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La creación del sentido común
Para alguien que —a través del poder oligopólico mediático— puede crear la realidad todos los días, el puesto de Presidente es menor. «Es usted», diría el señor Magnetto al Presidente, «el que está sometido a mí. Todos los días se tiene que ocupar de la agenda que yo diseño. De la realidad que yo establezco. Que yo creo». No hay Presidente que pueda hacer eso. Lo que puede hacer es neutralizar el poder del monopolio. Sobre todo si el monopolio ha decidido agredirlo. Si ha negociado con él, pueden convivir. Si el oligopolio ha decidido destruirlo, deberá luchar. Deberá impedir que el poder mediático constituya una realidad que le es adversa. Esa adversidad tomará forma temible cuando se transforme en sentido común. Millones de personas hablan igual, piensan lo mismo, hablan de lo mismo, creen que eso que dicen, que escuchan, que eso en lo que todos están de acuerdo es la verdad en su sentido más simple, más cotidiano, la verdad en la que todos, sin someterla a ninguna duda, a ningún cuestionamiento, están de acuerdo. A eso se le llama «sentido común». Se dice: «Es una cuestión de sentido común». El sentido común hasta es más que la verdad. Es la sensatez. Es «lo normal». Es «lo establecido». El que carece de «sentido común» cae bajo miles de sospechas. O «está loco». O «se fuma». O «se da con drogas duras». O es un necio. Un cabeza hueca. Un cabeza —más precisamente— dura. Un empecinado. Un raro. Un posible comunista. Un posible subversivo. Estar «dentro» del sentido común tranquiliza a los humanos. Los serena. No están locos. Pertenecen a una comunidad de sanos, de sensatos, de ubicados, de confiables. La frase «perdió el sentido común» es casi simétrica a «está loco». La frase: «Lo que te digo es puro sentido común» significa «lo que te digo es elemental. No estoy inventando nada. Esto lo saben todos. Sos vos el equivocado. Preguntale a cualquiera. Te va a decir lo mismo que yo». He aquí la más impecable demostración a la que apela el sentido común: «Preguntale a cualquiera. Te va a decir lo mismo que yo». «Yo» y «cualquiera» son idénticos. Ese «yo» está orgulloso de equipararse a «cualquiera». Eso le garantiza su pertenencia a la comunidad de «los sensatos». «Yo soy un tipo como cualquier otro» es ser sencillo, confiable, hasta humilde y sobre todo no engreído, no raro, no excéntrico ni incomprensible. Este poder aplastante, esta aplanadora de la libertad de los sujetos que es el sentido común, es el gran triunfo del poder mediático que ha logrado imponer un sistema de valores para todos. El sujeto del sentido común es el sujeto-Otro. Todos son «otros» para sí mismos porque todos están constituidos en exterioridad. Se trata de una comunidad de «otros». Claro que hay diferenciaciones, pero también están controladas. Hay un área de disenso que el poder centralizado mediático permite, favorece. No en vano gran parte de los valores del sentido común son los valores que propugna una sociedad democrática en la que todos pueden opinar libremente… lo que el poder mediático día tras día les dice qué opinar.
