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Imperio, un best seller universal, pero ¿de qué sirvió?
La primera década del siglo XXI se inicia con un best seller de filosofía política con poses de posmodernismo: Imperio. El libro aparece en inglés editado por la Harvard University. Lo escriben dos personas a las que vaya uno a saber qué terminó por unir, pues las trayectorias de ambos parecieran deslizarse hacia un desencuentro existencial casi necesario, si es que no hubiera en este orden de cosas —el de la existencia, digamos por ponernos ampulosos— nada que merezca un adjetivo semejante: necesario. El italiano Toni Negri venía de un pasado azaroso y sin duda estridente en las Brigadas Rojas. Cumplía aún condena carcelaria cuando se publicó el libro. El norteamericano Michael Hardt no exhibía un prontuario alla Negri. No tenía prontuario. Era profesor de Literatura en la Universidad Duke. Interesado por el pensamiento de los filósofos italianos de la política (de moda por esos tiempos), ya Paolo Virno (un estudioso del pensamiento de Baruch de Spinoza que buscaba huir de Hobbes) había despertado su interés. Juntos editaron Radical Thought in Italy. Si Hardt se acercó a Virno también fue por compartir su pasión por Spinoza. Apasionarse por ese pensador que nació en el barrio judío de Ámsterdam en 1632 era hacerlo también por el nietzscheano Gilles Deleuze, un filósofo que tuvo a Sartre por maestro (un maestro al que contribuyó a liquidar con notable efectividad, como toda su generación) y había ya publicado, en el lejano 1970, un ensayo que llevaba por título Spinoza: Philosophie pratique. Hardt, antes de Imperio, se había impuesto un ensayo sobre Deleuze: Gilles Deleuze. An Apprenticeship in Philosophy. Era, para él, un proyecto urgente, en el que arduamente perseveró. Por fin, obtuvo una excelente introducción a la filosofía de su maestro spinociano. Está —ahora— todo dicho. Negri aporta a Imperio su formación política, su pensamiento de la praxis. Hardt le otorga ese touch posmoderno sin el que jamás habría penetrado en las universidades norteamericanas del masivo, espectacular modo en que lo hizo.
Imperio es un libro de política-ficción. Se escribió antes del evento histórico-universal de las Torres Gemelas y de la Guerra contra el Terror. Proponía la desaparición del imperialismo en beneficio de un Imperio centralizado que dominaba el mundo por la modalidad expansiva de los oligopolios. Este Imperio —sin embargo— generaba por obra de una dialéctica no sustancial ni hegeliana (cabe decir: no teleológica, no inmanente ni necesaria, ya que —se sabe— el decurso histórico murió a manos de los postestructuralistas y de los posmodernos, aunque ya había muerto antes) un inesperado objeto histórico-político al que llamaron «multitud». Es decir, el Imperio creaba su propio sujeto de destrucción. Más dialéctico imposible. Parece no ser tarea sencilla matar definitivamente la dialéctica, ya que en esos denodados esfuerzos por hacerlo aparece una y otra vez por pliegues inesperados, caminos insólitos. La Escuela de Fráncfort hizo valiosos aportes a través de la Dialéctica negativa de Theodor Adorno y, muy especialmente, en un texto hermético y genial de Walter Benjamin: Tesis de filosofía de la historia. Un intento poderoso —lo saben quienes me leen— es el de Sartre en su obra monumental Crítica de la razón dialéctica. La praxis del sujeto es dialéctica, nunca se cosifica, siempre que llega a la totalización se destotaliza. Hay semejanzas con la postulación de Adorno sobre el incesante momento negativo que impide la cristalización conciliadora hegeliana. Tanto Sartre como Adorno eliminan el aufheben —superar conservando— para desarrollar una praxis que no cesa de negarse a sí misma y cuya totalización la cosificaría. Toda totalización es totalitaria pues consagra lo Uno, que es la cosificación de la historia en —precisamente— uno de sus momentos, el que le conviene al poder. Para sorpresa de varios o de muchos postularé aquí que el primero en señalarle a Hegel que cosificaba la dialéctica en un momento histórico fue el subvalorado Friedrich Engels, el gentleman comunista. Que escribió: «Pero, al final de toda su filosofía, no hay