Soy, por desgracia, el Héroe de las Eras.

1

Fatren entornó los ojos para contemplar el sol rojo que se ocultaba bajo su perpetua pantalla de bruma oscura. Del cielo caía una fina ceniza negra, como casi todos estos últimos días. Los gruesos copos caían sin parar, el aire era hediondo y caliente, sin el menor rastro de brisa que aliviara el estado de ánimo de Fatren. El hombre suspiró, apoyándose contra el muro de tierra, y miró hacia Vetitan. Su ciudad.

—¿Cuánto falta? —preguntó.

Druffel se rascó la nariz. Tenía la cara manchada de ceniza. De un tiempo a esta parte, no pensaba mucho en la higiene. Desde luego, considerando la tensión de los últimos meses, Fatren sabía que él mismo tampoco era gran cosa.

—Una hora, tal vez —respondió Druffel, y escupió en la tierra del muro defensivo.

Fatren suspiró y contempló la ceniza que caía.

—¿Crees que es cierto lo que dice la gente, Druffel?

—¿Qué? —preguntó Druffel—. ¿Que es el fin del mundo?

Fatren asintió.

—No lo sé —dijo Druffel—. En realidad, no me importa.

—¿Cómo puedes decir eso?

Druffel se encogió de hombros y se rascó.

—En cuanto lleguen los koloss, estaré muerto. Ese será el fin del mundo para mí.

Fatren guardó silencio. No le gustaba poner voz a sus dudas: se suponía que él era el fuerte. Cuando los lores dejaron el pueblo (una comunidad agrícola, poco más urbana que una plantación del norte), Fatren fue el que convenció a los skaa para que continuaran plantando. Él fue quien mantuvo a raya las levas de reclutamiento de soldados. En una época en que la mayoría de las aldeas y plantaciones habían perdido a todos los hombres capaces para un ejército u otro, Vetitan aún tenía población activa. Había costado gran parte de las cosechas en sobornos, pero Fatren había mantenido a la gente a salvo.

Casi siempre.

—Hoy las brumas no desaparecerán hasta mediodía —dijo Fatren en voz baja—. Cada vez duran más tiempo. Ya has visto las cosechas, Druff. No van bien…, supongo que no hay luz suficiente. No tendremos comida para este invierno.

—No duraremos hasta el invierno —dijo Druffel—. No duraremos hasta el anochecer.

Lo triste, lo que resultaba descorazonador, era que Druffel fuera en su día el optimista. Fatren no había oído reír a su hermano desde hacía meses. Aquella risa era su sonido favorito.

Ni siquiera las fábricas del lord Legislador pudieron arrancarle la sonrisa a Druffel, pensó Fatren. Pero estos dos últimos años lo han conseguido.

—¡Fats! —llamó una voz—. ¡Fats!

Fatren se volvió para ver a un joven que corría junto al muro. La construcción estaba a medio terminar: había sido idea de Druffel, antes de rendirse del todo. Su ciudad albergaba a unas siete mil personas, lo cual quería decir que era bastante grande. Había costado mucho trabajo rodearla con un muro defensivo.

Fatren tenía alrededor de un millar de soldados (había sido muy difícil reunir tantos en una población tan pequeña), y tal vez otros mil hombres que eran demasiado jóvenes, demasiado viejos o demasiado inexpertos para luchar bien. En realidad, no sabía qué tamaño tenía el ejército de los koloss, pero debía de superar las dos mil criaturas. Una muralla defensiva iba a ser de muy poca utilidad.

El muchacho, Sev, se detuvo por fin junto a Fatren, jadeando.

—¡Fats! ¡Viene alguien!

—¿Ya? —preguntó Fatren—. ¡Druffel dijo que los koloss aún estaban lejos!

—No son koloss, Fats —dijo el muchacho—. Es un hombre. ¡Ven a ver!

Fatren se volvió hacia Druff, quien se frotó la nariz y se encogió de hombros. Siguieron a Sev hacia el interior de la muralla, hacia la puerta delantera. La ceniza y el polvo se arremolinaban en la tierra compactada, se amontonaban en los rincones, se dispersaban. Últimamente, no habían tenido mucho tiempo para la limpieza. Las mujeres tenían que trabajar en el campo, mientras los hombres se entrenaban y hacían preparativos para la guerra.

