En la hemalurgia, el tipo de metal usado con el clavo es importante, igual que la colocación del clavo en el cuerpo. Por ejemplo, los clavos de acero absorben los poderes físicos de la alomancia (la capacidad para quemar peltre, estaño, acero o hierro) y se los conceden al receptor del clavo. Sin embargo, cuál de los cuatro poderes se concede depende de dónde se coloca el clavo.
Los clavos hechos de otros metales roban las habilidades feruquímicas. Por ejemplo, todos los inquisidores originales recibían un clavo de peltre, tras haber sido clavado primero en el cuerpo de un feruquimista, que daba al inquisidor la capacidad de almacenar poder curador. (Aunque no podían hacerlo tan rápidamente como un feruquimista real, ya que la hemalurgia decae). Obviamente, de aquí era de donde los inquisidores conseguían su famosa habilidad para recuperarse fácilmente de las heridas, y por eso necesitaban descansar tanto.
36
—No tendrías que haber entrado —dijo Cett llanamente.
Elend arqueó una ceja, cabalgando a lomos de su corcel hasta el centro del campamento. Tindwyl le había enseñado que era bueno dejarse ver por los suyos, sobre todo en situaciones donde podía controlar la forma en que era percibido. Estaba de acuerdo con esta lección concreta, y por eso cabalgaba, con una capa negra para enmascarar las manchas de ceniza y asegurándose de que sus soldados supieran que era uno de ellos. Cett cabalgaba junto a él, atado a su silla especial.
—¿Crees que corrí demasiado peligro al entrar en la ciudad? —preguntó Elend, saludando con la cabeza a un grupo de soldados que habían hecho una pausa en sus labores matutinas para saludarlo.
—No, los dos sabemos que me importa un bledo si vives o si mueres, muchacho. Además, eres un nacido de la bruma. Podrías haber salido de allí si las cosas se hubieran puesto feas.
—Entonces, ¿por qué? ¿Por qué fue un error?
—Porque conociste a gente. Hablaste con ellos, bailaste con ellos. ¡Demonios, muchacho! ¿No ves por qué es un problema? Cuando llegue el momento de atacar, te preocuparás por la gente a la que vas a herir.
Elend cabalgó en silencio durante unos instantes. Las brumas de la mañana le parecían ya algo normal. Oscurecían el campamento, enmascarando así su tamaño. Incluso para sus ojos amplificados por el estaño, las lejanas tiendas se convertían en bultos perfilados. Era como si cabalgara a través de un mundo místico, un lugar de sombras ahogadas y sonidos distantes.
¿Había sido un error entrar en la ciudad? Tal vez. Elend conocía las teorías de las que hablaba Cett, sabía lo importante que era para un general ver a sus enemigos no como individuos, sino como números. Obstáculos.
—Me alegra mi decisión —dijo Elend.
—Lo sé —respondió Cett, rascándose la hirsuta barba—. Para ser sinceros, eso es lo que a mí me frustra. Eres un hombre compasivo. Eso es una debilidad, pero no el auténtico problema. El problema es tu incapacidad para tratar con tu propia compasión.
Elend arqueó una ceja.
—Deberías saber que no es conveniente relacionarse con el enemigo, Elend —dijo Cett—. ¡Tendrías que haber sabido cómo reaccionarías, y planeado evitar esta misma situación! ¡Demonios, muchacho!, todo líder tiene debilidades… ¡Los que vencen son los que aprenden a eliminar esas debilidades, no a darles impulso!
Como Elend no respondía, Cett simplemente suspiró.
—Muy bien, pues, hablemos del asedio. Los ingenieros han bloqueado varias corrientes que van a la ciudad, pero no creen que sean la principal fuente de agua.
—No lo son —confirmó Elend—. Vin ha localizado seis pozos importantes dentro de la ciudad.
—Deberíamos envenenarlos.
Elend guardó silencio. Sus dos mitades guerreaban en su interior. El hombre que había sido solo quería proteger a tanta gente como fuera posible. El hombre que era, sin embargo, se estaba volviendo más realista. Sabía que a veces tenía que matar, o al menos incomodar, para poder salvar.
—Muy bien —dijo Elend—. Le encargaré a Vin que lo haga esta noche… y que deje un mensaje escrito en los pozos diciendo lo que hemos hecho.
—¿De qué servirá eso? —preguntó Cett, frunciendo el ceño.
—No quiero matar a esa gente, Cett. Quiero preocuparlos. De esta forma, acudirán a Yomen en busca de agua. Con toda la ciudad haciendo exigencias, tendría que acudir rápidamente al suministro de agua de su depósito.
