los rasgos de un niño y su temperamento?

Asintiendo para sus adentros, anotó al pie de la hoja de papel: Lógicamente inconsistente. Obviamente incierto.

—¿Qué tienes ahí? —preguntó Brisa.

Sazed alzó la mirada. Brisa estaba sentado junto a una mesita, bebiendo vino y comiendo uvas. Como de costumbre, llevaba uno de sus trajes de noble: chaqueta oscura, un brillante chaleco rojo y un bastón de duelos con el que le gustaba gesticular mientras hablaba. Había recuperado casi todo el peso perdido durante el asedio de Luthadel y sus consecuencias, y podía ser razonablemente descrito de nuevo como «grueso».

Sazed bajó la mirada. Colocó la hoja con cuidado junto a otro centenar más dentro de su cartapacio, y luego cerró la tapa forrada de tela y ató los lazos.

—Nada importante, lord Brisa.

Brisa bebió su vino en silencio.

—¿Nada importante? Pues parece que te pases el día entero con esos papeles tuyos. Cada vez que tienes un momento libre, sacas uno de ellos.

Sazed colocó el cartapacio junto a su silla. ¿Cómo explicarlo? Cada una de las hojas de aquella gruesa carpeta esbozaba una de las más de trescientas religiones distintas que los guardadores habían recopilado. Todas y cada una de esas religiones estaban ahora «muertas» a todos los efectos, ya que el lord Legislador las había suprimido al principio de su reinado, unos mil años atrás.

Hacía un año que la amada de Sazed había muerto. Ahora, quería saber…, no, tenía que saber, si las religiones del mundo disponían de respuestas para él. Descubriría la verdad, o eliminaría todas y cada una de aquellas creencias.

Brisa seguía mirándolo.

—Preferiría no hablar de ello, lord Brisa —dijo Sazed.

—Como desees —respondió Brisa, alzando su copa—. Tal vez podrías usar tus poderes feruquímicos para escuchar la conversación mantenida en la habitación de al lado…

—No creo que fuera educado hacerlo.

Brisa sonrió:

—Mi querido terrisano, solo tú podrías conquistar una ciudad y preocuparte luego por no ser «educado» con el dictador al que amenazas.

Sazed inclinó la cabeza, sintiéndose levemente avergonzado. Pero no podía negar las observaciones de Brisa. Aunque ninguno de los dos había traído consigo un ejército a la ciudad de Lekal, en efecto habían venido a conquistar. Simplemente pretendían hacerlo con un papel en vez de con una espada.

Todo dependía de lo que estaba sucediendo en la habitación de al lado. ¿Firmaría el rey el tratado, o no? Todo lo que Brisa y Sazed podían hacer era esperar. Sazed ansiaba volver a sacar su cartapacio para examinar la siguiente religión del fajo. Había estado reflexionando sobre la religión canzi durante más de un día, y ahora que había tomado una decisión, deseaba pasar a la página siguiente. En el último año, había revisado dos tercios de las religiones. Apenas quedaba un centenar, aunque la cifra se acercaba a las doscientas si tenía en cuenta las sectas secundarias y las unidades aisladas.

Andaba cerca. A lo largo de los próximos meses, podría repasar el resto de las religiones. Quería examinarlas todas con justicia. Sin duda, una de las restantes contendría la esencia de la verdad que estaba buscando. Sin duda, una de ellas le diría qué le había sucedido al espíritu de Tindwyl sin contradecirse a sí misma en media docena de puntos distintos.

Pero, por el momento, se sentía incómodo leyendo delante de Brisa. Por tanto, Sazed se obligó a permanecer sentado y esperar pacientemente.

La habitación donde se hallaban estaba decorada al estilo de la antigua nobleza imperial. Sazed no estaba acostumbrado a estas elegancias, ya no. Elend, por su parte, había vendido o quemado la mayor parte de sus lujosos muebles: su pueblo había necesitado comida y calefacción durante el invierno. Daba la impresión de que el rey Lekal no había hecho lo mismo, aunque tal vez se debiera a que aquí en el sur los inviernos eran menos duros.

Sazed miró por la ventana que había junto a su silla. La ciudad de Lekal no tenía un auténtico palacio: hasta hacía dos años, solo había sido un estado campestre. La mansión, sin embargo, sí que gozaba de una bella vista sobre la emergente ciudad, más un gran barrio de chabolas que una verdadera urbe.