Preparativos para la guerra. Fatren se decía a sí mismo que tenía un ejército de dos mil «soldados», pero lo que en realidad tenía eran mil campesinos skaa armados con espadas. Habían recibido dos años de instrucción, cierto, pero contaban con muy poca experiencia real de combate.

Un grupo de hombres se apiñaba en torno a las puertas de entrada, en el muro o junto a él. Tal vez fue un error invertir tantos recursos en adiestrar soldados, pensó Fatren. Si esos mil hombres hubieran trabajado las minas, tendríamos oro para hacer sobornos.

Solo que los koloss no aceptaban sobornos, sino que mataban sin más. Fatren se estremeció al pensar en Garthwood. Esa ciudad era más grande que la suya, pero menos de un centenar de supervivientes habían conseguido llegar a Vetitan. Eso fue tres meses atrás. Fatren había esperado, de un modo irracional, que los koloss se contentaran con la destrucción de la ciudad.

Tendría que haberlo sabido: los koloss nunca quedaban satisfechos.

Fatren se encaramó en lo alto del muro, y los soldados vestidos con ropas remendadas y trozos de cuero le abrieron paso. A través de la ceniza que caía, divisó un oscuro paisaje que parecía cubierto de profunda nieve negra.

Un jinete solitario se acercaba, ataviado con una oscura capa encapuchada.

—¿Qué te parece, Fats? —preguntó uno de los soldados—. ¿Un explorador koloss?

Fatren hizo una mueca.

—Los koloss no enviarían a un explorador, y menos aún a un explorador humano.

—Tiene un caballo —dijo Druffel con un gruñido—. Nos vendría bien otro.

En toda la ciudad solo había cinco. Todos sufrían desnutrición.

—Un mercader —dijo uno de los soldados.

—No trae mercancías —respondió Fatren—. Y tendría que ser un mercader muy valiente para viajar solo por estos territorios.

—Nunca he visto a un refugiado con un caballo —dijo otro de los hombres. Alzó un arco, mirando a Fatren.

Fatren negó con la cabeza. Nadie disparó mientras el desconocido se iba acercando, avanzando a paso despreocupado. Detuvo su montura justo ante las puertas de la población. Fatren se sentía orgulloso de ellas. Auténticas puertas de madera montadas sobre el muro de tierra. Había sacado la madera y la piedra de la mansión del señor, en el centro del pueblo.

Se veía muy poco del forastero bajo la gruesa y oscura capa que llevaba para protegerse de la ceniza. Fatren observó desde lo alto del muro, examinó al desconocido, luego miró a su hermano y se encogió de hombros. La ceniza caía en silencio.

El desconocido saltó de su caballo.

Salió disparado hacia arriba, como impulsado desde abajo, la capa sacudiéndose libre mientras volaba. Debajo llevaba un brillante uniforme blanco.

Fatren maldijo y dio un salto atrás cuando el desconocido llegó a lo alto del muro y se posó sobre la puerta de madera. Se trataba de un alomántico. Un noble. Fatren esperaba que estos se ciñeran a las peleas del norte y dejaran a su pueblo en paz.

O, al menos, que lo dejaran morir en paz.

El recién llegado se volvió. Llevaba la barba corta, y el cabello era corto y oscuro.

—Muy bien, no tenemos mucho tiempo —dijo, caminando sobre la puerta con un innatural sentido del equilibrio—. Pongámonos a trabajar.

Pasó de la puerta al muro. Druffel desenvainó su espada de inmediato y la blandió ante el recién llegado.

La espada saltó de su mano, arrancada por una fuerza invisible. El desconocido la agarró cuando pasaba sobre su cabeza. Y la volvió, inspeccionándola.

—Buen acero —dijo, asintiendo—. Estoy impresionado. ¿Cuántos de vuestros soldados van tan bien equipados?

Giró el arma en su mano, volviéndola hacia Druffel por la empuñadura.

Druffel miró a Fatren, confuso.

—¿Quién eres, forastero? —exigió Fatren con todo el valor que pudo reunir. No sabía mucho de alomancia, pero estaba bastante seguro de que aquel hombre era un nacido de la bruma. No era descabellado pensar que sería capaz de aniquilar a todos los que estaban en lo alto del muro sin apenas pensárselo.