La derecha siempre pide «seguridad». Éste es un tema candente en el mundo, no sólo en nuestro país. El neoliberalismo de los noventa arrojó a la marginalidad, a la exclusión, al hambre, a millones de seres. Ahora, los que hicieron dinero durante esos años se sienten inseguros porque los excluidos —en gran mayoría— se han transformado en delincuentes. En considerable, abrumadora medida, los trabajadores de ayer son los delincuentes de hoy. ¿Qué piden entonces los beneficiados con el capitalismo de la marginación y el hambre? Seguridad. Si hay un Gobierno que quiere abordar el tema de la seguridad, no por medio de la represión, sino por medio de la creación de fuentes de trabajo, los iracundos de la represión violenta son inmediatamente expresados por los medios. En rigor, lo correcto es decir: son constituidos por los medios. Son los medios los que impulsan la salida de la represión, de la policía brava, del gatillo fácil, de los métodos ultrasofisticados para frenar protestas multitudinarias, sociales. El ciudadano se despierta, sale de la cama, prende la radio, se prepara un mate y llegan hasta él todas las más atroces noticias —locales y no locales— sobre la inseguridad. La «seguridad» es un pedido típico de los poseedores. Precisamente porque eso son: poseedores. Los que nada tienen no piden seguridad. Salvo que estalle una guerra entre ellos, casi siempre instrumentada políticamente para demostrar que el Gobierno de turno «no controla nada». En esa encrucijada algunos no poseedores pueden pedir orden, pero otros están pagos para quebrar el orden, instalar la violencia. Volvamos al ciudadano que se despierta a la mañana. Vi un video de Capusotto que trataba bien esta cuestión. Pero lo vi de pasada en un programa al que había asistido. Desarrollaremos el tema por nuestros habituales medios. Habrá coincidencias con el talentoso Capusotto porque la temática es la misma. Como sea, ni él ni nosotros inventamos el tema. Lo inventaron los creadores radiales que quieren aterrorizar a «la gente» para justificar la represión, la policía brava, la mano dura:
—En Berazategui asaltan y violan a una mujer sola. Le roban todas sus pertenencias y luego le pegan cinco tiros. En Lomas de Zamora tres jóvenes drogados mataron a un kiosquero para robarle revistas y videos pornográficos. En San Isidro penetraron en una lujosa mansión varios malvivientes. Se llevaron a una joven de quince años y piden un rescate de diez millones de dólares. Estamos en comunicación con una prima de la víctima. «Qué tal. Qué nos puede decir». «Estoy desolada. Esto no se detiene más. Tengo miedo. Por mi prima y por mí». «Todos tenemos miedo, todos estamos en peligro. Pero hay que luchar por una sociedad que sepa y pueda defenderse a sí misma». «Hola, ¿me escucha ingeniero?». «Perfectamente». «Estamos al habla con el ingeniero Garrido. ¿Usted cree que los ciudadanos tienen el deber de armarse para repeler este flagelo?». «Es la única salida. Si el Estado no hace nada, tenemos que hacerlo nosotros». «¿Qué opina de la pena de muerte, ingeniero?». «Estoy a favor. Está absolutamente demostrado que la pena de muerte frena los delitos». «Algunos afirman lo contrario». «Serán delincuentes».
Acaba de salir, el 20 de enero, un dibujo de Miguel Rep que —afortunadamente— insiste en meterse con un problema grave de la Argentina. El facho-taxi. Ya hemos mantenido conversaciones con el amable señor Fernández, vicepresidente de la organización sindical de taxistas, que pertenece a ATE, pero el problema es complejo. Entre tanto, sigue asolando a muchos pasajeros. A otros les producirá satisfacción porque coincidirán con las opiniones de los tantos resentidos, fascistoides a ultranza que le arrojan a uno toda su patología no bien se acomoda en su asiento, antes incluso de que pueda abrir la boca. A veces antes de que pueda decir a dónde va. Me remito al trabajo de Rep. Lleva por título «Resentidolandia». Se ven claramente tres taxis. Las caras ofuscadas, enfurecidas, de sus conductores. Se ve a un solo pasajero en uno de los taxis. Va recostado contra su asiento y tiene cara de estar sometido al discurso temible del conductor. Claro: el tipo despliega una rabia y un discurso tan violento que el pasajero se calla y acepta. Los textos son:
—Ya no se puede vivir.
—Son todos iguales.
—Acá se va a armar una que no la para nadie.
—Yo, en cualquier momento, me compro un chumbo. A mí nadie me lo va a prohibir.
—Todos los que viven en las calles son los que señalan para que otros vayan y roben.
—Hay que matarlos a todos.
