Los clavos hemalúrgicos cambian físicamente a las personas, dependiendo de qué poderes se concedan, dónde se coloca el clavo y cuántos clavos se lleven. Los inquisidores, por ejemplo, cambian drásticamente respecto al humano que eran antes. Sus corazones están en sitios distintos, y sus cerebros se reforman para aceptar los metales que les atraviesan los ojos. Los koloss cambian de forma aún más drástica.

Cabría pensar que quienes más cambian de todo son los kandra. Sin embargo, hay que recordar que los nuevos kandra se forman a partir de espectros de la bruma, y no de humanos. Los clavos que llevan los kandra causan solo una pequeña transformación en sus anfitriones, dejando que sus cuerpos sean en su mayor parte como los de los espectros de la bruma, pero permitiendo que sus mentes empiecen a funcionar. Irónicamente, mientras los clavos deshumanizan a los koloss, dan cierta dosis de humanidad a los kandra.

41

¿No lo ves, Brisa? —preguntó Sazed, ansioso—. Esto es un ejemplo de lo que llamamos ostensión: una leyenda emulada en la vida real. La gente creía en el Superviviente de Hathsin, y ahora se han inventado otro superviviente para que les ayude en momentos de necesidad.

Brisa arqueó una ceja. Se encontraban al fondo de una multitud que se reunía en el distrito del mercado, esperando la llegada del Ciudadano.

—¡Es fascinante! —exclamó Sazed—. Una evolución de la leyenda del Superviviente que no había previsto. Sabía que podrían deificarlo; de hecho, era casi inevitable. Sin embargo, puesto que Kelsier fue una vez una persona «corriente», quienes lo adoran pueden imaginar que otra persona consigue el mismo estatus.

Brisa asintió, distraído. Allrianne estaba a su lado, muy irritada porque le habían pedido que llevara ropas skaa.

Sazed ignoró su falta de entusiasmo.

—Me pregunto cuál será el futuro de todo esto. Tal vez haya una sucesión de Supervivientes para esta gente. Esto podría ser la base de una religión con auténtico potencial duradero, ya que podría reinventarse a sí misma para encajar con las necesidades del populacho. Naturalmente, nuevos Supervivientes implican nuevos líderes… cada uno con opiniones diferentes. En vez de una línea de sacerdotes que promuevan la ortodoxia, cada nuevo Superviviente buscaría establecerse como diferente a sus predecesores. Podría crear numerosas facciones y divisiones en sus adoradores.

—Sazed —dijo Brisa—, ¿no habíamos quedado en que ya no recopilabas religiones?

Sazed vaciló.

—No recopilo esta religión. Solo teorizo sobre su potencial.

Brisa arqueó una ceja.

—Además, podría guardar relación con nuestra misión. Si este nuevo Superviviente es una persona real, podría ayudarnos a derrocar a Quellion.

—O —advirtió Allrianne— podría constituir un desafío a nuestro liderazgo de la ciudad cuando Quellion haya caído.

—Cierto —admitió Sazed—. En cualquier caso, no veo de qué te quejas, Brisa. ¿No querías que me volviera a interesar en las religiones?

—Eso fue antes de que me diera cuenta de que eres capaz de pasarte toda la noche, y luego toda la mañana, hablando del tema —respondió Brisa—. Por cierto, ¿dónde está Quellion? Si me pierdo el almuerzo por culpa de sus ejecuciones, me sentiré bastante molesto.

Ejecuciones. En su entusiasmo, Sazed casi había olvidado qué habían venido a ver en realidad. Su ansiedad remitió, y recordó por qué Brisa actuaba de manera tan solemne. El hombre hablaba con tono ligero, pero la preocupación de sus ojos indicaba que le preocupaba la idea de que el Ciudadano quemara a gente inocente.

—¡Ahí! —exclamó Allrianne, señalando el otro lado del mercado. Algo causaba revuelo: el Ciudadano, con un brillante vestido azul. Era un nuevo color «aprobado», aunque solo podía llevarlo él. Sus consejeros lo rodeaban, vestidos de rojo.

—¡Por fin! —dijo Brisa, siguiendo a la multitud que rodeaba al Ciudadano.

Sazed lo siguió, reacio. Ahora que lo pensaba, se sintió tentado a usar sus soldados para intentar detener lo que estaba a punto de ocurrir.