El desconocido ignoró la pregunta y se dio la vuelta para contemplar la población.

—¿Este muro cubre todo el perímetro de la ciudad? —preguntó, volviéndose hacia uno de los soldados.

—¡Humm…! Sí, mi señor —respondió el hombre.

—¿Cuántas puertas hay?

—Solo esta, mi señor.

—Abre la puerta y deja entrar a mi caballo —dijo el recién llegado—. Supongo que tendréis establos.

—Sí, mi señor —dijo el soldado.

Vaya, pensó Fatren con insatisfacción mientras el soldado echaba a correr, este desconocido desde luego sabe dar órdenes a la gente. El soldado de Fatren ni siquiera se detuvo a pensar que estaba obedeciendo a un desconocido sin pedir permiso. Fatren vio que los otros soldados se estiraban un poco, que perdían cautela. El recién llegado hablaba como si esperara ser obedecido, y los soldados respondían. No era un noble como los que Fatren había conocido cuando servía en la mansión del señor. Este hombre era diferente.

El desconocido siguió observando la ciudad. La ceniza caía sobre su hermoso uniforme blanco, y a Fatren le pareció una lástima que el atuendo se ensuciara. El recién llegado asintió para sí, y luego empezó a bajar por el lado del muro.

—Espera —dijo Fatren, haciendo que el desconocido se detuviera—. ¿Quién eres?

El recién llegado se volvió y miró a Fatren a los ojos.

—Me llamo Elend Venture. Soy vuestro emperador.

Dicho esto, el hombre se volvió y continuó bajando por el terraplén. Los soldados le abrieron paso; muchos de ellos lo siguieron.

Fatren miró a su hermano.

—¿Emperador? —murmuró Druffel, y luego escupió.

Fatren pensaba lo mismo. ¿Qué hacer? Nunca antes había combatido contra un alomántico; ni siquiera estaba seguro de cómo empezar. Desde luego, el «emperador» había desarmado a Druffel con suma facilidad.

—Organiza a la gente de la ciudad —dijo el desconocido, Elend Venture, desde más adelante—. Los koloss vendrán por el norte. Ignorarán la puerta, rebasarán la muralla. Quiero a los niños y los ancianos concentrados en la parte sur de la ciudad. Reunidlos en el menor número de edificios posible.

—¿De qué servirá eso? —exigió Fatren. Corrió tras el «emperador»: en realidad, no veía ninguna otra opción.

—Los koloss son más peligrosos cuando tienen un deseo frenético de sangre —dijo Venture, sin dejar de caminar—. Si toman la ciudad, será mejor que pasen el mayor tiempo posible buscando a vuestra gente. Si el frenesí se consume mientras buscan, se frustrarán y se dedicarán al saqueo. Entonces puede que vuestra gente logre escapar sin ser perseguida.

Venture se detuvo, luego se volvió para mirar a Fatren a los ojos. El forastero adoptaba una sombría expresión:

—Es una esperanza tenue. Pero ya es algo.

Después continuó su camino, atravesando la calle principal de la ciudad.

Desde la retaguardia, Fatren oyó susurrar a los soldados. Todos habían oído hablar de un hombre llamado Elend Venture. Era el que se había hecho con el poder en Luthadel tras la muerte del lord Legislador hacía ya más de dos años. Las noticias del norte eran escasas y poco fiables, pero en la mayoría de ellas se mencionaba a Venture. Había eliminado a todos los aspirantes al trono, incluso había matado a su propio padre. Había ocultado su naturaleza como nacido de la bruma, y al parecer estaba casado con la mismísima mujer que había acabado con el lord Legislador. Fatren dudaba que un hombre tan importante, un hombre que debía de ser más leyenda que realidad, viniera a una ciudad tan humilde del Dominio Meridional, sobre todo sin compañía. Ni siquiera las minas valían ya mucho. El desconocido debía de estar mintiendo.

Por otra parte, estaba claro que se trataba de un alomántico…

Fatren corrió para alcanzar al desconocido. Venture (o quienquiera que fuese) se detuvo ante una gran estructura cercana al centro de la ciudad. Las antiguas oficinas del Ministerio del Acero. Fatren había ordenado tapiar con tablones las puertas y ventanas.