Con todo, ese barrio de chabolas controlaba tierras que estaban peligrosamente dentro del perímetro defensivo de Elend. Necesitaban la seguridad de la fidelidad del rey Lekal. Por eso Elend había enviado un contingente (incluido Sazed, que era su embajador jefe) a asegurar la lealtad del rey. Ese hombre deliberaba con sus ayudantes en la habitación contigua, tratando de decidir si aceptar o no el tratado, que los convertiría en súbditos de Elend Venture.

Embajador jefe del Nuevo Imperio…

A Sazed no le hacía mucha gracia ese título, pues implicaba que en efecto era ciudadano del imperio. Su pueblo, el pueblo de Terris, había jurado no volver a llamar amo a ningún hombre. Habían pasado mil años de opresión, criados como animales y convertidos en sirvientes perfectos y dóciles. Solo con la caída del Imperio Final habían conseguido los terrisanos ser libres para gobernarse solos.

Hasta ahora, el pueblo de Terris no lo había hecho muy bien. Desde luego, no ayudaba el que los Inquisidores del Acero hubieran aniquilado a todo el consejo gobernante de Terris y dejaran al pueblo de Sazed sin dirección ni liderazgo.

En cierto modo, somos unos hipócritas, pensó. El lord Legislador era terrisano en secreto. Uno de los nuestros nos hizo esas horribles cosas. ¿Qué derecho tenemos a insistir en no llamar amo a ningún extranjero? No fue un extranjero el que destruyó nuestro pueblo, nuestra cultura y nuestra religión.

Y así, Sazed servía como embajador jefe de Elend Venture. Elend era un amigo, un hombre a quien Sazed respetaba como a pocos. En su opinión, ni siquiera el propio Superviviente poseía la fuerza de carácter de Elend Venture. El emperador no había intentado asumir la autoridad sobre el pueblo de Terris, ni siquiera después de haber aceptado a los refugiados en sus tierras. Sazed no estaba seguro de que su pueblo fuera libre, pero tenían una gran deuda con Elend Venture. Sazed serviría con gusto como embajador de ese hombre.

Aunque había otras cosas que Sazed consideraba que debería estar haciendo. Como liderar a su propio pueblo.

No, pensó Sazed, mirando su cartapacio. Un hombre sin fe no puede liderarlos. Antes debo hallar la verdad. Si es que existe tal cosa.

—Desde luego, están tardando bastante —dijo Brisa, mientras comía una uva—. Después de todo lo que hemos hablado para llegar a este punto, ya tendrían que saber si pretenden firmar el acuerdo o no.

Sazed se volvió hacia la puerta de elaborada talla que había al otro lado de la habitación. ¿Qué decidiría el rey Lekal? ¿Tenía realmente elección?

—¿Crees que hemos hecho lo adecuado, lord Brisa? —preguntó Sazed.

Brisa hizo una mueca.

—Que hayamos hecho lo adecuado o no es lo de menos. Si no hubiéramos venido a presionar al rey Lekal, otros lo habrían hecho. Todo se reduce a una necesidad estratégica básica. O así es como yo lo veo: tal vez soy más calculador que otros.

Sazed miró al hombretón. Brisa era un aplacador; en realidad, era el aplacador más descarado y atrevido que Sazed había conocido jamás. La mayoría de los aplacadores usaban sus poderes con discriminación y sutileza, empujando las emociones solo en los momentos más oportunos. Sin embargo, Brisa jugaba con las emociones de todo el mundo. De hecho, Sazed podía sentir el contacto del hombre en sus propios sentimientos ahora mismo, aunque solo porque sabía qué buscar.

—Si me disculpas la observación, lord Brisa, no me engañas tan fácilmente como crees.

Brisa alzó una ceja.

—Sé que eres un buen hombre —dijo Sazed—. Te esfuerzas mucho por ocultarlo. Haces grandes aspavientos por parecer cruel y egoísta. Sin embargo, para quienes observan lo que haces y no lo que dices, te vuelves cada vez más transparente.

Brisa frunció el ceño, y Sazed sintió un pellizco de placer por haber sorprendido al aplacador. Obviamente, no esperaba que Sazed fuera tan directo.