Cett gruñó. Sin embargo, parecía complacido porque Elend había aceptado su sugerencia.
—¿Y las aldeas adyacentes?
—Intimídalas como quieras. Organiza a diez mil hombres y envíalos para que las hostiguen… pero sin matar. Quiero que los espías de Yomen que hay en la zona le envíen notas preocupantes de que su reino se desploma.
—Estás intentando jugar a esto a medias, muchacho —le advirtió Cett—. Tarde o temprano, tendrás que elegir. Si Yomen no se rinde, tendrás que atacar.
Elend detuvo su caballo ante la tienda de mando.
—Lo sé —dijo en voz baja.
Cett bufó, pero guardó silencio mientras los soldados salían de la tienda para desatarlo de su silla. Sin embargo, cuando se disponían a hacerlo, la tierra empezó a temblar. Elend maldijo, esforzándose por mantener el control de su caballo, que se asustó. El temblor sacudió las lonas, arrancó los postes y derribó un par de tiendas, y Elend oyó estrépito de metal cuando tazas, espadas y otros artículos cayeron al suelo. Poco después, el temblor remitió, y se volvió para mirar a Cett y comprobar cómo se encontraba. El hombre había conseguido mantener el control de su montura, aunque una de sus piernas inútiles colgaba libre de la silla, y parecía a punto de caer. Sus sirvientes se apresuraron a ayudarlo.
—Estos malditos temblores son cada vez más frecuentes —se quejó Cett.
Elend calmó a su caballo, que resoplaba. Los soldados gritaban y maldecían por todo el campamento, enfrentados a las consecuencias del terremoto. En efecto, cada vez eran más frecuentes: el último se había producido solo unas semanas antes. Los terremotos no eran comunes en el Imperio Final: durante su juventud, Elend nunca había oído de ninguno que sucediera en las Dominaciones Interiores.
Suspiró, desmontó de su caballo y tendió las riendas a un ayudante; luego siguió a Cett a la tienda de mando. Los sirvientes sentaron a Cett en una silla y después se retiraron, dejándolos a los dos a solas. Cett miró a Elend, con aspecto preocupado.
—¿Te contó ese necio de Ham las noticias de Luthadel?
—¿O la falta de noticias? —preguntó Elend, suspirando—. Sí.
De la capital no llegaba ni un rumor, ni mucho menos los suministros que Elend había ordenado traer por el canal.
—No tenemos mucho tiempo, Elend —recordó Cett en voz baja—. Unos pocos meses, como mucho. Tiempo suficiente para debilitar la determinación de Yomen, y tal vez hacer que su gente pase tanta sed que empiece a anhelar la invasión. Pero, si no recibimos suministros, es imposible que podamos mantener este asedio.
Elend miró al otro hombre. Cett estaba sentado en su silla con expresión arrogante, mirándolo a los ojos. Gran parte de lo que hacía el lisiado era pose: había perdido el uso de sus piernas hacía mucho tiempo por una enfermedad, lo que le privaba de intimidar físicamente a nadie. Así que tuvo que encontrar otras formas de hacerse amenazador.
Cett sabía golpear donde dolía. Podía detectar los puntos débiles de la gente y explotar sus virtudes de formas que Elend rara vez había visto conseguir incluso a los aplacadores expertos. Y lo hacía mientras ocultaba un corazón que Elend sospechaba era mucho más blando de lo que Cett admitiría jamás.
Últimamente, parecía muy irritado. Como si le preocupara algo. Algo importante para él…, ¿algo que se había visto obligado a dejar atrás, tal vez?
—Ella estará bien, Cett —lo consoló Elend—. A Allrianne no le sucederá nada mientras esté con Sazed y Brisa.
Cett hizo una mueca y agitó una mano indiferente… aunque desvió la mirada.
—Estoy mejor sin esa maldita muchacha cerca. ¡Que el aplacador se la quede, si quiere! ¡Además, no estamos hablando de mí, sino de ti y de este asedio!
—Tendré en cuenta tus aportaciones, Cett. Atacaremos si lo considero necesario —dijo Elend. Mientras hablaba, la puerta de la tienda se abrió y entró Ham, acompañado por una figura a quien Elend no veía desde hacía varias semanas…, al menos, fuera de la cama.
—¡Demoux! —exclamó Elend, acercándose al general—. ¡Te has levantado!
—A duras penas, majestad —respondió Demoux. Aún se le veía pálido—. Sin embargo, he recuperado suficientes fuerzas para moverme un poco.
—¿Y los demás? —preguntó Elend.
Ham asintió.