—¿Encontrasteis las armas ahí dentro? —preguntó Venture, volviéndose hacia Fatren.

Fatren vaciló un momento. Luego, por fin, negó con la cabeza:

—En la mansión del señor.

—¿Dejó armas? —preguntó Venture, con sorpresa.

—Creemos que pretendía volver a por ellas —respondió Fatren—. Los soldados que dejó allí acabaron desertando, y se unieron a un ejército de paso. Se llevaron lo que pudieron. Nosotros saqueamos el resto.

Venture asintió para sí, acariciándose pensativo la barbilla mientras contemplaba el antiguo edificio del Ministerio. Era alto y ominoso, a pesar de su desuso… o tal vez a causa de él.

—Vuestros hombres parecen bien adiestrados. No me lo esperaba. ¿Alguno de ellos tiene experiencia de combate?

Druffel bufó en voz baja, indicando que pensaba que el desconocido no tenía ningún derecho a ser tan fisgón.

—Nuestros hombres han luchado lo suficiente para ser peligrosos, forastero —dijo Fatren—. Algunos bandidos quisieron quitarnos la ciudad. Asumieron que éramos débiles y que nos dejaríamos intimidar con facilidad.

Si el desconocido vio las palabras como una amenaza, no lo mostró. Se limitó a asentir con la cabeza.

—¿Alguno ha luchado contra los koloss?

Fatren y Druffel intercambiaron una mirada.

—Los hombres que luchan contra los koloss no sobreviven, forastero —dijo por fin.

—Si eso fuera cierto, yo habría muerto una docena de veces —contestó Venture. Se volvió hacia la creciente multitud de soldados y lugareños—: Os enseñaré lo que pueda para luchar contra los koloss, pero no disponemos de mucho tiempo. Quiero a los capitanes y jefes de pelotón organizados en la puerta de la ciudad dentro de diez minutos. Los soldados regulares tienen que formar en fila a lo largo de la muralla. Enseñaré unos cuantos trucos a los capitanes y jefes de pelotón, y luego ellos pueden transmitirlos a sus hombres.

Algunos de los soldados se movieron; pero, dicho sea en su honor, la mayoría permaneció donde estaba. El recién llegado no pareció ofendido porque no obedecieran sus órdenes. Esperó sin impacientarse, contemplando a la multitud armada. No parecía asustado, ni furioso ni decepcionado. Tan solo parecía… regio.

—Mi señor —preguntó por fin uno de los capitanes—. ¿Has… has traído un ejército para que nos ayude?

—En realidad, he traído dos —repuso Venture—. Pero no tenemos tiempo para esperarlo. —Miró a Fatren a los ojos—. Me escribiste pidiéndome ayuda. Y, como señor tuyo, he venido a proporcionártela. ¿La sigues queriendo?

Fatren frunció el ceño. Nunca había pedido ayuda a este hombre, ni a ningún señor. Abrió la boca para objetar, pero se detuvo. Me dejará fingir que lo mandé llamar, pensó Fatren. Actuar como si esto fuera parte del plan. Yo podría dejar de mandar aquí sin parecer un fracasado.

Vamos a morir. Pero al mirar a los ojos de este hombre, casi creo que tenemos una posibilidad.

—Yo… no esperaba que vinieras, mi señor —se oyó decir Fatren—. Me ha sorprendido verte.

Venture asintió:

—Es comprensible. Ven, hablemos de tácticas mientras tus soldados se reúnen.

—Muy bien —dijo Fatren. Sin embargo, cuando avanzaba, Druffel lo agarró por el brazo.

—¿Qué estás haciendo? —susurró su hermano—. ¿Mandaste llamar a este hombre? No me lo creo.

—Reúne a los soldados, Druff —dijo Fatren.

Druffel vaciló un instante, luego maldijo en voz baja y se dio media vuelta. No parecía tener la menor intención de reunir a los soldados, así que Fatren indicó a dos de los capitanes que lo hicieran. Hecho esto, se reunió con Venture, y los dos caminaron hacia las puertas. Venture ordenó a unos cuantos soldados que se adelantaran a ellos y mantuvieran a la gente apartada para que Fatren y él pudieran hablar en privado. Seguía cayendo ceniza del cielo, una ceniza que cubría las calles de negro y se acumulaba en los inclinados edificios de una sola planta de la ciudad.

