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El humor profano de la revista Barcelona
Hubo un tiempo en que el humorista Jorge Guinzburg provocaba unas entrevistas incómodas en el programa La noticia rebelde, ejemplo de humor televisivo, cuando todo era mejor y no se había inventado la TVBasura. Lo acompañaban desbordando ingenio, creatividad, Adolfo Castelo y Carlos Abrevaya. Por esas cosas de la Injusticia y la Maldad Universales que constituye, al menos, nuestra galaxia, los tres murieron jóvenes y de cáncer. Guinzburg solía empezar sus reportajes con una frase que se hizo célebre:
—Ahí va la primera pregunta. Livianita. Como para romper el cubito.
El cubito era el hielo. Ese frío que se establece entre el entrevistador y el entrevistado al inicio de la entrevista. Lejos de una pregunta «para romper el cubito», Jorge largaba una pregunta terrible. De modo que con la misma intención vamos a empezar esta zona de nuestro ensayo con algunos textos de la revista Barcelona. Esta revista no tiene límites. Hasta uno, ya curtido, se asombra de las cosas que son capaces de decir. Por ejemplo: los acusan de homofóbicos.
Ellos responden:
—¿Homofóbicos nosotros? ¡Por favor! Si en la redacción tenemos un compañero puto y, siempre que nos lo pide, le rompemos el orto.
Habitualmente, y más que eso, se ocupan de los culos. Saben muy bien en qué era están viviendo. Vamos a detenernos en el ejemplar del 22 de febrero de 2013. Hay un retrato de Shakespeare y, al lado, un ultraculo. Leemos: «Antes, espectáculo era una obra de teatro; ahora, los ojetes son un espectáculo. Intelectuales, chimenteros y los destinos de la crítica especializada en tiempos de ortos». Tiempos de ortos dice exactamente lo que dijo el filósofo alemán Peter Sloterdijk al decir cultura anal. Son matices. El título en letras de eficaces dimensiones anuncia: «Expertos analizan los motivos por los cuales el periodismo de cultura y espectáculos ya no se ocupa de los ciclos de cine, muestras de arte ni de tendencias en teatro sino de culos, putas y garche». Ahora pasamos al desarrollo del texto en sí: «El periodismo de cultura y espectáculos ya no estaría siendo lo que era, y habría dejado de lado la información y la opinión especializada sobre films, muestras, conciertos, estrenos de teatro y ediciones de discos y libros para volcarse decididamente a los chismes, el puterío, los chivos y los ortos. Tal fue la conclusión de un grupo de periodistas, intelectuales y panelistas faranduleros especialmente reunidos por esta revista a partir de la consigna: “¿Hacia dónde va el periodismo de cultura y espectáculos?”». Creo que Barcelona incurre sin embargo en la devaluación cultural del país al colocar en la franja superior de esa página, la N.º 8, destinada a la hiriente burla de todo personaje que habita el, por decirlo claro, mundo entero, la siguiente pregunta: «¿Y? ¿Ya se devoró el libro de conversaciones entre José Pablo Feinmann y Horacio González?». ¿Qué significa ese comentario? ¿Significa, como sospechamos, que el libro es aburrido y no se puede devorar? ¿Se puede acaso devorar un libro? La frase es confusa y no colabora al bien de la ilustración de este país de supermira-culos, que ha desdeñado la claridad conceptual de Horacio y mi tradicional modestia en beneficio de los supuestamente prodigiosos culos que se exhiben en el programa del señor Marcelo Tinelli. El Rey del Rating y el Dueño de los Culos. De él nos ocuparemos a continuación.
Ha sido un largo rodeo. Aquí queríamos llegar. ¿Qué tiene que ver la Summa Theologiae con Showmatch, el programa del señor Tinelli? El Doctor Angelicus definía la sexualidad anal en tanto vicio sodomítico. Instauraba también una serie de prohibiciones que la Iglesia Católica aún se empeña en sostener. Los ultraculos de Tinelli posibilitan su posesión imaginaria por parte del receptor. El televisor es suyo, lo que en él se ve, también. Aunque la cuestión es más compleja. El ultraculo de Tinelli (y esta función es la más importante) busca controlar al receptor. «Esto nunca va a ser tuyo. Pero te dejamos mirarlo». El tipo que mira se siente un pobre infeliz. De alguien será ese ciber-culo. Suyo, jamás.
Santo Tomás se lo había exigido: «Huye de la sexualidad anal». Tinelli se lo permite en el modo de la mirada codiciosa, impotente y también de la imaginación ilimitada. El ciber-culo es poseído en el acto sexual que se alimenta sobre todo de la imaginación. El onanismo, desde luego. ¿Alguien cree que el onanista busca poseer realmente (es decir, en la realidad) el ultraculo? No sabría qué hacer con él. Sería incómodo que la chica que aparece en la última página del suplemento deportivo del diario Crónica se le apareciese en la mismísima realidad.
—Aquí estoy. Me gustás tanto que salí del diario a buscarte. Puedo hacerte lo que quieras. No tenés más que pedírmelo.
