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Susan Alexander, la gran víctima de Charles Foster Kane
¿Qué gigantesca temática debía convocar los afanes del hombre que había aterrorizado a una nación en 1938? Pensó (muy acertadamente) en El corazón de las tinieblas, la novela de Conrad que luego haría Coppola (quien, para qué negarlo), en mucho se le parece: después de su El Ciudadano (Apocalypse Now) fracasó en casi todos sus proyectos, aunque tenía en caja, cosa que Welles no, las dos primeras partes de El Padrino y La Conversación, (grandes obras maestras), pero el proyecto quedó en nada. También uno que otro. Hasta que apareció la gran idea. El gran hombre debía medirse con otro grande. Éste sí era el proyecto para el descomedido Orson. Meterse a fondo con un intocable. Hacer la vida de un mighty man como él lo era. Surgió entonces la figura de William Randolph Hearst. Había nacido en San Francisco en 1863. Estudió en Harvard. Y construyó una vigorosa cadena de diarios. Durante su tiempo se tildó a sus publicaciones de amarillistas, cuestión discutible. Hearst hacía diarios para las masas. Para los tipos que trabajaban, volvían incómodamente a su casa y querían enterarse de los deportes y algo de la política y mucho de las historietas. Los treinta fueron el auge de los cómics, que coincidió con la salida de los diarios-Hearst. Se lo puede comparar con el Natalio Botana de Crítica, aunque no en el inmenso poder que manejaba. Entre sus más importantes diarios figuran el San Francisco Examiner y el Boston American. Hoy, su figura se encarna en la de Rupert Murdoch. Pero Murdoch tiene infinitamente más poder. Murdoch es un pulpo mundial. Murdoch es el sujeto absoluto centrado en el corazón del Imperio que se arroja a la colonización de todas las otras subjetividades del mundo para someterlas a sus proyectos políticos, que coinciden con los del Imperio al que representa. De aquí que sea Murdoch el elegido para estudiar y des totalizar en este ensayo y no Hearst, figura del pasado. Pero en el momento en que Welles encara su opera prima, la elección no podía ser más brillante. Hearst creaba la realidad. Hasta había creado una guerra. Llegaba a todos los rincones del país. Fracasó en sus intentos políticos: quiso ser miembro del Congreso nacional y no lo consiguió, quiso ser alcalde y tampoco, quiso ser gobernador de Nueva York y menos aún. Acaso estas derrotas políticas disminuyeran no sólo su ego, sino que le hicieran sospechar que su poder, al fin y al cabo, no lo podía todo. Pero Welles, sí. Ahí tenía a su héroe. Él habría de perfeccionarlo.
Welles, como todo director primerizo (y no primerizo también) debe hacerlo, se rodeó de un magnífico equipo. Precisamente es El ciudadano, el film que el nombre de Welles se ha devorado, el que expresa con mayor potencia que el cine es una tarea de equipo, de talentos que sepan reunirse y trabajar juntos. Sostenemos que Welles era apenas un primerizo aquí y que el film pertenece a los tres extraordinarios profesionales que lo rodearon: Gregg Toland como director de fotografía, Herman J. Mankiewicz como guionista y el musical score de Bernard Hermann. Pero no pretendemos entrar más en estas cuestiones. Ya está claro que Welles no es un personaje de nuestro agrado. Sin embargo, su film contiene uno de los más grandes ejemplos del fracaso de la manipulación del poder mediático. También, ese pasaje, es el más emotivo, el más doloroso de un film en general más brillantemente técnico que humano o emocional. En la historia de la frustrada cantante Susan Alexander es donde El ciudadano llega a sus más altas cumbres de emoción, de sufrimiento y de piedad. Siempre nos conmovió esta parte de la historia y nos alegra que sea la que justamente concuerda con el tema que ahora nos exigimos abordar desde todos sus ángulos posibles.
Charles Foster Kane decide imponer en el mundo de la ópera a su segunda mujer, la bella pero mediocre cantante Susan Alexander. Le pone al mejor, al más exigente de los maestros: Signor Matisti (interpretado por el cantante de ópera Fortunio Bonanova). El pobre Signor Matisti siente que le han dado un hueso, no difícil, sino imposible de roer. Le grita a Susan, toca en el piano con un solo dedo como si fuera a reventar las cuerdas la nota a la que su discípula no llega ni llegará. Entra Kane. Susan quiere abandonar, él se lo impide. Deberá conseguirlo. Kane le ha construido un Teatro. El Chicago Opera House. Quiere verla triunfar. ¿Por ella? No, es una apuesta suya. Quiere demostrar y demostrarse que tiene el poder necesario como para imponer —en el terrible mundo de la ópera— a la cantante que él —su absoluta arbitrariedad— ha elegido. Empieza a perder la compostura. Su ceño se frunce. Ya no puede hacer más el papel del buenazo y popular de Charlie Kane. Antes, no hace mucho, bailaba rodeado de chicas hermosas que le cantaban «su» canción:
I’ll bet you five you’re not alive.
If you don’t know his name.
What is his name?
It’s Charlie Kane.
It’s Mister Kane.
He doesn’t like that Mister.
He likes good old Charlie Kane.
Es la canción perfecta del Gran Patrón Demagogo. «Te apuesto “cinco” que no estás vivo si no sabés su nombre. ¿Cuál es su nombre? Es Charlie Kane. Es Mister Kane. No le gusta ese Mister. Le gusta el bueno y viejo Charlie Kane». Así, entre su gente, sus empleados y sus bonitas bailarinas, el pomposo Charles Foster Kane se transforma en Charlie Kane y baila con ellas. Es lo que más le gusta hacer, es lo que surge de él, la expresión de su sencillez, es un trabajador como los otros, uno como tantos. De aquí que no le guste ese «Mister». Él quiere ser sencillamente el viejo y bueno Charlie Kane.