—Mi querido amigo —dijo Brisa, sorbiendo su vino—. Me decepcionas. ¿No hablabas de amabilidad? Pues no es nada amable revelar el oscuro e íntimo secreto de un viejo pesimista encallecido.

—¿Qué oscuro e íntimo secreto? —preguntó Sazed—. ¿Que eres buena persona?

—Es un atributo en mí que me he esforzado mucho por rechazar —confesó Brisa, restándole importancia—. Por desgracia, soy demasiado débil. Para cambiar por completo de tema, un tema que me resulta de lo más incómodo, volveré a tu anterior pregunta: ¿me preguntabas si habíamos hecho lo adecuado? ¿Lo adecuado en qué sentido? ¿Obligando al rey Lekal a convertirse en vasallo de Elend?

Sazed asintió.

—Bueno, entonces tendría que decir que sí, que hemos hecho lo adecuado. Nuestro tratado proporcionará a Lekal la protección de los ejércitos de Elend.

—A costa de su propia libertad para gobernar.

—¡Bah! —exclamó Brisa, agitando una mano—. Los dos sabemos que Elend es mucho mejor gobernante de lo que Lekal podría esperar jamás. ¡La mayoría de su gente vive en chabolas a medio terminar, por el amor del lord Legislador!

—Sí, pero debes admitir que lo hemos presionado.

Brisa frunció el ceño:

—Así es la política. ¡Sazed, el sobrino de este hombre envió un ejército de koloss para destruir Luthadel! Tiene suerte de que Elend no viniera y arrasara toda la ciudad como desquite. Tenemos ejércitos más grandes, más recursos y mejores alománticos. Este pueblo estará mucho mejor cuando Lekal firme el tratado. ¿Qué pasa contigo, mi querido amigo? Discutiste todos estos puntos hace dos días en la mesa de negociación.

—Pido disculpas, lord Brisa —dijo Sazed—. Yo… parece que últimamente le llevo la contraria a todo el mundo.

Brisa no contestó de inmediato.

—Aún duele, ¿verdad? —preguntó después.

Este hombre es demasiado bueno comprendiendo las emociones de los demás, pensó Sazed.

—Sí —susurró por fin.

—Se acabará —dijo Brisa—. Tarde o temprano.

¿De verdad?, pensó Sazed, apartando la mirada. Había pasado un año. Y parecía… como si nada volviera a estar bien jamás. A veces, se preguntaba si su inmersión en las religiones era simplemente una forma de ocultar su dolor.

Si así era, había elegido una mala manera de lidiar con el dolor, pues siempre estaba esperándolo ahí. Había fallado. No, su fe le había fallado. Ya no le quedaba nada.

Todo. Todo perdido.

—Mira —dijo Brisa, atrayendo su atención—, es evidente que permanecer aquí sentados esperando a que Lekal se decida nos está poniendo nerviosos. ¿Por qué no charlamos de otra cosa? ¿Y si me hablas de una de esas religiones que has memorizado? ¡Hace meses que no intentas convertirme!

—Dejé de llevar mis mentecobres hace casi un año, Brisa.

—Pero seguro que recuerdas un poquito —dijo Brisa—. ¿Por qué no intentas convertirme? Ya sabes, por los viejos tiempos y todo eso.

—No lo creo, Brisa.

Aquello parecía una traición. Como guardador, como feruquimista de Terris, podía almacenar recuerdos dentro de piezas de cobre, y recuperarlos más tarde. Durante el Imperio Final, la raza de Sazed había sufrido mucho para recopilar sus enormes almacenes de información… y no solo sobre religiones. Habían reunido todos los fragmentos de información que pudieron encontrar sobre la época anterior al lord Legislador. Lo habían memorizado todo y se lo habían transmitido a otros, confiando en que su feruquimia les ayudaría a conservar la exactitud de los hechos.

Sin embargo, nunca habían encontrado lo que buscaban con más urgencia, lo que había iniciado su misión: la religión del pueblo de Terris. Había sido erradicada por el lord Legislador durante el primer siglo de su reinado.

Pero fueron muchos los que murieron, trabajaron y dieron la vida para que llegaran a Sazed las memorias por él heredadas. Así que las rescató. Tras recuperar sus notas sobre todas las religiones y anotarlas en las páginas que ahora llevaba en su cartapacio, había cogido todas y cada una de sus mentes de metal y las había guardado.