—La mayoría están ya recuperados. Demoux es de los últimos. Unos cuantos días más, y el ejército recuperará todas sus fuerzas.
Menos los que murieron, pensó Elend.
Cett miró a Demoux.
—La mayoría de los hombres se recuperaron hace semanas. Un poco más débil de lo que cabría esperar, ¿eh, Demoux? Al menos, eso es lo que he oído.
Demoux se ruborizó.
Elend frunció el ceño.
—¿Qué?
—No es nada, majestad —dijo Demoux.
—En mi campamento no existe eso de «nada», Demoux —replicó Elend—. ¿Qué me estoy perdiendo?
Ham suspiró y acercó una silla. Le dio la vuelta y se sentó al revés, apoyando sus musculosos brazos en el respaldo.
—Es solo un rumor que corre en el campamento, El.
—¡Soldados! —dijo Cett—. Todos son iguales… supersticiosos como viejas.
Ham asintió.
—A algunos se les ha metido en la cabeza que los hombres que enfermaron por las brumas fueron castigados.
—¿Castigados? —preguntó Elend—. ¿Por qué?
—Falta de fe, majestad —contestó Demoux.
—¡Tonterías! —exclamó Elend—. Todos sabemos que las brumas golpean al azar.
Los otros compartieron una mirada, y Elend tuvo que pararse a recapacitar. No. No era al azar…, al menos, las estadísticas decían lo contrario.
—¡Tanto da! —añadió, decidido a cambiar de tema—. ¿Cuáles son los informes diarios?
Los tres hombres informaron por turnos de sus diversas funciones en el campamento. Ham se encargaba de la moral y la instrucción, Demoux, de los suministros y las tareas del campamento, y Cett, de la táctica y las patrullas. Elend, con las manos a la espalda, escuchó los informes, pero solo a medias. No eran muy distintos a los del día anterior, aunque se alegró de ver que Demoux había vuelto a la actividad. Era mucho más eficaz que sus ayudantes.
Mientras ellos hablaban, Elend divagaba. El asedio iba bastante bien, pero una parte de él (la parte entrenada por Cett y Tindwyl) se reconcomía con la espera. Bien podría haber tomado la ciudad de inmediato. Contaba con los koloss, y todos los informes decían que sus tropas eran mucho más experimentadas que las de Fadrex. Las formaciones rocosas proporcionarían cobertura a los defensores, pero Elend no se hallaba en tan mala posición como para no poder ganar.
Ahora bien: hacerlo costaría muchas muchas vidas.
Ese era el último escollo que debía superar, el último peldaño que le haría pasar de defensor a agresor. De protector a conquistador. Y le frustraba su propia vacilación.
Había otro motivo por el que entrar en la ciudad había sido mala cosa para Elend. Le habría resultado más fácil considerar a Yomen un tirano malvado, un obligador corrupto leal al lord Legislador. Ahora, por desgracia, sabía que Yomen era un hombre razonable. Y con buenos argumentos. En cierto modo, su valoración de Elend era cierta. Elend era un hipócrita. Hablaba de democracia, pero había tomado su trono por la fuerza.
Creía que era lo que la gente necesitaba de él. Sin embargo, eso lo convertía en un hipócrita. Con todo, por esa misma lógica, sabía que debía enviar a Vin a asesinar a Yomen. Pero ¿podría ordenar la muerte de un hombre que no había hecho nada malo aparte de interponerse en su camino?
Asesinar al obligador parecía una acción tan retorcida como enviar a sus koloss a atacar la ciudad. Cett tiene razón, pensó. Intento jugar en ambas bandas. Cuando hablaba con Telden en el baile, por un instante se sintió muy seguro de sí mismo. Y lo cierto es que aún creía lo que había dicho. Elend no era el lord Legislador. Daba a su pueblo más libertad y más justicia.
Sin embargo, era consciente de que este asedio podría desequilibrar la balanza entre quién era y en quién temía poder convertirse. ¿En verdad podía justificar la invasión de Fadrex matando a sus ejércitos y saqueando sus recursos, todo supuestamente para proteger al pueblo del imperio? ¿Podría atreverse a hacer lo contrario: alejarse de Fadrex y abandonar los secretos de aquella caverna, los secretos potencialmente capaces de salvar a todo el imperio, a un hombre que aún pensaba que el lord Legislador regresaría para salvar a su pueblo?
