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Lateralidad: «Dorrego muere en vivo y en directo». (Un cuento mediático)
Los representantes de los medios entran en el despacho del general Juan Lavalle. Encienden luces, enfocan sus cámaras, activan sus grabadores, sacan fotos. Se lo ve pálido a Lavalle, adusto, quizás imponente, sujetas las manos a la espalda. Hace calor. Son las dos de la tarde del 13 de diciembre de 1828. Lavalle dice:
—Cumplo con informarles que el coronel Manuel Dorrego será fusilado dentro de una hora, aquí en Navarro.
Alboroto entre los periodistas. Conmoción por la noticia. Uno de ellos, que se identifica como perteneciente a la revista Seremos, pregunta:
—¿Cuál es el motivo de esta decisión, general?
Lavalle responde:
—Tengo la certeza de que la existencia del coronel Dorrego y la tranquilidad de este país son incompatibles.
Otro periodista pregunta:
—General, ¿asume usted por completo la responsabilidad de este acto?
Lavalle responde:
—Así es. La Historia juzgará imparcialmente si el coronel Dorrego ha debido morir o no y si al sacrificarlo a la tranquilidad de un pueblo enlutado por él, puedo estar poseído de otro sentimiento que el bien público.
Otro periodista dice:
—Disculpe, general, es muy digno de su parte asumir la responsabilidad de este acto, pero sabemos que ha sido usted influido, mediante cartas, por altas personalidades del unitarismo porteño.
—Desmiento categóricamente tal infundio —responde Lavalle.
No obstante, el periodista, que se identifica como perteneciente al semanario El Mago, insiste:
—Disculpe, general, pero tenemos los nombres de esas personas.
Levemente alterado, dice Lavalle:
—Si los tienen, díganlos. —Más alterado aún ruge—: ¡Díganlos! ¡Los desafío a que los digan! Sólo eso demostrará que los tienen y no que están inventando alguna patraña, según suelen hacer.
El periodista dice:
—Salvador María del Carril, Julián Segundo de Agüero y Juan Cruz Varela.
—Veo que los tienen —resignado, Lavalle.
El periodista añade:
—Además, un matutino publicó hoy en exclusiva la carta que le envió el poeta Varela.
Lavalle se indigna:
—¿Cómo es posible? ¡Recibí esa carta ayer a las diez de la noche!
El periodista dice:
—Lo sabemos. Y también sabemos que esa carta en la que el poeta Varela le indica a usted lo imperioso de fusilar a Dorrego, dice: «Cartas como éstas se rompen». ¿Por qué no la rompió, general?
Lavalle, más indignado aún, exclama:
—¡Carajo, ni tiempo tuve! Esto es un ultraje. Aquí hubo una filtración. —Y pregunta—: ¿Quién publicó esa carta?
El periodista dice:
—El matutino Gazeta 12, general. La publicó en primera plana bajo el título «¡Qué cartita, Varela-Varelita!».
—¡Ese diario de gauchos alzados! —Ruge Lavalle—. Ya van a conocer el acero que se lució en Riobamba en defensa de la libertad americana.
Un silencio de hielo invade el recinto. Hasta que otro periodista dice:
—De Telesí, general. Nuestro móvil en altamar ha entrevistado al general San Martín, quien, en la corbeta Chichester, regresa al país. Está más gordo, tiene muchas canas y confiesa cuarenta y ocho años.
—¿Y eso a mí qué carajo…?
—Calma, general. Voy al punto. Preguntado si participará en las contiendas que padecemos actualmente los argentinos, respondió que jamás desenvainará su sable en luchas fratricidas. ¿Qué opina usted al respecto?
Más sereno, ya casi dueño nuevamente de su compostura, de su altivez, dice Lavalle:
—Yo no he de emitir juicio sobre quien fuera mi jefe en las heroicas luchas de la Independencia. Pero me pregunto y les pregunto: ¿por qué el general San Martín regresa al país recién ahora, cuando la guerra con el Brasil ha terminado?
Un periodista anota en su libreta: Lavalle acusa a San Martín de maldito perro cobarde. Por el desdén con que las ha dicho, eso expresan sus palabras, las haya dicho o no.
Lavalle, frotándose ahora las manos, con aparente satisfacción, dice:
—Bien, señores, es todo. Aunque para que no digan que me niego a colaborar con la prensa libre, los recibiré una vez más.
—¿Cuándo? —Preguntan varios periodistas.
—Después de la ejecución —dice Lavalle.
Y los periodistas, tan veloz y atropelladamente como entraron, abandonan el despacho del general.