más que un camino para producir semejante trueque del fin en el comienzo: decir que el término de la historia es el momento en que la humanidad cobra conciencia de esta misma idea absoluta y proclama que esta conciencia de la idea absoluta se logra en la filosofía hegeliana. Mas, con ello, se erige en verdad absoluta todo el contenido dogmático del sistema de Hegel, en contradicción con su método dialéctico, que reniega de todo lo dogmático; con ello, el lado revolucionario de esta filosofía queda asfixiado bajo el peso de su lado conservador hipertrofiado»[124]. Dirá, Engels, que hay en Hegel una contradicción entre política y método. El método dialéctico es revolucionario, no se detiene nunca. (Sabemos que hay en Engels una concepción lineal y progresiva del tiempo y de la historia, pero no es ahora nuestro tema). En tanto que Hegel, político de la monarquía prusiana, rector de la Universidad de Berlín, congela la dialéctica en ese momento histórico que busca cosificar[125]. Tarea que luego (y sin pretender ser dialécticas) llevan a cabo las filosofías positivistas: las cosas son lo que son y son la verdad. De aquí que la Generación del Ochenta en la Argentina —buscando fundamentar su poder como el del «orden natural de las cosas»— haya apelado al positivismo. Un entusiasmo, un apego justificatorio —que no debió ser— con la cosificación positivista del ochenta se encuentra en el libro de Oscar Terán, Historia de las ideas argentinas[126]. Supongo que Terán quería encontrar rasgos progresistas en la Generación del Ochenta en medio de su huida incesante del (y su desdén por él) populismo latinoamericano. Desde su regreso del exilio en México, lo abrumó el sarlismo de Punto de Vista. Por el contrario, David Viñas, en Literatura argentina y política, titula a su capítulo sobre la elite dominante del ochenta: «Apogeo de la oligarquía». Y es el primero en rescatar el hoy célebre texto de Miguel Cané —a quien Viñas, con justeza, llama «un gentleman del 80»— sobre la defensa de los cuerpos virginales de las niñas oligárquicas amenazados por la chusma inmigratoria. Por otra parte —por qué no— voy a aclarar algo en este preciso punto. Terán les dedica su libro «A los estudiantes de Pensamiento Argentino y Latinoamericano de la Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires». Historia del pensamiento argentino era —antes de 1973, cuando Conrado Eggers Lan asume la dirección del departamento de Filosofía— una materia optativa de la carrera. Conrado, Guillermina Camusso, Nelly Schnaith y yo la hicimos obligatoria. Por iniciativa mía, creamos con Conrado y Guillermina la materia Historia del Pensamiento Latinoamericano y el Centro de Estudios del Pensamiento Latinoamericano, cuya dirección se me concedió. Lo inauguré con una clase sobre el pensamiento del Mariscal Francisco Solano López. La segunda fue sobre Mariátegui. Pero la primera expresaba todavía más el aire acaso desaforado pero pasional de la época. Entre tanto, Terán estudiaba Foucault: Las palabras y las cosas y su inconcebible fórmula —inspirada en Nietzsche— «El hombre ha muerto». ¿El hombre qué? A nosotros o, más aún, a todos los militantes de América Latina esto les cayó mal, o peor: no le dieron importancia. Eran los días en que el Che moría en Bolivia por el hombre nuevo. En que todos estaban dispuestos a jugarse a fondo por la liberación de los hombres del dominio imperialista. Que el hombre había muerto era una noticia francesa. América Latina ardía al fuego de la Revolución Cubana, Vietnam, el Chile de Allende, Cooke y el avión negro de Perón, el líder maldito, el abominado por la oligarquía. Como sea, aclaremos algo: Terán nunca fue para mí un enemigo, sino un intelectual que respeté y con el que muchas veces discutí porque valía la pena. Como sea, cuando llegó por estas latitudes apasionadas, entregadas a una militancia dionisíaca, la frase de Foucault nos sonó tan absurda como la tarea que Borges —en algún secreto cenáculo de la Facultad de Filosofía y Letras— emprendía: el estudio de las antiguas literaturas germánicas. Si alguien, con incontenible vigor, buscaba colocarse lejos, al margen de la historia, eso, lo que Borges hacía, era lo que había que hacer.