Es demasiado fácil caracterizar a Ruina simplemente como una fuerza destructiva. Considerémosla mejor una decadencia inteligente. No solo caos, sino una fuerza que buscó de forma racional (y peligrosa) reducirlo todo a su forma más básica.
Ruina lo planeaba todo con cuidado, sabiendo que, si construía una cosa, podría usarla para derribar otras dos. La naturaleza del mundo es tal que, cuando creamos algo, a menudo destruimos otra cosa en el proceso.
8
El primer día fuera de Vetitan, Vin y Elend asesinaron a cien aldeanos. Al menos, Vin tenía esa sensación.
Estaba sentada en un tocón podrido en el centro del campamento, contemplando cómo el sol se acercaba al lejano horizonte, sabiendo lo que iba a suceder. La ceniza caía en silencio a su alrededor. Y aparecieron las brumas.
Una vez, no hacía mucho tiempo, las brumas solo venían de noche. Sin embargo, durante el año que siguió a la muerte del lord Legislador, eso cambió. Como si mil años de confinamiento en la oscuridad hubieran alterado a las brumas.
Y así, habían empezado a venir durante el día. A veces, venían en grandes oleadas: salían de ninguna parte y desaparecían con la misma rapidez. No obstante, lo más normal era que aparecieran en el aire como un millar de fantasmas, retorciéndose y creciendo juntas. Tentáculos de bruma brotaban como enredaderas en el cielo. Cada día se retiraban un poco más tarde, y cada día aparecían un poco más temprano por la noche. Pronto, quizás antes de que terminara el año, cubrirían la Tierra de manera permanente. Y esto suponía un problema, pues desde la noche en que Vin se hizo con el poder del Pozo de la Ascensión, las brumas mataban.
Elend no había querido dar crédito a las historias de Sazed dos años atrás, cuando el terrisano llegó a Luthadel con horribles informes de aldeanos aterrados y brumas que mataban. También Vin creía que Sazed se equivocaba. Una parte de ella deseaba seguir viviendo engañada mientras contemplaba a los aldeanos, que esperaban agrupados en la amplia llanura, rodeados de soldados y koloss.
Las brumas sembraron la muerte a su llegada. Aunque dejaron a la mayoría de la gente en paz, eligieron a algunos al azar y les provocaron temblores. Los elegidos cayeron al suelo, víctimas de un ataque, mientras sus amigos y familiares los observaban sorprendidos y horrorizados.
El horror seguía siendo la reacción de Vin. Horror y frustración. Kelsier le había prometido que las brumas eran un aliado, que la protegerían y le darían poder. Ella creyó que eso era cierto hasta que las brumas empezaron a parecerle extrañas, como si ocultaran espectros sombríos y aviesas intenciones.
—Os odio —susurró, mientras las brumas continuaban su horrible trabajo. Era como ver que un ser querido escoge a desconocidos entre una multitud y, uno a uno, les va abriendo la garganta. No había nada que ella pudiera hacer. Los estudiosos de Elend lo habían intentado todo: capuchas para impedir que se inspiraran, esperar a salir hasta que las brumas se hubieran asentado, meter a la gente a cubierto en el preciso instante en que empezara a temblar. Por algún motivo los animales eran inmunes, pero todos los humanos eran potencialmente vulnerables. Si uno salía cuando había bruma, se arriesgaba a morir, y nada podía impedirlo.
Aquello pronto terminó. Las brumas produjeron ataques a menos de una de cada seis personas, y solo murió una pequeña fracción de estas. Además, solo había que arriesgarse a estas nuevas brumas una vez: un riesgo, y eras inmune. La mayoría de los que caían enfermos se recuperaban, pero eso no sirvió de mucho consuelo a las familias de los que morían.
Vin permaneció sentada en su tocón, contemplando las brumas todavía iluminadas por el sol poniente. Irónicamente, le resultaba más difícil ver que si hubiera oscurecido. No podía quemar mucho estaño, para que la luz del sol no la cegara… pero, sin él, no podía traspasar las brumas.