—¿Quién eres? —preguntó Fatren en voz baja.

—Quien he dicho que soy —respondió Venture.

—No te creo.

—Pero confías en mí.

—No. Es que no quiero discutir con un alomántico.

—Con eso me basta, por ahora —dijo Venture—. Mira, amigo, tienes a diez mil koloss marchando contra tu ciudad. Necesitas toda la ayuda que puedas conseguir.

¿Diez mil?, pensó Fatren, anonadado.

—Estás al mando de esta ciudad, supongo —preguntó Venture.

Fatren se sacudió su estupor:

—Sí. Me llamo Fatren.

—Muy bien, lord Fatren, vamos a…

—No soy ningún lord —dijo Fatren.

—Bueno, acabas de convertirte en uno —respondió Venture—. Podrás elegir un apellido más tarde. Ahora, antes de que continuemos, tienes que saber mis condiciones para ayudarte.

—¿Qué clase de condiciones?

—De las no negociables —dijo Venture—. Si vencemos, me jurarás fidelidad.

Fatren frunció el ceño y se detuvo. La ceniza cayó a su alrededor.

—¿Eso es todo? ¿Apareces antes de una batalla y dices ser un alto señor para poder llevarte el crédito de nuestra victoria? ¿Por qué iba yo a jurar fidelidad a un hombre a quien acabo de conocer hace unos minutos?

—Porque, si no lo haces —contestó sin alterarse Venture—, tomaré el mando de todas formas.

Continuó caminando. Fatren vaciló un momento, luego se apresuró y alcanzó a Venture.

—¡Oh!, ya veo. Aunque sobrevivamos a esta batalla, acabaremos siendo gobernados por un tirano.

—Sí —repuso Venture.

Fatren frunció el ceño. No esperaba que el hombre fuera tan brusco.

Venture sacudió la cabeza y contempló la ciudad a través de la ceniza que caía.

—Antes pensaba que podría hacer las cosas de otro modo. Y sigo creyendo que podré hacerlo, algún día. Pero, por ahora, no me queda otra opción. Necesito tus soldados y necesito tu ciudad.

—¿Mi ciudad? —preguntó Fatren, frunciendo el ceño—. ¿Por qué?

Venture alzó un dedo.

—Primero tenemos que sobrevivir a la batalla —dijo—. Trataremos las otras cuestiones más tarde.

Fatren vaciló, y se sorprendió al darse cuenta de que confiaba en el desconocido. No podría haber explicado exactamente por qué se sentía así. Se trataba de un hombre al que había que seguir, un líder como Fatren había querido ser siempre.

Venture no esperó a que Fatren aceptara sus «condiciones». No era un ofrecimiento, sino un ultimátum. Fatren corrió a alcanzarlo de nuevo, mientras Venture entraba en la plazoleta situada ante las puertas de la ciudad. Los soldados se habían congregado allí. Ninguno de ellos llevaba uniforme: su único método de distinguir a un capitán de un soldado corriente era una banda roja atada en el brazo. Venture no les había dado mucho tiempo para reunirse, pero todos sabían que la ciudad estaba a punto de ser atacada. De todas formas, se habían reunido ya.

—El tiempo es oro —repitió Venture en voz alta—. Solo puedo enseñaros unas pocas cosas, pero marcarán la diferencia.

»Los koloss oscilan en tamaño entre pequeños, de metro y medio, y enormes, de dos metros y medio. Sin embargo, incluso los pequeños serán más fuertes que vosotros. Contad con ello. Por fortuna, las criaturas lucharán sin coordinación entre los individuos. Si el camarada de un koloss tiene problemas, este no se molestará en ayudarlo.

»Atacan de frente, sin artimañas, y tratan de usar la fuerza bruta para abrumar. ¡No se lo permitáis! Decidles a vuestros hombres que se centren en koloss individuales: dos hombres para los pequeños, tres o cuatro para los grandes. No podremos mantener un frente muy grande, pero eso nos permitirá vivir más tiempo.

»No os preocupéis por las criaturas que rebasen nuestras líneas y entren en la ciudad: haremos que los civiles se escondan en lo más recóndito, así los koloss que atraviesen nuestra línea podrían acabar dedicándose al saqueo y dejando luchar solos a los demás. ¡Eso es lo que queremos! No los persigáis hasta la ciudad. Vuestras familias estarán a salvo.