Naturalmente, sabía que eso sería una necedad. Intervenir ahora para salvar a unos pocos estropearía sus posibilidades de salvar a toda la ciudad. Con un suspiro, siguió a Brisa y Allrianne, moviéndose al ritmo de la multitud. También sospechó que ser testigo de las muertes le recordaría la acuciante naturaleza de sus deberes en Urteau. Los estudios teológicos esperarían a otra ocasión.

—Vas a tener que matarlos —dijo Kelsier.

Fantasma estaba agazapado en silencio en lo alto de un edificio en la zona más rica de Urteau. Debajo, la procesión del Ciudadano se acercaba. Fantasma la observaba con los ojos vendados. Había hecho falta mucho dinero (casi todo lo que había traído de Luthadel) para averiguar por medio de sobornos el lugar de las ejecuciones con la suficiente antelación y así poder situarse.

Podía ver a los penosos individuos que Quellion había decidido asesinar. Muchos eran como la hermana de Franson: gente que había descubierto que tenía parentesco noble. Otros, sin embargo, eran solo cónyuges de gente con sangre noble. Fantasma también conocía a un hombre del grupo que había hablado en voz demasiado alta contra Quellion. La conexión de ese hombre con la nobleza era tenue. Una vez fue artesano y atendía específicamente a una clientela noble.

—Sé que no quieres hacerlo —dijo Kelsier—. Pero no puedes perder los nervios ahora.

Fantasma se sentía poderoso: el peltre le daba un aire de invencibilidad que nunca antes había imaginado. Apenas había dormido unas pocas horas en los últimos seis días, pero no se sentía cansado. Tenía un sentido del equilibrio que cualquier gato habría envidiado, y una fuerza que sus músculos no deberían haber podido producir.

Y, sin embargo, el poder no lo era todo. Las palmas de las manos le sudaban bajo su capa, y sentía que perlas de sudor le corrían por la frente. No era un nacido de la bruma. No era Kelsier ni Vin. Era solo Fantasma. ¿En qué estaba pensando?

—No puedo hacerlo —susurró.

—Sí puedes —respondió Kelsier—. Has practicado con el bastón: lo he visto. Además, te enfrentaste a aquellos soldados en el mercado. Estuvieron a punto de matarte, vale, pero eran dos violentos. Lo hiciste bien, dada la situación.

—Yo…

—Tienes que salvar a esa gente, Fantasma. Hazte la pregunta: «¿Qué haría yo en tu lugar?».

—Yo no soy tú.

—Todavía no —susurró Kelsier.

Todavía no.

Abajo, Quellion predicaba contra la gente que iba a ser ejecutada. Fantasma pudo ver a Beldre, la hermana del Ciudadano, a su lado. Se inclinó hacia delante. ¿Era una expresión de compasión, incluso de dolor, lo que había en sus ojos mientras veía cómo conducían a los desafortunados prisioneros al edificio? ¿O era solo lo que Fantasma quería ver en ella? Siguió su mirada, contemplando a los prisioneros. Uno de ellos era una niña, que iba agarrada temerosamente a una mujer mientras empujaban al grupo al edificio que se convertiría en su pira.

Kelsier tiene razón, pensó Fantasma. No puedo dejar que esto suceda. Puede que no lo logre, pero al menos debo intentarlo. Sus manos continuaron temblando mientras atravesaba la trampilla y bajaba las escaleras, la capa agitándose tras él. Rodeó una esquina en dirección a la bodega.

Los nobles eran extrañas criaturas. Durante los días del lord Legislador, a menudo temían por sus vidas tanto como los skaa, pues las intrigas de la corte solían causar encarcelamientos y asesinatos. Fantasma tendría que haberse dado cuenta desde el principio de lo que se perdía. Ninguna banda de ladrones construiría un cubil sin un agujero oculto para huidas de emergencia.

¿Por qué iban los nobles a ser diferentes?

Brincó, la capa ondeando mientras saltaba los últimos escalones. Golpeó el suelo polvoriento, y sus oídos amplificados oyeron a Quellion que empezaba a gritar allá arriba. Las multitudes skaa murmuraban. Las llamas habían empezado. Allí, en el oscuro sótano del edificio, Fantasma encontró una sección que ya estaba abierta, un pasadizo secreto que conducía al edificio de al lado. Un grupo de soldados lo guardaba.

—Rápido —oyó decir a uno de ellos—, antes de que el fuego llegue aquí.