Esa escena le recordó por qué antes temía a las brumas. Su visibilidad se reducía apenas a tres metros, y podía ver poco más que sombras. Figuras amorfas corrían a un lado y a otro, llamándola a gritos. Siluetas arrodilladas o de pie, aterrorizadas. El sonido era algo traicionero que resonaba contra objetos invisibles, y los gritos procedían de lugares espectrales.
Vin permaneció sentada entre ellos, la ceniza cayéndole alrededor como lágrimas quemadas, e inclinó la cabeza.
—¡Lord Fatren! —llamó la voz de Elend, haciendo que Vin alzara la cabeza. Antes, su voz no contenía tanta autoridad. Parecía que hubiera pasado mucho tiempo.
Lord Fatren surgió de las brumas enfundado en su segundo uniforme blanco, el que todavía estaba inmaculado, con el rostro endurecido contra las bajas. Vin notó su toque alomántico en quienes lo rodeaban mientras se acercaba: su poder aplacador hacía que el dolor de la gente fuera menos agudo, pero no presionaba tanto como podría haberlo hecho. Vin sabía que a Elend no le parecía bien eliminar todo el pesar de una persona por la muerte de un ser querido.
—¡Mi señor! —oyó decir a Fatren, y lo vio acercarse—. ¡Esto es un desastre!
—Parece peor de lo que en verdad es, lord Fantasma —dijo Elend—. Como te expliqué, la mayoría de los que han caído se recuperarán.
Fantasma se detuvo junto al tocón de Vin. Entonces se volvió y contempló las brumas, escuchando los sollozos y el dolor de su pueblo.
—No puedo creer que hayamos hecho esto. No puedo… No puedo creer que me convencieras para hacerlos salir a las brumas.
—Había que inocular a tu pueblo, Fantasma —dijo Elend.
Era cierto. No tenían tiendas para todos, y eso solo dejaba dos opciones. Dejarlos atrás en la aldea moribunda, o bien obligarlos a ir al norte, salir a las brumas, y ver quiénes morían. Era terrible, y brutal, pero habría sucedido tarde o temprano. Con todo, aunque Vin conocía la lógica de lo que habían hecho, se sentía fatal por haber formado parte de ello.
—¿Qué clase de monstruos somos? —preguntó Fantasma, en voz baja.
—La que tenemos que ser —respondió Elend—. Ve a contar. Averigua cuántos han muerto. Calma a los vivos y promételes que las brumas ya no les causarán más daño.
—Sí, mi señor —dijo Fantasma, retirándose.
Vin lo vio partir.
—Los hemos asesinado, Elend —susurró—. Les dijimos que no pasaría nada. Los obligamos a abandonar su aldea y venir a morir aquí.
—Todo irá bien —dijo Elend, colocándole una mano sobre el hombro—. Mejor eso que una muerte lenta en la aldea.
—Podríamos haberles dado una opción.
Elend negó con la cabeza:
—No había ninguna opción. Dentro de unos pocos meses, su ciudad quedará cubierta permanentemente por las brumas. Habrían tenido que quedarse dentro de sus casas y morir de hambre, o salir a las brumas. Mejor que los llevemos al Dominio Central, donde aún hay suficiente luz sin bruma para cultivar cosechas.
—La verdad, no hace que sea más sencillo.
Elend se quedó allí de pie, mientras la ceniza caía.
—No —dijo—. Así es. Iré a reunir a los koloss para que entierren a los muertos.
—¿Y los heridos?
Aquellos a quienes las brumas habían atacado sin darles muerte permanecerían enfermos e inútiles durante varios días, tal vez más. Si el porcentaje habitual se mantenía, casi mil aldeanos encajarían en esa categoría.
—Cuando mañana nos marchemos, haremos que los koloss los carguen. Si llegamos al canal, podremos subir a la mayoría a bordo de las barcazas.