»Si lucháis contra un koloss grande, atacad a las piernas, derribadlo antes de matarlo. Contra uno pequeño, aseguraos de que vuestra espada o vuestra lanza no se queda enganchada en su piel fofa. Tenéis que comprender que los koloss no son estúpidos: solo carecen de sofisticación. Son predecibles. Vendrán a vosotros de la forma más fácil posible, y atacarán solo de la manera más directa.

»Lo más importante es que comprendáis que pueden ser derrotados. Lo haremos hoy. ¡No os dejéis intimidar! Luchad con coordinación, mantened la cabeza fría, y os prometo que sobreviviremos.

Los capitanes de los soldados permanecían agrupados, mirando a Venture. No aplaudieron la arenga, pero parecieron algo más confiados. Se dispusieron a transmitir a sus hombres las instrucciones de Venture.

Fatren se acercó al emperador:

—Si tus cálculos son correctos, nos superan cinco a uno.

Venture asintió.

—Son más grandes, más fuertes y están mejor entrenados que nosotros —añadió Fatren.

Venture volvió a asentir.

—Entonces estamos condenados.

Por fin, Venture miró a Fatren, el ceño fruncido, la ceniza negra cubriéndole los hombros:

—No estáis condenados. Tenéis algo que ellos no tienen, algo muy importante.

—¿Qué?

Venture lo miró a los ojos.

—Me tenéis a mí.

—¡Milord emperador! —exclamó una voz desde lo alto del muro—. ¡Koloss a la vista!

Ya se dirigen a él primero, pensó Fatren. No estaba seguro de si sentirse insultado o impresionado.

Venture saltó de inmediato a lo alto del muro, usando su alomancia para cruzar la distancia de un rápido brinco. La mayoría de los soldados se agacharon o escondieron tras la fortificación, prefiriendo no dejarse ver a pesar de la distancia que los separaba de sus enemigos. Venture, sin embargo, se alzó orgulloso con su capa blanca y su uniforme, se protegió los ojos del sol y miró al horizonte.

—Están acampando —dijo, sonriendo—. Bien. ¡Lord Fatren, prepara a los hombres para el ataque!

—¿Un ataque? —preguntó Fatren, subiendo detrás de Venture.

El emperador asintió.

—Los koloss estarán cansados tras la marcha, y preparar el campamento los mantendrá distraídos. Nunca tendremos mejor oportunidad para atacarlos.

—¡Pero estamos a la defensiva!

Venture negó con la cabeza:

—Si esperamos, acabarán sintiendo un deseo frenético de sangre, y vendrán a por nosotros. Tenemos que atacar, no esperar a ser masacrados.

—¿Y abandonar el muro defensivo?

—La fortificación es impresionante, lord Fatren, pero inútil. No disponéis de las fuerzas necesarias para defender el perímetro completo, y los koloss son en general más altos y más estables que los hombres. Se harán con el muro y luego mantendrán la altura mientras abaten la ciudad.

—Pero…

Venture lo miró. Sus ojos eran tranquilos, pero tenían una mirada firme y expectante. El mensaje era sencillo. Ahora estoy yo al mando. Y no había más que hablar.

—Sí, mi señor —dijo Fatren, llamando a los mensajeros para que transmitieran las órdenes.

Venture se quedó mirando mientras los mensajeros partían. Pareció haber cierta confusión entre los hombres: no esperaban atacar. Más y más ojos se volvieron hacia Venture, allá en lo alto del muro.

Sí que parece un emperador, pensó Fatren a su pesar.

Las órdenes fueron transmitidas a lo largo de la línea. Pasó el tiempo. Hasta que, por fin, todo el ejército permanecía alerta. Venture desenvainó su espada y la alzó al cielo cuajado de ceniza. Entonces, saltó del muro con un brinco inhumanamente rápido y cargó hacia el campamento de koloss.

Por un momento, corrió solo. Luego, para sorpresa suya, Fatren apretó los dientes, controló el temblor de sus nervios y lo siguió.

El muro estalló de movimiento, los soldados cargaron con un grito colectivo, corriendo hacia la muerte con las espadas bien altas.