Pareciera que son más los periodistas que los soldados en Navarro. Sigue apretando el calor. Son las dos y media de la tarde. Todos lo saben: falta poco. «Estamos en comunicación con el Gobernador de Santa Fe. ¿Nos escucha, general López? Van a fusilar a Dorrego». «Quién». «Lavalle». «Lo suponía». «¿Puede darnos su opinión al respecto?». «Lavalle se equivoca». «Gracias. Ha sido la breve pero valiente opinión del Gobernador de Santa Fe, general Estanislao López». «¿Nos escucha, comandante Rosas?». «Sí». «Nos costó ubicarlo, eh». «Estoy en campaña». «Comandante, van a fusilar a Dorrego. ¿Qué opina?». «Una lástima, vea. Yo le dije a Manuel que no debía presentar batalla en Navarro. Pero los oficiales Acha y Escribano lo entregaron. Con adictos así, ¿qué quiere usted que se haga? Si no fuera por ellos, hoy no moría Dorrego. Acaso en otra ocasión podría ser. Pero eso, salvo el Altísimo y la Santa Virgen, ¿quién puede saberlo? Así es la Historia, mi amigo, impredecible. ¿Sabe cuál es el problema de la Historia?». «Diga, comandante». «Que son muchos los que la hacen. Si la hiciera uno solo. Yo, por ejemplo. Pierda cuidado que habría Orden». «Oficiales Acha y Escribano, ¿por qué traicionaron a Dorrego?». «No traicionamos a nadie. Debemos obediencia a nuestros superiores». «Precisamente, el superior de ustedes era Dorrego». «Bueno, decidimos cambiar de superior. Decidimos darle obediencia a Lavalle. Que quede claro ante el Tribunal de la Historia: no fue traición, sólo el cambio de un superior por otro». «¡Coronel Lamadrid, su opinión, por favor!». «Estoy destrozado por el dolor pero no diré nada. Lo que tenga que decir sobre la muerte de mi compadre Dorrego lo diré en el tomo segundo de mis Memorias, entre las páginas 246 y 250, ediciones Jackson». «Muchas gracias, coronel».
Como un latigazo, una exclamación estremece todas las almas:
—¡Ahí viene Dorrego!
El coronel Dorrego se dirige hacia el patíbulo. Los periodistas lo rodean y lo acribillan a preguntas:
—¿Tiene miedo? ¿Se siente agredido? ¿Algún mensaje para su esposa Angelita?
Dorrego responde:
—Que sea feliz, ya que no lo ha podido ser en mi compañía. Y que mis funerales sean sin fasto.
—¿Algún mensaje para sus hijas?
—A una le he dejado una sortija y a la otra unos tiradores que ella misma hizo para su infortunado padre.
—¿Por qué se considera infortunado?
—No diga pavadas, compadre. ¿O no ve que me van a cagar a tiros?
—Perdón, coronel. ¿Algún mensaje para la ciudadanía que lo está escuchando?
—Perdono a todos mis enemigos y suplico a mis amigos que no den un paso en desagravio de lo recibido por mí. —Y dirige sus pasos lentos hacia el patíbulo.
Una periodista agita sus cabellos, desabrocha otro botón de su blusa, retoca el rouge de sus labios, enfrenta la cámara y con tono minucioso y descriptivo dice:
—Para Argentina Televisora Confort, en directo, estamos presenciando el fusilamiento de Dorrego. Son las tres de la tarde. El ex Gobernador de Buenos Aires viste una chaqueta de lanilla escocesa, corbata negra, pantalón azul y botas al tono. Los fusileros se preparan. Se da la orden de fuego. Suena la descarga. El cuerpo de Dorrego se sacude violentamente. Ustedes lo han visto. La magia de la televisión lo ha llevado hasta sus hogares. Nada menos que la mismísima Historia al instante. Sin demoras. En vivo y en directo. Esa sangre que mana del cuerpo de Dorrego es sangre. Ese hombre muerto y con tantos agujeros en su pobre cuerpo es Dorrego. Nada más. Aquí, en Navarro, acaba de ser fusilado el coronel Manuel Dorrego. Volvemos a estudios centrales.
No lejos de ahí, un periodista atildado, de rasgos armónicos, bronceada la tez, reflexivamente dice:
—Un país no sólo se construye con héroes o estadistas. También requiere mártires. ¿Será éste el papel que nuestra historia le ha asignado a Dorrego? Si así fuera, Lavalle no estaría sino ayudándolo a cumplir con su destino, pues los mártires, para ser mártires, tienen que morir. Quisiera recordar alguna cita de Maquiavelo para cerrar este comentario, pero no se me ocurre ninguna.
Luego, tal como lo prometiera, Lavalle vuelve a recibir a los representantes de los medios. Se lo ve muy pálido, casi encorvado, como si un infinito cansancio lo poseyera. Nadie pregunta nada. ¿Quién habrá de atreverse? Alguien, por fin, lo hace. Alguien, por fin, pregunta:
—De TV Mía, general. ¿Es cierto que vive usted un apasionado romance con la señorita Damasita Boedo?
Lavalle lo fulmina con la mirada. Un miedo súbito recorre el recinto. La furia que brilla en los ojos del general —piensan muchos— ha de ser la misma que brilló en Pasco y Riobamba, cuando cargaba a sable contra los enemigos de la libertad americana. De modo que todos temen lo peor. Pero no. Los ojos de Lavalle pierden su brillo, sus facciones se distienden, y luego, otra vez con ese infinito cansancio, resignado, con una voz tenue:
—Sólo somos buenos amigos —dice[10].