A Vin no le gustaba sentirse expuesta. Se había pasado la infancia oculta en los rincones y la adolescencia haciendo de silenciosa asesina nocturna. Así que era increíblemente difícil no sentirse expuesta cuando una viajaba con cinco mil cansados aldeanos por una de las rutas más obvias del Dominio Meridional.
Se apartó un poco de los habitantes del poblado (nunca cabalgaba), y trató de encontrar algo que le impidiera pensar en las muertes de la noche anterior. Por desgracia, Elend cabalgaba con Fantasma y los otros líderes de la ciudad, ocupado en limar asperezas. Eso la dejaba a ella sola.
Sola con su único koloss.
La enorme bestia caminaba junto a ella. La mantenía cerca, en parte, por conveniencia: sabía que así los aldeanos mantendrían sus distancias con ella. Por dispuesta que estuviera a dejarse distraer, no quería tratar con esos ojos asustados y traicionados. Ahora mismo, no.
Nadie comprendía a los koloss, y menos que nadie Vin. Había descubierto cómo controlarlos, usando el resorte alomántico oculto. Sin embargo, durante los mil años del reinado del lord Legislador, este había mantenido a los koloss separados de la humanidad, permitiendo que se conociera poco de ellos aparte de su brutal habilidad en batalla y su simple naturaleza bestial.
Incluso ahora, Vin podía sentir que su koloss se enfrentaba a ella, que trataba de liberarse. No le gustaba ser controlado: quería atacarla. Por fortuna, no podía hacerlo: ella lo controlaba, y continuaría haciéndolo estuviera dormida o consciente, quemara metales o no, a menos que alguien le robara la bestia.
Por vinculados que ambos estuvieran, había muchas cosas que Vin no comprendía sobre esas criaturas. Alzó la cabeza y descubrió al koloss mirándola con los ojos inyectados en sangre. Tenía tensa la piel de toda la cara, la nariz, completamente chata. La piel estaba rasgada junto al ojo derecho, y un jirón irregular le llegaba hasta la comisura de la boca, dejando colgar un pedazo de piel azul que revelaba los músculos rojos y los dientes ensangrentados de debajo.
—No me mires —dijo la criatura, hablando con voz pastosa. Sus palabras eran confusas, en parte por la forma en que se le tensaban los labios.
—¿Qué? —preguntó Vin.
—Crees que no soy humano —dijo el koloss, hablando de forma lenta, deliberada, como los otros que ella había oído. Era como si tuvieran que esforzarse para pensar cada palabra.
—No eres humano —recalcó Vin—. Eres otra cosa.
—Seré humano —dijo el koloss—. Os mataremos. Tomaremos vuestras ciudades. Entonces seremos humanos.
Vin se estremeció. Era un tema común entre los koloss. No era la primera vez que oía hacer observaciones similares. Había algo temible en la forma llana y carente de emociones con la que los koloss hablaban de masacrar a la gente.
Fueron creados por el lord Legislador, pensó. Claro que son retorcidos. Tan retorcidos como lo era él.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó al koloss.
La criatura continuó caminando pesadamente junto a ella. Finalmente, la miró.
—Humano.
—Sé que quieres ser humano —dijo Vin—. Pero ¿cuál es tu nombre?
—Ese es mi nombre. Humano. Llámame Humano.
Vin frunció el ceño mientras caminaba. Eso parece casi… astuto. Nunca antes había tenido la oportunidad de conversar con un koloss. Siempre había asumido que tenían una mentalidad homogénea: la misma bestia estúpida repetida una y otra vez.
—Muy bien, Humano —dijo, curiosa—. ¿Cuánto tiempo hace que vives?
Él continuó caminando durante un rato, tanto que Vin pensó que había olvidado la pregunta. No obstante, acabó por responder:
—¿No ves mi grandeza?
—¿Tu grandeza? ¿Tu tamaño?
Humano tan solo siguió caminando.
—¿Todos crecéis al mismo ritmo?
Él no respondió. Vin sacudió la cabeza, sospechando que la pregunta era demasiado abstracta para la bestia.