No estaba preparado para decidir. Por ahora, había tomado la determinación de agotar todas las demás opciones. Cualquier cosa que le impidiera tener que invadir la ciudad. Eso incluía asediarla para hacer que Yomen fuera más colaborador. También incluía introducir a Vin en la caverna de almacenaje. Sus informes indicaban que el edificio estaba muy bien protegido. Ella no estaba segura de poder entrar una noche cualquiera. Sin embargo, durante un baile, las defensas podían ser más permeables; sería el momento perfecto para echar un vistazo a lo que había oculto en aquella cueva.
Suponiendo que Yomen no haya eliminado sin más la última inscripción del lord Legislador, pensó Elend. O que hubiera algo allí para empezar.
Sin embargo, había una posibilidad. El mensaje final del lord Legislador, la última ayuda que había dejado para su pueblo. Si Elend pudiera hallar la manera de conseguir esa ayuda sin tener que entrar por la fuerza en la ciudad, matando a miles de personas, lo haría.
Los hombres terminaron con sus informes, y Elend los despidió. Ham se marchó rápidamente, pues quería iniciar la sesión de entrenamiento de la mañana. Cett se fue momentos después, transportado de regreso a su propia tienda. Demoux, sin embargo, se quedó. A veces resultaba difícil recordar lo joven que era Demoux: apenas mayor que el propio Elend. La cabeza calva y las numerosas cicatrices lo hacían parecer mucho mayor de lo que era, igual que los efectos aún visibles de su prolongada enfermedad.
Demoux vacilaba por algo. Elend esperó, y finalmente el hombre bajó la mirada, como avergonzado.
—Majestad, creo que debo pedir que me releves de mi puesto como general.
—¿Por qué dices eso? —preguntó Elend con cautela.
—Creo que ya no soy digno del puesto.
Elend frunció el ceño.
—Solo un hombre en quien el Superviviente confíe debería dirigir este ejército, mi señor —añadió Demoux.
—Estoy seguro de que confía en ti.
Demoux negó con la cabeza.
—Entonces, ¿por qué me hizo caer enfermo? ¿Por qué me escogió a mí, de entre todos los hombres del ejército?
—Ya te lo he dicho, fue aleatorio, Demoux.
—Mi señor, odio mostrarme en desacuerdo, pero ambos sabemos que eso no es cierto. Después de todo, fuiste tú quien señaló que los que cayeran enfermos lo harían por voluntad de Kelsier.
Elend vaciló.
—¿Eso dije?
Demoux asintió.
—Aquella mañana en que expusimos nuestro ejército a las brumas, gritaste que recordáramos que Kelsier es el Señor de las Brumas, y que la enfermedad debía de ser, por lo tanto, su voluntad. Creo que tenías razón. El Superviviente es el Señor de las Brumas. Él mismo lo proclamó, durante las noches anteriores a su muerte. Él está detrás de la enfermedad, mi señor. Lo sé. Vio a quienes carecían de fe y los maldijo.
—Eso no es lo que quise decir, Demoux. Estaba dando a entender que Kelsier quería que sufriéramos este contratiempo, pero no que apuntara a individuos concretos.
—Sea como fuere, mi señor, pronunciaste esas palabras.
Elend agitó una mano, sin darle importancia.
—Entonces, ¿cómo explicas los extraños números, mi señor? —inquirió Demoux.
—No estoy seguro —contestó Elend—. Admito que el número de personas que caen enfermas arroja una extraña estadística, pero eso no dice nada sobre ti específicamente, Demoux.
—No me refiero a ese número, mi señor —precisó Demoux, todavía con la cabeza gacha—. Me refiero al número que continúa enfermo mientras los demás se recuperan.
Elend vaciló.
—Espera. ¿Qué es esto?
—¿No te has enterado, mi señor? —preguntó Demoux en la silenciosa tienda—. Los escribas han estado hablando de ello, y se ha difundido por todo el ejército. Creo que la mayoría no entiende las cifras y demás, pero sí comprenden que está pasando algo extraño.
—¿Qué cifras?
—Cinco mil personas cayeron enfermas, mi señor.
Exactamente el dieciséis por ciento del ejército, pensó Elend.
—De esos, quinientos murieron —dijo Demoux—. Y de los restantes, casi todos se recuperaron en un día.
—Pero algunos no lo hicieron. Como tú.
—Como yo —dijo Demoux en voz baja—. Trescientos veintisiete de nosotros continuamos enfermos mientras los demás mejoraban.
—¿Y?
—Exactamente la decimosexta parte de los que cayeron enfermos, mi señor —dijo Demoux—. Y permanecimos enfermos exactamente dieciséis días. Justos.
La puerta de la tienda se agitó con la brisa. Elend guardó silencio, y no pudo contener un escalofrío.