—¡Por favor! —exclamó otra voz, y sus palabras resonaron en el pasadizo—. ¡Al menos llevaos a la niña!

La gente gemía. Los soldados se situaron al otro lado del pasadizo, impidiendo escapar a la gente del otro sótano. Habían sido enviados por Quellion para salvar a uno de los prisioneros. En el exterior, el Ciudadano hacía el espectáculo de denunciar a los que tenían sangre noble. Sin embargo, los alománticos eran demasiado valiosos para matarlos. Así que elegía sus edificios con cuidado, quemando solamente aquellos que tenían salidas ocultas por las que podía sacar a los alománticos.

Era la forma perfecta de mostrar ortodoxia, y al mismo tiempo controlar el recurso más poderoso de la ciudad. Pero no fue esta hipocresía lo que hizo que las manos de Fantasma dejaran de temblar cuando atacó a los soldados.

Fue la niña llorosa.

—¡Mátalos! —gritó Kelsier.

Fantasma sacó su bastón de duelos. Uno de los soldados finalmente reparó en él, girando asombrado.

Cayó el primero.

Fantasma no había advertido lo fuerte que podía golpear. El casco del soldado voló por el pasadizo oculto, su metal aplastado. Los otros soldados gritaron cuando Fantasma saltó por encima de su compañero caído en tan estrechos confines. Llevaban espadas, pero tuvieron problemas para desenvainarlas.

Fantasma, sin embargo, había traído dagas.

Extrajo una, y la blandió con una potencia impulsada por el peltre y la furia, los pasos guiados por sus sentidos amplificados. Atravesó a dos soldados, empujando sus cuerpos a un lado, aprovechando su ventaja. Al fondo del pasadizo había cuatro soldados más con un skaa de baja estatura.

El miedo brillaba en sus ojos.

Fantasma se abalanzó, y los aturdidos soldados finalmente vencieron su sorpresa. Se volvieron, abrieron la puerta secreta y tropezaron entre sí al entrar en el sótano del edificio del otro lado.

La estructura estaba ya a punto de desplomarse. Fantasma pudo oler el humo. El resto de los condenados estaba en la habitación; probablemente habían intentado atravesar la puerta para seguir al amigo que había escapado. Ahora se vieron obligados a retroceder cuando los soldados se abrieron paso y finalmente desenvainaron sus espadas.

Fantasma atravesó al primero de los cuatro soldados, dejó la daga en el cuerpo y sacó un segundo bastón de duelos. Notó la firmeza de la madera en su mano mientras giraba entre los aturdidos civiles y atacaba a los soldados.

—No puedes permitir que los soldados escapen —susurró Kelsier—. De lo contrario, Quellion sabrá que los skaa han sido rescatados. Tienes que confundirlo.

La luz titilaba en un pasillo más allá de la bien amueblada habitación del sótano. Fuego. Fantasma pudo sentir ya el calor. Torvamente, los tres soldados alzaron sus espadas, recortados por la luz de las llamas. El humo empezó a filtrarse por el techo, esparciéndose como una niebla oscura. Los prisioneros retrocedieron, confusos.

Fantasma se lanzó, girando, mientras trataba de golpear a uno de los soldados con sus dos bastones. El hombre esquivó el ataque y se abalanzó hacia delante. En una pelea corriente, Fantasma habría sido ensartado.

El peltre y el estaño lo salvaron. Fantasma se movió con ligereza, sintiendo el viento de la espada que se cernía sobre él, sabiendo por dónde pasar. Su corazón redobló en su pecho cuando la espada cortó la tela en su costado, pero falló la carne. Asestó un golpe con el bastón, rompiendo la mano del hombre, y luego le golpeó el cráneo con el otro.

El soldado cayó, la sorpresa visible en sus ojos moribundos cuando Fantasma pasó sobre él.

El siguiente soldado ya estaba preparado. Fantasma alzó sus dos bastones, cruzándolos para bloquear el golpe. La espada alcanzó a uno, lanzando al aire la mitad del bastón, pero quedó atascada en el segundo. Fantasma torció su guardia, arrancando la hoja, luego giró para internarse en la defensa del hombre y lo abatió con un codazo en el estómago.

Golpeó la cabeza del hombre al caer. El sonido de hueso sobre hueso resonó en la habitación en llamas. El soldado se desplomó a los pies de Fantasma.

¡Puedo hacerlo!, pensó Fantasma. Soy como ellos. Vin y Kelsier. Se acabó eso de esconderme en los sótanos y huir del peligro. ¡Puedo luchar!