—Soy más grande que unos —dijo Humano—. Y más pequeño que otros… pero no muchos. Eso significa que soy viejo.
Otro signo de inteligencia, pensó ella, alzando una ceja. Por lo que Vin había visto en otros koloss, la lógica de Humano era impresionante.
—Te odio —dijo Humano, al poco rato de seguir caminando—. Quiero matarte. Pero no puedo.
—No —dijo Vin—. No te lo permitiré.
—Eres grande por dentro. Muy grande.
—Sí —respondió Vin—. Humano, ¿dónde están las chicas koloss?
La criatura continuó caminando unos minutos.
—¿Chicas? —exclamó.
—Como yo —dijo Vin.
—No somos como vosotros. Nosotros solo somos grandes por fuera.
—No —dijo Vin—. No me refiero a mi tamaño. Mi…
¿Cómo describir su sexo? Aparte de desnudarse, no se le ocurría ningún método. Así que decidió probar con una táctica diferente.
—¿Hay bebés koloss?
—¿Bebés?
—Pequeños.
El koloss señaló hacia el ejército en marcha.
—Pequeños —dijo, refiriéndose a algunos de los koloss de metro y medio.
—Más pequeños —dijo Vin.
—Ninguno más pequeño.
La reproducción de los koloss era un misterio que, a su entender, nadie había desentrañado. Ni ella misma llegó a descubrir de dónde salían las nuevas bestias, aun después de haber pasado un año combatiéndolas. Cada vez que los ejércitos koloss de Elend quedaban demasiado reducidos, él y Vin robaban nuevos efectivos a los inquisidores.
Sin embargo, era ridículo asumir que los koloss no se reproducían. Había visto campamentos de koloss que no eran controlados por ningún alomántico, y las criaturas se mataban entre sí con temible regularidad. A ese ritmo, se habrían exterminado a sí mismos en solo cuestión de años. Sin embargo, habían durado diez siglos.
Este hecho suponía un paso muy rápido de niño a adulto, o eso parecían pensar Sazed y Elend. No habían podido confirmar sus teorías, y ella sabía que su desconocimiento frustraba enormemente a Elend, más que nada porque sus deberes de emperador le dejaban poco tiempo para los estudios con que antes tanto disfrutaba.
—Si no los hay más pequeños —preguntó Vin—, ¿de dónde salen los koloss nuevos?
—Los koloss nuevos salen de nosotros —dijo Humano por fin.
—¿De vosotros? —preguntó Vin, frunciendo el ceño—. Eso no me dice mucho.
Humano no dijo nada más. Al parecer, se le habían pasado las ganas de hablar.
De nosotros, pensó Vin. ¿Se desgajan unos de otros, tal vez? Había oído hablar de algunas criaturas que, si se cortaban bien, cada mitad crecía para convertirse en un animal nuevo. Pero ese no podía ser el caso de los koloss: había visto campos de batalla llenos de muertos, y ningún pedazo se alzaba para formar un koloss nuevo. Sin embargo, tampoco había visto nunca a una koloss hembra. Aunque la mayoría de las bestias llevaban burdos taparrabos, por lo que sabía, eran todos machos.
Dejó de especular cuando vio que la multitud aflojaba el ritmo y la línea que tenía delante se detenía. Movida por la curiosidad, lanzó una moneda y dejó a Humano detrás, para abalanzarse sobre la gente. Las brumas se habían retirado hacía horas, y aunque la noche se acercaba otra vez, por el momento había luz y no se veían brumas.
Por tanto, mientras se abalanzaba a través de la ceniza que caía, Vin detectó fácilmente el canal que tenían delante. Era un tajo poco natural en el terreno, mucho más recto que ningún río. Elend especulaba que las constantes lluvias de ceniza pronto pondrían fin a la mayoría de los sistemas de canales. Sin obreros skaa para drenarlos con regularidad, se llenarían de sedimentos de ceniza y acabarían atascándose y resultando inútiles.