(Ésta es la frase clásica no sólo del tacho-fascista sino de su clientela habitual: los argentimedios. Hay que matarlos a todos. La revista Barcelona propuso editar la revista de la clase media argentina. Su título era: Hay que matarlos a todos. Pensar lo que esto significa estremece. Pensar que la más numerosa clase social de la Argentina —o su colchón contra el «comunismo», como dicen los ideólogos de la derecha— tiene como frase identificatoria «hay que matarlos a todos» invitaría a la emigración si no fuera porque en Estados Unidos, Francia o Italia pasa lo mismo. Pero la virulencia del argentimedio y de su complemento el taxi-facho es inigualable).
—Qué quiere con un Gobierno de zurditos.
—Usted hoy no sabe si vuelve a su casa.
—Esto no cambia más. Hay que repartir palos.
—Vamos a ir cada vez peor.
—No sabe las cosas que se ven acá.
—Cada vez hay más autos, sí, pero más hambre. (¿Le importará realmente el hambre al argentimedio o al tacho-facho o ha recibido esa consigna a través de los medios-basura, del periodismo radial-letrina que escucha sin cesar durante todo el día?).
—Hay que hacer justicia por mano propia.
Gran tira de Rep, el dibujante —gran dibujante y artista plástico— que no se dedica a hacer humor. A veces lo hace. Pero sus trazos certeros lo llevan siempre al compromiso. Tuvo sus cambios de ideas con Fontanarrosa sobre ese tema. El Negro —amigo al que hemos querido y admirado— le sustraía su arte al compromiso social. No así como otros. No así como Hermenegildo Sábat, protegido por muchos, pero capaz de haber llegado a plasmar uno de los dibujos más amenazantes, más temibles de la historia del arte gráfico argentino. Ya nos vamos a ocupar de él pues tiene gran relevancia en un análisis del extremo al que puede llegar un medio que se propone amedrentar a un Presidente. Todos lo conocen: es ése en que Cristina Fernández aparece sofocada, enmudecida por un esparadrapo, técnica que practican los secuestradores, o que practicaban los grupos de tareas de la dictadura o cualquier grupo mafioso del mundo que secuestra a una persona. La técnica es ésa y sobre todo ésa: para secuestrar a una persona (delito de alta gravedad) hay que impedirle gritar. Para hacerlo, lo habitual es cerrarle la boca con un esparadrapo. No se le ocurrió otra cosa al intocable artista. Pero no queremos adelantarnos. Ya analizaremos la cuestión con verdadero detalle. La agredida —es decir, la Presidenta de la República— calificó al mamarracho ideológico (la calificación de mamarracho corresponde a su ideología de matonaje no a la «calidad» del dibujo que, conjeturo, era buena aunque algo apresurada por los acontecimientos) de «mensaje cuasimafioso». Fue durante el conflicto con el llamado «campo». Algunos ya veían derrocado al Gobierno. Y hasta hubo un periodista que le exigió a la Presidenta que le ofreciera sus disculpas al señor Sábat. La víctima debía disculparse ante el victimario. Ese periodista no es un periodista. Hace tiempo que es un cuadro ideológico de la derecha y se caracteriza por una pasmosa agresividad, por un odio incesante, por una falta absoluta de matices. Libra una guerra y se vale de todo. ¡Cuántas máscaras han caído en estos años! Por un lado, mejor así. Ya todos saben quién es quién. Sin embargo, no eran así antes. Se han dejado ganar por un odio que les impide pensar. No faltan personajes semejantes del «otro lado». Pero es el conflicto de intereses que el gobierno de la Administración Kirchner desencadenó necesariamente y que se expresa en la mayor parte de América Latina, asediada por los golpes de una derecha antidemocrática detrás de la que están la CIA y la Embajada de los Estados Unidos. Lo que se hizo había que hacerlo, pero despertó en los afectados (básicamente: los defensores de los intereses de los noventa y los enemigos de los juicios a los militares desaparecedores) un odio similar al del primer gobierno de Perón y a la figura de Evita.
Eso que el argentimedio y su complemento el tacho-facho destilan constantemente es el sentido común que el poder mediático ha ido imponiendo. Veremos todavía más elementos de su rostro descompuesto por el resentimiento y la apenas contenida violencia.