No, el onanista se aterrorizaría en una situación semejante. El onanista es un voyeur. Un simple mira-culos. El ultraculo existe porque el sistema de la modernidad informática ha convertido al ser humano en una mera pasividad, en un mero mira-culos, en una cosa pajera, sólo eso. Hay ultraculos porque hay mira-culos. El mira-culos no quiere un ultraculo real. Quiere el suyo, íntimo, secreto. El ultraculo de su masturbación. Si no, no miraría los ciber-culos de Tinelli. En secreto, para sí, piensa: «Mucha mina para mí». Pero es la mina perfecta para el impecable pajero que es el receptor mira-culos. No está mal. ¿Qué tiene de malo la masturbación? Woody Allen dice qué tiene de bueno: «No es más que hacer el amor con una persona que uno conoce bien, desde hace mucho tiempo». El sexo que uno tiene con uno mismo es el más seguro y el más controlable de todos. Siempre se tiene el control. Siempre se maneja, se domina la situación. Siempre se está solo. Pero el onanista es un solitario que quiere serlo, porque no se anima o no puede o no le alcanza el dinero para ser algo más. Sin embargo, ¿algo más para qué? ¿Para complicarse la vida, para tener que cumplirle a una mujer como un buen macho, para exigirse a fondo, para pensar angustiado si va a poder o no, si el viejo compañero que habita entre sus piernas cumplirá con su papel erectivo? No, mejor la soledad. Porque, en soledad, es el único que ejerce el autoritarismo. El autoritarismo es la autoridad sobre sí. Nadie es dueño de un onanista. Nadie posee a un onanista. Él se posee y ante nadie, ante sí, no hay mirada, sólo la propia. Aquí triunfa el ultraculo tinelliano. Porque el hombre que elige la soledad en el sexo termina eligiéndola en la vida. El que elige la pasividad termina siendo un individualista. El que se niega a compartir el sexo con otro termina odiándolo. El que desde su sillón, pasivamente, mira un ultraculo se confiesa, tarde o temprano, que es un cobarde. ¿Cómo se va a animar a otras cosas? A salir a la calle por un reclamo justo, a unirse a los otros para peticionar por la dignidad de la vida, del trabajo. A desafiar (en lugar de tolerarla en pasividad) la injusticia de un sistema hecho por los poderosos y para ellos solamente. Un sistema que sólo le dará las migajas de su interminable festín. El ultraculo lo lleva también a desdeñar a las otras mujeres. Sobre todo a la suya. ¡Qué culos horribles tienen! Y el peor de todos, el de su mujer, el de su vieja compañera, la que soportó con él el paso de los años, las enfermedades, las pérdidas, las estrecheces. Sí, es cierto. Pero, con los años, es tanto lo que se le cayó el culo que ya ni mirarla puede. Vuelve entonces a mirar a Tinelli. Después se va a dormir. Y al día siguiente al trabajo. Vive bajo el señorío de Tinelli y sus ultraculos. Es un pobre tipo. Ahí, el sistema triunfó. Lo único que puede hacer peligrar este sistema es algo que ya dijimos: la mirada. Al onanista no lo mira nadie. Sólo él se mira. Esa mirada puede destrozarlo. Alguna vez caerá sobre él. Alguna vez se verá como lo que es: un triste pajero constituido en exterioridad por un programa de televisión. De lo que ahí haga, depende todo. Su vasallaje o su libertad.
Volvamos a Barcelona. En otro perfecto desarrollo de su libertinaje desenfrenado hacen referencia a ese paraíso de los horrores que es Mali. Habría ahí muchos líderes de Al Qaeda preparados para saltar sobre África. El título de la noticia que ofrece Barcelona es el siguiente: «Horror: tras las lapidaciones en Mali denuncian la primera amputación de ojete». No nos habíamos encontrado con este tipo de castigo en todo nuestro recorrido. El desarrollo de la nota informa: «“Hay que respetar las diferencias culturales antes de espantarse y condenar a esos negros salvajes y sanguinarios”, llaman a la cordura los observadores de Naciones Unidas, tras conocerse lo que los expertos definen como “otro exceso punitivo” registrado en Mali. Es que, a los reconocidos casos de lapidaciones, de mutilaciones de nariz y de castraciones, la última novedad en crueldades malinesas sería la primera amputación del orto de la que haya noticias». (Barcelona, 14 de junio de 2013, p. 6). Algunos tal vez se asombren de este tipo de humor tan excesivamente guaso en un país como la Argentina que cuenta con cuatrocientos espectáculos teatrales por fin de semana, estrena en cine casi cien óperas primas por año y tiene cerca de tres librerías por cuadra. No se asombraría, sin embargo, la dorada Pamela Anderson, la heroína de Baywatch, que aterrizó en Ezeiza y fue conducida velozmente —para protegerla de sus fans argentinos— a un refugio VIP. (A propósito: los ultraculos de Baywatch nada tienen que envidiarles a los de Tinelli). Pese a tanta celeridad y cuidado, la Anderson oyó los gritos de sus fans. Y sobre todo una palabra que todos repetían como poseídos, locamente. Una vez en el salón VIP, algo más serena, preguntó: I’m okay. But, what’s the meanning of that word?. Le preguntaron a cuál se refería. A la única que había alcanzado a distinguir; y la dijo. Oh! You mean ChuPámela?, reaccionó uno de sus asistentes. Yeah. Don’t worry, Pamela. They are telling you his love. In a shitty way maybe, but true. True love, dear. Pamela no entiende mucho. La turbamulta se ha acercado al VIP. Tal vez lo derrumben y se precipiten sobre ella gritando siempre esa extraña, salvaje palabra: ChuPámela!.