Vin surcó el aire, completando su arco, y se dirigió a una gran masa de tiendas acampadas junto al canal. Miles de hogueras humeaban al aire de la tarde, y los hombres se entrenaban, trabajaban o esperaban. Casi cincuenta mil soldados vivaqueaban aquí, usando la ruta del canal como línea de suministros con Luthadel.
Lanzó otra moneda, que rebotó de nuevo en el aire. Enseguida alcanzó la pequeña manada de caballos que se había despegado de la línea de agotados skaa en la marcha de Elend. Aterrizó, lanzó una moneda y empujó suavemente contra ella para frenar el descenso, y levantó un chorro de ceniza al tocar el suelo.
Elend frenó su caballo, sonriendo mientras escrutaba el campamento. Últimamente, la expresión de sus labios era tan rara que Vin también se encontró sonriendo. Delante los esperaba un grupo de hombres: sus exploradores habían advertido hacía rato que se aproximaba la gente de la aldea.
—¡Lord Elend! —gritó un hombre sentado a la cabeza del contingente del ejército—. ¡Vienes antes de lo previsto!
—Asumo que estáis preparados de todas formas, general —contestó Elend, desmontando.
—Bueno, ya me conoces —dijo Demoux, sonriendo, mientras se acercaba. El general llevaba puesta una gastada armadura de cuero y acero, y tenía una cicatriz en una mejilla; en la parte izquierda del cuero cabelludo le faltaba un gran parche de pelo, producto de una espada koloss que casi le había cercenado la cabeza. Siempre formal, el hombretón se inclinó ante Elend, quien le dio una afectuosa palmada en el hombro.
Vin no dejó de sonreír. Recuerdo cuando ese hombre era poco más que un nuevo recluta asustado en un túnel. Demoux no era mucho mayor que ella, aunque su rostro curtido y sus manos callosas daban esa impresión.
—Hemos aguantado la posición, mi señor —dijo Demoux mientras Fantasma y su hermano desmontaban y se unían al grupo—. No es que hubiera mucho contra lo que resistir. Con todo, fue bueno para mis hombres practicar la fortificación de un campamento.
En efecto, el campamento del ejército junto al canal estaba rodeado de montones de arena y estacas; una hazaña considerable, considerando el tamaño del ejército.
—Has hecho bien, Demoux —dijo Elend, volviéndose hacia los aldeanos—. Nuestra misión fue un éxito.
—Ya lo veo, señor —respondió Demoux, sonriendo—. Habéis traído un buen puñado de koloss. Espero que el inquisidor que los dirigía no se entristeciera demasiado al verlos marchar.
—No debió de molestarle mucho —contestó Elend—, porque a esas alturas estaba muerto. También encontramos la caverna de almacenaje.
—¡Alabado sea el Superviviente! —dijo Demoux.
Vin frunció el ceño. En el cuello, colgándole por fuera de las ropas, Demoux llevaba un collar con una pequeña lanza de plata: el símbolo cada vez más popular de la Iglesia del Superviviente. A ella le chocaba que el arma que había matado a Kelsier se hubiera convertido en el símbolo de sus seguidores.
Naturalmente, a Vin no le gustaba pensar en la otra posibilidad: que la lanza tal vez no representara la que había matado a Kelsier. Bien podía representar la que ella misma había empleado para matar al lord Legislador. Nunca le había preguntado a Demoux cuál de las dos lanzas era. Pese a los tres años de creciente poder de la Iglesia, Vin nunca se había sentido cómoda con el papel que desempeñaba ella en su doctrina.
—¡Alabado sea el Superviviente! —dijo Elend, contemplando las barcazas de suministros del ejército—. ¿Cómo fue el proyecto?
—¿Drenar la orilla sur? —preguntó Demoux—. Bien… Afortunadamente, había poco más que hacer mientras esperábamos. Las embarcaciones deberían poder pasar ya.
