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Nietzsche y el Estado
Nunca es fácil entrar en Nietzsche. ¿Qué nos puede entregar para nuestra temática? ¿Nietzsche y el poder mediático? No suena demasiado adecuado. Pero ¿Nietzsche y el poder? ¿Nietzsche y la voluntad de poder? Si el poder mediático es el más penetrante durante el siglo XXI. Penetrante porque horada las conciencias con la ideología del poder, ¿cómo no estudiar al gran teórico del poder, al filósofo que hizo de esa voluntad el motor de su filosofía, el alma del devenir de la Historia?
No lejos de Leipzig, cerca de Sajonia, el 15 de octubre de 1844, en Röcken, nace Friedrich Nietzsche. Muere, loco, en 1900, en Weimar, luego de diez años de internación. Vivió 56 años. Y hay que restarle los últimos diez, pues en ellos no fue el pensamiento lo que alimentó su vida (ni aun ése que él amaba, el pensamiento de Dioniso, en que uno se entrega a la embriaguez hasta el extremo de perder el principio de individuación, algo semejante a la locura), sino los laberintos del terror, del extravío, la experiencia extrema de la nada, de la ausencia total del sentido y, por fin, la muerte. En esos pocos años que habitó este mundo fue un cuestionador alucinado del mundo burgués. Algo que no le impidió festejar el triunfo de las tropas de Bismarck y los baños de sangre de Thiers que lograron, unidos, «cortarle la cabeza a la hidra internacional». Así se refería a la Comuna de París, en que la represión de los generales franceses se cobró (según Eric Hobsbawm) treinta y tres mil almas. Ahí bendijo al Estado prusiano. Durante el resto de sus días fue un enemigo a muerte del Estado. Como todo espíritu que se quiere libre. Y llegó a adscribir a una concepción del Estado muy similar a la de Sigmund Freud, o que éste, sin más, tomó de él. Como escribe Katja Galimberti (en su formidable Nietzsche, una guía): «La institución estatal representa, según Nietzsche, el reflejo de las aspiraciones de los individuos. Pero en ella el filósofo advierte también la represión de los instintos más humanos y de las expresiones más explícitas de la voluntad de poder, y de ello deduce que el Estado quiere un hombre que limite su instinto fundamental en nombre del bien común; por lo tanto se trata de un hombre que no existe»[50].
¡Qué lejos está Nietzsche de la concepción del tipo de Estado que necesitamos en América Latina! Un Estado de bienestar que cubra las necesidades inmediatas, la extrema pobreza, la extrema ignorancia, la extrema desigualdad. Esta gente sería desdeñada por Nietzsche. Desde su aristocraticismo diría que son la plebe. Sin embargo, interesa explicitar que el loco de Turín (un poco anticipando a Heidegger) veía en los periódicos un elemento para amansar al hombre común. Para darle al buen burgués lo que necesitaba leer para ser feliz, estar tranquilo y ajeno, sobre todo, al ave de rapiña que latía en él y que debía mantener dormida a riesgo de desquiciarse. La frase más desdeñosa que Nietzsche podía decirle a alguien era: «Lector de periódicos». Pues veía en esta clase de hombres al burgués que se alimenta y se conforta con las noticias que le dan. Al hombre integrado al rebaño. Al hombre gregario. Su actitud contra el Estado tampoco debe ser rechazada en bloque. Al cabo, en los fenómenos de poder y contrapoder que se expresaron durante las jornadas de diciembre de 2001 y durante 2002, el aparato estatal fue también menospreciado como instrumento de poder y se confió más en la potencia de los asambleístas. Se desarrolló ahí una filosofía de la libertad ante el Estado. Se lo dejó de lado por torpe, corrupto y por hacer imperar un orden sobre el barro de la injusticia y el hambre.
La filosofía tiene aún mucho que decirnos sobre el poder mediático: la Escuela de Fráncfort, Marcuse, Habermas y los posmodernos: Vattimo y el notable Jean Baudrillard, con su inexistente Guerra del Golfo, que ya hemos mencionado.