Quellion se colocó el clavo él mismo, según tengo entendido. Nunca fue del todo estable. Su fervor para seguir a Kelsier y matar a los nobles fue aumentado por Ruina, pero Quellion ya tenía aquellos impulsos. A veces, su apasionada paranoia rayaba en la locura, y entonces Ruina podía impulsarlo para que se colocara aquel clavo crucial.
El clavo era de bronce, y lo elaboró a partir de uno de los primeros alománticos que capturó. Ese clavo lo convirtió en buscador, y gracias a eso pudo encontrar y chantajear a tantos alománticos durante su reinado en Urteau.
El tema, sin embargo, es que la gente con personalidad inestable era más susceptible a la influencia de Ruina, aunque no llevaran un clavo dentro. Probablemente, Zane consiguió así su clavo.
70
—Sigo sin comprender de qué sirve todo esto —dijo Yomen, caminando junto a Elend mientras atravesaban la puerta de Fadrex.
Elend ignoró el comentario y saludó a un grupo de soldados. Se detuvo junto a otro grupo (no suyo, sino de Yomen) e inspeccionó sus armas. Les dirigió unas palabras de ánimo, y luego continuó. Yomen observaba en silencio, caminando al lado de Elend como un igual, no como un rey capturado.
Los dos mantenían una incómoda tregua, pero el campamento de koloss de más allá de la ciudad era motivación más que suficiente para que trabajaran juntos. Elend tenía un ejército más grande, pero no mucho más, y su inferioridad numérica iba en aumento a medida que llegaban más y más koloss.
—Tendríamos que estar trabajando más en el problema sanitario —continuó diciendo Yomen cuando nadie podía escucharlos—. Un ejército se basa en dos principios: salud y comida. Con estas dos cosas, se consigue la victoria.
Elend sonrió, reconociendo la referencia. Suministros a escala, de Trentison. Unos años atrás, habría estado de acuerdo con Yomen, y probablemente los dos habrían pasado la tarde discutiendo sobre filosofía del liderazgo en el palacio. Sin embargo, en los últimos años Elend había aprendido cosas que no le habían enseñado sus estudios.
Por desgracia, eso significaba que no podía explicárselas a Yomen, sobre todo en el tiempo que tenían. Así que señaló calle abajo.
—Ahora podemos ir al hospital si quieres, lord Yomen.
Yomen asintió, y los dos se dirigieron a otra zona de la ciudad. El obligador se lo tomaba todo muy en serio. Había que tratar los problemas rápida y directamente. Tenía una buena mente, a pesar de su afición a emitir juicios precipitados.
Mientras caminaban, Elend se paraba a mirar a los soldados, de servicio o no, que había por las calles. Respondía a sus saludos, los miraba a los ojos. Muchos trabajaban para reparar los daños causados por los terremotos cada vez más fuertes. Tal vez era solo imaginación de Elend, pero le parecía que los soldados caminaban un poco más erguidos tras su paso.
Yomen frunció levemente el ceño al ver a Elend hacer esto. El obligador aún llevaba la túnica de su cargo, a pesar de la perlita de atium de su frente que utilizaba para indicar su realeza. Los tatuajes de la frente del hombre casi parecían extenderse hacia la perla, como si hubieran sido diseñados con ella en mente.
—No sabes mucho de liderar soldados, ¿verdad, Yomen? —preguntó Elend.
El obligador arqueó una ceja.
—Sé más de lo que tú sabrás nunca de tácticas, líneas de suministro y la dirección de ejércitos entre puntos distintivos.
—¿Sí? —dijo Elend, sonriente—. Así que has leído Ejércitos en movimiento, de Bennitson, ¿eh?
Lo de «puntos distintivos» era una indicación reveladora.
Yomen frunció aún más el ceño.
—Una cosa que los eruditos solemos olvidar, Yomen, es el impacto que la emoción puede tener en una batalla. No solo es cuestión de alimento, zapatos y agua fresca, por necesarios que sean. Es cuestión de esperanza, valor y voluntad para vivir. Los soldados tienen que saber que su líder estará en la lucha, si no matando a enemigos, sí dirigiendo las cosas en persona desde detrás de las líneas. No pueden pensar en él como una fuerza abstracta que está en una torre en alguna parte, mirando por una ventana y reflexionando sobre las profundidades del universo.
Yomen guardó silencio mientras caminaban por unas calles que, pese a haber sido limpiadas de cenizas, presentaban un aspecto triste. La mayoría de la gente se había retirado a la parte posterior de la ciudad, donde los koloss llegarían los últimos, si pasaban. Acampaban a la intemperie, ya que los edificios, con los terremotos, no ofrecían seguridad.