—Perfecto —repuso Elend—. Forma dos regimientos de quinientos hombres. Envía uno a Vetitan con las barcazas, a por los suministros que tuvimos que dejar en esa caverna. Que los suban a bordo de las barcazas y los envíen a Luthadel.
—Sí, mi señor.
—Manda el segundo grupo de soldados a Luthadel con estos refugiados —dijo Elend, indicando a Fatren con un gesto—. Este es lord Fantasma. Está a cargo de los aldeanos. Que tus hombres respeten sus deseos, mientras sean razonables, y preséntaselo a lord Penrod.
Antes, no hace mucho, Fantasma se habría quejado por ser tratado así. Sin embargo, el tiempo que había pasado con Elend lo había transformado de manera sorprendentemente rápida. El sucio líder asintió agradecido por la escolta.
—Tú… ¿no vienes con nosotros, mi señor?
Elend negó con la cabeza:
—Tengo otro trabajo que hacer, y tu pueblo debe llegar a Luthadel, donde podrá empezar a cultivar la tierra. Aunque, si alguno de tus hombres desea unirse a mi ejército, bienvenido sea. Siempre necesito buenos soldados y, contra todo pronóstico, lograste instruir un ejército útil.
—Mi señor… ¿por qué no obligarlos, sin más? Perdóname, pero es lo que has hecho hasta ahora.
—Obligué a tu pueblo a ponerse a salvo, Fatren —explicó Elend—. A veces incluso un hombre que se ahoga lucha contra quien intenta salvarlo y hay que reducirlo. Mi ejército es otra historia. Los hombres que no quieren luchar son hombres en los que no puedes confiar durante la batalla, y no consentiré a ninguno de esos en mi ejército. Tú debes ir a Luthadel: tu pueblo te necesita. Pero, por favor, que tus soldados sepan que alegremente aceptaré a cualquiera de ellos en mis filas.
Fantasma asintió.
—Muy bien. Y… gracias, mi señor.
—No hay de qué. Bien, general Demoux, ¿han vuelto ya Sazed y Brisa?
—Deberían llegar esta noche, mi señor… —respondió Demoux—. Uno de sus hombres se ha avanzado para hacérnoslo saber.
—Bien. Supongo que mi tienda está preparada.
—Sí, mi señor.
Elend asintió, y a Vin le pareció de pronto muy cansado.
—¿Mi señor? —preguntó Demoux ansiosamente—. ¿Encontraste el… otro asunto? ¿La localización del último depósito?
Elend asintió:
—Está en Fadrex.
—¿En la ciudad de Cett? —preguntó Demoux, riendo—. Bueno, le encantará oír eso. Lleva más de un año quejándose de que ni siquiera hemos ido a reconquistarla para él.
Elend sonrió débilmente:
—Estoy medio convencido de que, si lo hiciéramos, Cett decidiría que él y sus soldados ya no nos necesitan.
—Se quedará, mi señor —dijo Demoux—. Después del susto que lady Vin le dio el año pasado…
Demoux miró a Vin, tratando se sonreír, pero ella lo vio en sus ojos. Respeto, demasiado. No bromeaba con ella como hacía con Elend. Vin seguía sin poder creer que Elend se hubiera convertido a aquella tonta religión suya. Sus intenciones eran políticas: al unirse a la fe de los skaa, Elend había forjado un vínculo entre la gente común y él. Aun así, aquel movimiento la hacía sentirse incómoda.
No obstante, un año de matrimonio le había enseñado que había cosas que más valía ignorar. Podía amar a Elend por su deseo de hacer lo adecuado, aunque pensara que había hecho lo contrario.
—Convoca una reunión para esta misma noche, Demoux —ordenó Elend—. Tenemos mucho de qué hablar… y hazme saber cuándo llega Sazed.
—¿Debo informar a lord Hammond y los demás del tema de la reunión, mi señor?
Elend hizo una pausa y contempló el cielo ceniciento.
—Conquistar el mundo, Demoux —dijo por fin—. O, al menos, lo que queda de él.