Se dio media vuelta, sonriendo.

Y encontró al último soldado que presionaba el cuchillo del propio Fantasma contra el cuello de una muchachita. El soldado estaba de espaldas al pasillo en llamas, intentando escapar a través del pasadizo oculto. Detrás, las llamas asomaban en el marco de la puerta, lamiendo la habitación.

—¡Los demás, salid de aquí! —dijo Fantasma, sin dejar de mirar al soldado—. Salid por la puerta trasera del edificio que encontraréis al final de este túnel. Allí encontraréis a unos hombres. Os ocultarán en los bajos fondos, y luego os sacarán de la ciudad. ¡Vamos!

Algunos ya habían huido, y los que quedaban obedecieron su orden. El soldado permaneció inmóvil, expectante, obviamente intentando decidir qué hacer. Debía de saber que se enfrentaba a un alomántico: ningún hombre corriente podría haber abatido a tantos soldados con tanta rapidez. Por fortuna, parecía que Quellion no había enviado a sus propios alománticos al edificio. La niña gemía.

¿Qué habría hecho Kelsier?

Tras él, el último de los prisioneros huía hacia el pasillo.

—¡Tú! —dijo Fantasma sin volverse—. Cierra esa puerta desde fuera. ¡Rápido!

—Pero…

—¡Hazlo! —chilló Fantasma.

—¡No! —dijo el soldado, apretando el cuchillo contra el cuello de la niña—. ¡La mataré!

—Hazlo y morirás —espetó Fantasma—. Lo sabes. Mírame. No vas a pasar. Estás…

La puerta se cerró.

El soldado gritó, soltó a la niña y corrió hacia la puerta, intentando alcanzarla antes de que la tranca cayera por el otro lado.

—¡Es la única salida! ¡Nos vas a…!

Fantasma rompió las rodillas del hombre con un solo golpe de bastón. El soldado gritó y cayó al suelo. Las llamas ya ardían en tres de las paredes. El calor era intenso.

La tranca chasqueó en su sitio al otro lado de la puerta. Fantasma miró al soldado. Todavía estaba vivo.

—¡Déjalo! —dijo Kelsier—. Déjalo arder con el edificio.

Fantasma vaciló.

—Él habría dejado morir a toda esa gente —dijo Kelsier—. Deja que sienta lo que les habría hecho a ellos…, lo que ya ha hecho varias veces, por orden de Quellion.

Fantasma dejó al hombre gimiendo en el suelo y se dirigió a la puerta secreta. Lanzó su peso contra ella.

Aguantó.

Maldijo, alzó una bota y pateó la puerta. Sin embargo, esta se mantuvo sólida.

—Esa puerta fue construida por nobles que temían ser perseguidos por asesinos —dijo Kelsier—. Conocían la alomancia, y se aseguraron de que la puerta fuera lo bastante fuerte para resistir la patada de un violento.

El incendio arreciaba. La niña se acurrucó en el suelo, sollozando. Fantasma giró, contemplando las llamas, sintiendo su calor. Dio un paso adelante, pero sus sentidos amplificados eran tan agudos que el calor le parecía sorprendentemente poderoso.

Apretó los dientes y recogió a la niña. Ahora tengo peltre, pensó. Puedo equilibrar el poder de mis sentidos. Con eso bastará.

Salía humo por las ventanas del edificio condenado. Sazed esperaba con Brisa y Allrianne, al fondo de una solemne multitud. La gente permanecía extrañamente silenciosa mientras contemplaba cómo las llamas se cobraban su precio. Tal vez sentían la verdad.

Y la verdad era que podían ser detenidos y asesinados tan fácilmente como las pobres víctimas que morían dentro.

—¡Qué rápido cambiamos! —susurró Sazed—. No hace mucho que los hombres eran obligados a contemplar cómo el lord Legislador cortaba las cabezas de gente inocente. Ahora lo hacemos nosotros mismos.

Silencio. Del interior del edificio llegaban lo que parecían ser gritos. Los gritos de gente muriendo.

—Kelsier estaba equivocado —dijo Brisa.

Sazed frunció el ceño y se volvió.

—Echaba la culpa a los nobles —dijo Brisa—. Pensaba que, si nos deshacíamos de ellos, estas cosas no sucederían.