—Eres un… hombre interesante, Elend Venture —dijo por fin Yomen.
—Soy un hijo de perra —corrigió Elend.
Yomen arqueó una ceja.
—De composición, no por temperamento ni nacimiento —dijo Elend con una sonrisa—. Soy una amalgama de lo que he necesitado ser. Parte erudito, parte rebelde, parte noble, parte nacido de la bruma y parte soldado. A veces, ni siquiera me conozco a mí mismo. Lo pasé fatal intentando que todas esas partes encajaran. Y, justo cuando empezaba a cogerle el truco, el mundo se me acaba encima. ¡Ah!, ya hemos llegado.
El hospital de Yomen era un edificio del Ministerio reconvertido, cosa que, en opinión de Elend, demostraba que el obligador estaba dispuesto a ser flexible. Sus edificios religiosos no eran para él tan sagrados como para no reconocer que eran las mejores instalaciones para cuidar a heridos y enfermos. Dentro, encontraron a físicos que atendían a quienes habían sobrevivido al choque inicial con los koloss. Yomen corrió a hablar con los burócratas del hospital, pues al parecer le preocupaba el número de infecciones que habían sufrido los hombres. Elend se acercó a la sección donde estaban los casos más graves, y empezó a visitarlos y darles ánimos.
Era duro mirar a aquellos soldados que habían sufrido por culpa de su estupidez. ¿Cómo podía no haberse dado cuenta de que Ruina recuperaría a los koloss? Tenía todo el sentido. Y, sin embargo, Ruina había jugado bien su mano, había engañado a Elend, haciéndole pensar que los inquisidores controlaban a los koloss. Haciéndole creer que podía contar con las criaturas azules.
¿Qué habría ocurrido si hubiera atacado la ciudad con ellos tal como planeamos en principio?, pensó. Ruina habría arrasado Fadrex, matado a todos sus habitantes y vuelto a los koloss contra los soldados de Elend. Ahora, las fortificaciones defendidas por los hombres de Elend y Yomen habían dado a Ruina tiempo para hacer acopio de fuerzas antes de atacar.
He condenado esta ciudad, pensó Elend, sentado junto al lecho de un hombre que había perdido un brazo ante una espada koloss.
Aquello lo frustraba. Sabía que había tomado la decisión correcta. Y, en verdad, prefería estar dentro de la ciudad, condenado casi con toda certeza, que estar fuera asediándola, y vencer. Pues sabía que el lado vencedor no era siempre el lado justo.
Con todo, la frustración por su incapacidad para proteger a su gente iba en aumento. Y, a pesar de que Yomen gobernaba en Fadrex, Elend consideraba que su pueblo era también el suyo. Había tomado el trono del lord Legislador y se había proclamado emperador. Todo el Imperio Final estaba a su cargo. ¿De qué servía un gobernante que ni siquiera podía proteger una ciudad, y mucho menos un imperio lleno de ellas?
Una perturbación en la parte delantera del hospital atrajo su atención. Apartó sus oscuros pensamientos y se despidió del soldado. Corrió hacia el lugar donde Yomen ya había aparecido, para ver el origen del tumulto. Una mujer traía en brazos a un niño que temblaba incontrolablemente con un ataque.
Uno de los médicos corrió a recoger al niño.
—¿Mal de la bruma? —preguntó.
La mujer asintió entre sollozos.
—Lo tuve en casa hasta hoy. ¡Lo sabía! ¡Lo sabía! ¡Sabía que lo quería! ¡Oh, por favor…!
Yomen sacudió la cabeza mientras el médico llevaba al niño a una cama.
—Tendrías que haberme hecho caso, mujer —dijo firmemente—. Todo el mundo en la ciudad tenía que haberse expuesto a las brumas. Ahora tu hijo ocupará una cama que podemos necesitar para los soldados heridos.
La mujer se desmoronó, todavía llorando. Yomen suspiró, aunque Elend pudo ver la preocupación en sus ojos. Yomen no era un hombre despiadado, solo pragmático. Además, sus palabras tenían sentido. No tenía sentido esconder a alguien en casa toda la vida, solo porque existiera la posibilidad de que cayera enfermo ante las brumas.
Caer ante las brumas…, pensó Elend, ausente, mirando al niño en la cama. Había dejado de estremecerse, aunque su cara se retorcía en una mueca de dolor. Parecía muy dolorido. Elend solo había sufrido así una vez en la vida.
Nunca descubrimos qué era este mal de la bruma, pensó. El espíritu de la bruma nunca había regresado. Pero tal vez Yomen supiera algo.