Y es que ya no parecían importar. En ocasiones, nada importaba. Trataba de no pensar mucho en ello. Pero la idea acechaba en su mente, terrible e imposible de ignorar. Se sentía manchado, indigno. Por lo que Sazed sabía, era el último feruquimista que quedaba con vida. Ahora no tenían recursos para investigar, pero en un año ningún guardador refugiado había llegado al dominio de Elend. Sazed era el único. Y, como todos los mayordomos de Terris, había sido castrado de niño. El poder hereditario de la feruquimia bien podría morir con él. Habría pequeños indicios del mismo en el pueblo de Terris, pero dados los esfuerzos del lord Legislador por borrarlos y las muertes del Sínodo… las cosas no pintaban bien.

Las mentes de metal seguían guardadas, lo acompañaban allá adonde él iba, pero nunca eran usadas. De hecho, dudaba que algún día volviera a recurrir a ellas.

—¿Y bien? —preguntó Brisa, levantándose y acercándose a la ventana, donde se apoyó—. ¿No vas a hablarme de ninguna religión? ¿Cuál va a ser? ¿La religión en que la gente hacía mapas, tal vez? ¿La que veneraba las plantas? Seguro que tienes una que adoraba el vino. Esa podría venirme bien.

—Por favor, lord Brisa —rogó Sazed, contemplando la ciudad. Caía ceniza. Últimamente, siempre lo hacía—. No deseo hablar de estas cosas.

—¿Qué? ¿Cómo es posible?

—Si hubiera un Dios, Brisa —dijo Sazed—, ¿crees que habría permitido que el lord Legislador matara a tanta gente? ¿Crees que habría permitido que el mundo fuera lo que es hoy? No te enseñaré, ni a ti ni a nadie, una religión que no pueda responder a mis preguntas. Nunca más.

Brisa guardó silencio.

Sazed se palpó el estómago. Los comentarios de Brisa le dolían. Le hacían recordar aquel terrible momento del año pasado, el momento en que Tindwyl murió. Cuando Sazed luchó contra Marsh en el Pozo de la Ascensión, y casi había muerto también él. Incluso a través de sus ropas, podía notar las cicatrices en el abdomen, donde Marsh le había golpeado con un puñado de anillas de metal, hasta perforarle la piel y casi acabar con su vida.

Había recurrido al poder feruquímico de aquellos mismos anillos para salvar la vida y sanar su cuerpo, absorbiéndolos. Sin embargo, poco después, cuando ya había recuperado algo de fuerza, hizo que un cirujano le extrajera los anillos del cuerpo. Pese a las protestas de Vin de que tenerlos dentro sería una ventaja, a Sazed le preocupaba que fuera malo para la salud llevarlos incrustados en su propia carne. Además, quería librarse de ellos.

Brisa se volvió para mirar por la ventana.

—Siempre fuiste el mejor de nosotros, Sazed —dijo en voz baja—. Porque creías en algo.

—Lo siento, lord Brisa. No pretendía decepcionarte.

—¡Oh!, no me decepcionas. Porque no me creo lo que acabas de decir. No has nacido para ser ateo, Sazed. Tengo la sensación de que no sirves para eso: no te cuadra. Tarde o temprano, te recuperarás.

Sazed se volvió desde la ventana. Era desenvuelto para ser terrisano, pero no deseaba seguir discutiendo.

—Nunca te he dado las gracias —dijo Brisa.

—¿Por qué, lord Brisa?

—Por ayudarme a recuperarme. Por obligarme a levantarme, hace ahora un año, y seguir adelante. Si no me hubieras ayudado, no sé qué habría sido de mí.

Sazed asintió. Por dentro, sin embargo, sus pensamientos fueron más amargos. Sí, viste destrucción y muerte, amigo mío. Pero la mujer a la que amas sigue viva. Yo podría recuperarme también, si no la hubiera perdido. Podría haberme recuperado, como tú hiciste.

La puerta se abrió.

Sazed y Brisa se dieron la vuelta. Entró un asistente, con una elaborada hoja de pergamino. El rey Lekal había firmado el tratado al pie. Su firma se veía pequeña, casi apretada, en el gran espacio permitido. Sabía que estaba derrotado.

El asistente depositó el tratado sobre la mesa, y luego se retiró.