Sazed asintió. Entonces, extrañamente, la multitud empezó a inquietarse, a agitarse y murmurar. Y Sazed notó que estaba de acuerdo con ellos. Había que hacer algo respecto a esta atrocidad. ¿Por qué no luchaba nadie? Quellion estaba allí, rodeado de sus orgullosos hombres de rojo. Sazed apretó los dientes, airado.

—Allrianne, querida —dijo Brisa—, no es el momento.

Sazed vaciló. Se volvió para mirar a la joven. Estaba llorando.

Por los Dioses Olvidados, pensó Sazed, reconociendo por fin su contacto en sus emociones. Los encendía para enfurecerlos contra Quellion. Es tan buena como Brisa.

—¿Por qué no? —preguntó ella—. Se lo merece. Podría hacer que esta muchedumbre lo hiciera pedazos.

—Y su segundo al mando tomaría el control —dijo Brisa—, y luego ejecutaría a esta gente. Aún no estamos preparados.

—Parece que nunca terminas los preparativos, Brisa —replicó ella.

—Estas cosas requieren…

—¡Esperad! —dijo Sazed, levantando una mano. Frunció el ceño y contempló el edificio. Una de las ventanas tapiadas con tablones, en el ático, parecía temblar.

—¡Mirad! —exclamó—. ¡Allí!

Brisa arqueó una ceja.

—Tal vez nuestro Dios de las Llamas está a punto de hacer su aparición, ¿eh? —Sonrió ante lo que obviamente consideraba un concepto ridículo—. Me pregunto qué se supone que tenemos que aprender durante esta experiencia repulsiva. Personalmente, creo que los hombres que nos enviaron aquí no sabían lo que…

De pronto uno de los tablones de la ventana salió volando, girando en el aire, dejando un rastro de humo. Entonces la ventana estalló hacia fuera.

Una figura vestida de oscuro saltó a través del caos de tablas y humo, hasta aterrizar en el tejado. Su larga capa parecía estar ardiendo en algunas partes, y llevaba un bultito en brazos. Una criatura. La figura corrió por el tejado ardiente y saltó al suelo, dejando una estela de humo.

Aterrizó con la gracia del humano que quema peltre, sin tropezar a pesar de los dos pisos de caída, la capa en llamas revoloteando a su alrededor. La gente retrocedió, sorprendida, y Quellion giró asombrado.

La capucha del hombre cayó hacia atrás cuando este se irguió. Solo entonces lo reconoció Sazed.

Bajo la luz del sol, Fantasma parecía mayor de lo que realmente era. O quizá Sazed nunca lo había visto más que como un chiquillo hasta ese momento. En cualquier caso, el joven miró con orgullo a Quellion, los ojos cubiertos por una venda, el cuerpo humeando mientras sostenía en sus brazos a una niña que tosía. No parecía en absoluto intimidado por la tropa de veinte soldados que rodeaba el edificio.

Brisa maldijo entre dientes.

—¡Allrianne, vamos a tener que descontrolarlos, después de todo!

De pronto, Sazed sintió un gran peso. Brisa apartó sus emociones, su confusión, su preocupación, y dejó a Sazed, junto a la multitud, completamente abierto al concentrado estallido de furia de Allrianne.

La multitud se puso en movimiento, la gente gritó el nombre del Superviviente, atropellando a los guardias. Por un momento, Sazed temió que Fantasma no fuera a aprovechar la oportunidad para huir. A pesar del extraño vendaje que le cubría los ojos, Sazed advirtió que el muchacho miraba directamente a Quellion… como desafiándolo.

Sin embargo, afortunadamente, Fantasma acabó por darse media vuelta. La multitud distrajo a los soldados y Fantasma echó a correr a una velocidad que pareció demasiado rápida. Se escabulló por una calleja con la niña que había rescatado, la capa humeando. En cuanto Fantasma tuvo buena ventaja, Brisa controló el deseo de rebelión de la multitud, impidiendo que fueran abatidos por los soldados. La gente retrocedió, dispersándose. Sin embargo, los soldados del Ciudadano permanecieron junto a su líder. Sazed pudo oír la frustración en la voz del Ciudadano cuando este llamó a la inevitable retirada. No podía desviar más que a unos pocos hombres para perseguir a Fantasma, no con el potencial de una revuelta. Tenía que llegar a lugar seguro.

Mientras los soldados se ponían en marcha, Brisa se volvió hacia Sazed.

—Bueno —dijo—, eso sí que ha sido inesperado.