—Yomen —dijo, acercándose al hombre, distrayéndolo de su discusión con los cirujanos—. ¿Alguno de los tuyos ha descubierto el motivo del mal de la bruma?
—¿Motivo? ¿Tiene que haber un motivo para sufrir una enfermedad?
—Lo hay para una tan extraña como esta —repuso Elend—. ¿Os habéis dado cuenta de que afecta exactamente al dieciséis por ciento de la población? Dieciséis por ciento, invariable.
En vez de sorprenderse, Yomen se encogió de hombros.
—Tiene sentido.
—¿Sentido?
—El dieciséis es un número poderoso, Venture. El número de los preceptos en cada Cantón. El número de los metales alománticos. El…
—Espera —dijo Elend, alzando la cabeza—. ¿Qué?
—Metales alománticos.
—Solo hay catorce.
Yomen negó con la cabeza.
—Catorce que sepamos, suponiendo que tu dama tuviera razón respecto a ese metal emparentado con el aluminio. Sin embargo, el catorce no es un número de poder. Los metales alománticos vienen en conjuntos de dos, agrupados en cuatro. Parece probable que haya dos más que no hemos descubierto, lo cual hace un total de dieciséis. Dos por dos por dos por dos. Cuatro metales físicos, cuatro metales mentales, cuatro metales de ampliación y cuatro metales temporales.
Dieciséis metales…
Elend volvió a mirar al niño. Dolor. Él había conocido ese dolor una vez, el día que su padre ordenó que lo golpearan hasta causarle tanto dolor que pensó que iba a morir. Golpearon su cuerpo casi hasta la muerte, para que se rompiera.
Lo golpearon para descubrir si era alomántico.
¡Lord Legislador!, pensó Elend con asombro. Apartó a Yomen, y volvió a la sección del hospital donde estaban los soldados.
—¿Quién de aquí cayó enfermo por las brumas? —preguntó.
Los heridos lo miraron con extrañeza.
—¿Cayó enfermo alguno de vosotros? —preguntó Elend—. ¿Cuando ordené que os internarais en las brumas? ¡Por favor, tengo que saberlo!
Lentamente, el hombre manco levantó la mano sana.
—Yo caí, mi señor. Lo siento. Probablemente esta herida sea el castigo por…
Elend interrumpió al hombre abalanzándose hacia él y sacando su frasquito de metales.
—Bebe esto —ordenó.
El hombre vaciló, pero hizo lo que se le pedía. Elend se arrodilló ansiosamente junto a la cama, esperando. El corazón le latía con inusitada fuerza.
—¿Y bien? —preguntó por fin.
—¿Bien… qué, mi señor?
—¿Notas algo?
El soldado se encogió de hombros.
—¿Cansancio, mi señor?
Elend cerró los ojos, suspirando. Era una tontería…
—¡Vaya, qué raro! —dijo el soldado de pronto.
Elend abrió los ojos.
—Sí —dijo el soldado, un poco distraído—. Yo… no sé cómo interpretarlo.
—Quémalo —dijo Elend, encendiendo su bronce—. Tu cuerpo sabe cómo, si lo dejas.
El soldado frunció el ceño, y ladeó la cabeza. Entonces empezó a latir con poder alomántico.
Elend cerró de nuevo los ojos y resopló suavemente.
Yomen se acercó.
—¿Qué pasa?
—Las brumas nunca han sido nuestro enemigo, Yomen —dijo Elend, los ojos todavía cerrados—. Solo intentaban ayudar.
—¿Ayudar? ¿Ayudar, cómo? ¿De qué estás hablando?
Elend abrió los ojos y se giró.
—No nos mataban, Yomen. No nos hacían enfermar. Nos hacían romper. Nos daban poder. Nos hacían capaces de luchar.
—¡Mi señor! —exclamó súbitamente una voz. Elend se volvió y vio a un soldado entrar a trompicones en la sala—. ¡Milores! ¡Vienen los koloss! ¡Están atacando la ciudad!
Elend sintió un sobresalto. Ruina. Sabe lo que acabo de descubrir, sabe que tiene que atacar ahora, en vez de esperar a que lleguen los refuerzos.
¡Porque yo conozco el secreto!
—¡Yomen, reúne todo el polvillo de metal que puedas encontrar en la ciudad! —gritó Elend—. ¡Peltre, estaño, acero y hierro! ¡Dáselo a todos los afectados por las brumas! ¡Haz que lo beban!
—¿Por qué? —preguntó Yomen, todavía confuso.
Elend se volvió, sonriendo.
—Porque ahora son alománticos. Esta ciudad no va a caer tan fácilmente como todos creíamos. ¡Si me necesitas, estoy en el frente!