—¡Coincidencia! —exclamó por fin—. Los estadísticos en busca de conexiones siempre pueden encontrar extrañas coincidencias y anomalías, si se esfuerzan.
—Esto no parece una simple anomalía, mi señor —repuso Demoux—. Es exacto. El mismo número sigue apareciendo una y otra vez. Dieciséis.
Elend negó con la cabeza.
—Aunque así sea, Demoux, no significa absolutamente nada. Es solo un número.
—Es el número de meses que el Superviviente pasó en el Pozo de Hathsin.
—Coincidencia.
—Es la edad que tenía lady Vin cuando se convirtió en nacida de la bruma.
—Una vez más, coincidencia —insistió Elend.
—Parece que hay demasiadas coincidencias relacionadas con esto, mi señor —dijo Demoux.
Elend frunció el ceño y se cruzó de brazos. Demoux tiene razón en ese punto. Mi negativa no nos lleva a ninguna parte. Necesito saber qué piensa la gente, no solo llevarles la contraria.
—Muy bien, Demoux —cedió Elend—. Aceptemos que ninguna de estas cosas es una coincidencia. Pareces tener una teoría sobre lo que son.
—Lo que dije antes, mi señor —respondió Demoux—. Las brumas son del Superviviente. Toman a ciertas personas y las matan, a otros nos hacen enfermar… y dejan el número dieciséis como prueba de que él está realmente detrás del hecho. Así que, por tanto, la gente que más enferma es la que más lo ha molestado.
—Bueno, salvo los que murieron por la enfermedad —observó Elend.
—Cierto —dijo Demoux, alzando la cabeza—. Así que… tal vez haya esperanza para mí.
—No se suponía que fuera a ser un momento de consuelo, Demoux. Sigo sin aceptar todo esto. Tal vez haya rarezas, pero tu interpretación se basa en la especulación. ¿Por qué iba a estar molesto contigo el Superviviente? Eres uno de sus sacerdotes más fieles.
—Yo elegí el puesto, mi señor —contestó Demoux—. Él no me escogió. Yo solo… empecé a predicar lo que había visto, y la gente me escuchó. Eso debe de ser lo que hice para ofenderlo. Si me hubiera querido para eso, me habría elegido cuando estaba vivo, ¿no crees?
No creo que al Superviviente le importara mucho todo esto cuando estaba vivo, pensó Elend. Solo quería provocar suficiente ira en los skaa para que se rebelaran.
—Demoux, sabes que el Superviviente no organizó esta religión en vida. Solo hombres y mujeres como tú, los que se volvieron hacia sus enseñanzas una vez muerto, han podido construir una comunidad de fieles.
—Cierto —dijo Demoux—. Pero se apareció a algunos después de morir. Yo no fui uno de ellos.
—No se apareció a nadie —desmintió Elend—. Era OreSeur el kandra que llevaba su cuerpo. Y lo sabes, Demoux.
—Sí. Pero ese kandra actuó a petición del Superviviente. Y yo no estaba en la lista de los que visitó.
Elend posó una mano sobre el hombro de Demoux, y miró al hombre a los ojos. Había visto al general, cansado y veterano más allá de sus años, mirar decididamente a un salvaje koloss metro y medio más alto que él. Demoux no era un hombre débil, ni de cuerpo ni de fe.
—Demoux, lo digo de la forma más amable, pero tu autocompasión está interfiriendo. Si esas brumas te afectaron, debemos usarlo como prueba de que sus efectos no tienen nada que ver con el descontento de Kelsier. No tenemos tiempo para que te cuestiones a ti mismo… Ambos sabemos que eres el doble de devoto que cualquier otro hombre de este ejército.
Demoux se ruborizó.
—Piénsalo —dijo Elend, dando un empujoncito alomántico extra a las emociones de Demoux—. Contigo, tenemos la prueba obvia de que la fidelidad de una persona no tiene nada que ver con ser afectado o no por las brumas. Así que, en vez de compadecerte tanto de ti mismo, necesitamos que sigas adelante y descubras el verdadero motivo por el que las brumas se comportan como lo hacen.
Demoux vaciló un momento, y luego por fin asintió.
—Tal vez tengas razón, mi señor. Tal vez esté adelantándome en mis conclusiones.
Elend sonrió. Entonces se detuvo y pensó en sus propias palabras. La prueba obvia de que la fidelidad de una persona no tiene nada que ver con ser afectado o no por las brumas…
Eso no era del todo cierto. Demoux era uno de los más fervientes creyentes del campamento. ¿Y los otros que habían estado enfermos tanto tiempo como él? Elend abrió la boca para formular la pregunta. En ese preciso instante, empezaron los gritos.