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Moby Dick, fundamentos del expansionismo imperial

Si en el siglo XIX Moby Dick (la ballena blanca) se come una pierna del capitán Ahab, en los inicios del tercer milenio —exactamente durante el año 2001, el día 11 del mes de septiembre— le devora la otra. Abundan las lecturas socio-políticas de la inabarcable novela que Hermann Melville publicó en 1851 a la edad de 32 años, cuando ya tenía gran experiencia en la técnica y el arte de la pesca de ballenas y el genio y el coraje suficientes como para atreverse a una empresa casi sobrehumana: escribir una novela genial, que ninguna lectura podría agotar jamás, que soportaría el asedio de los críticos, de los intérpretes de toda condición y aun habría de conservar sus misterios más hondos, impenetrables, por la profundidad con que expresó los vericuetos de la existencia humana. Todos saben que las lecturas socio-políticas no agotan la densidad metafísica y religiosa del texto de Melville, pero han conseguido predominar en ciertas coyunturas y aun los intérpretes más serios han cedido a ellas, de tentadoras que son. Así, Ahab pasa a representar la ambición obsesiva del imperio norteamericano de ir tras una meta que siempre renace, bajo una y mil formas, porque es el perseguidor el que crea y agiganta a su perseguido, por una causa simple y poderosa: en la persecución está el fundamento de su existencia y la consolidación de su poder territorial. Queda, así, claro que el loco Ahab es la locura imperialista, el expansionismo fanático, indetenible, desde que cada territorio por el que su delirio de persecución lo lleva a atravesar, se lo queda, es suyo; el objeto de su paranoia termina por ser el entero mundo y sólo su dominación aplacará o, al menos, mermará su sed, y le será entonces posible vivir menos angustiosamente, dejar a un lado su desesperación. Pero algo así nunca sucede. Para su desdicha y para la de los otros, Ahab no puede detenerse. Su furia vengativa es el sentido de su vida. No le importa Dios y está enamorado del Mal. El Mal es Moby Dick, la ballena que se atrevió a injuriarlo, a hundirlo en el deshonor de la invalidez. ¿Cómo no habrá de seguir persiguiéndola luego del 11-S? ¿Qué es ahora Ahab? Si antes era un mutilado, un tullido que debía caminar con una pierna de marfil, ahora es un inválido, alguien que despertará en los demás una repugnante piedad —que no desea, que odia— ya que tendrá que apelar a la indignidad de dos muletas para desplazarse —siempre torpemente— por la cubierta de su barco. Así es como anda por Irak, así planea arrojarse sobre Irán[13].

Melville desestimaba las lecturas alegóricas de su novela. Se toma el trabajo de explicitarlo en ella misma, en el capítulo XLV, «El testimonio»: «La mayoría de la gente de tierra ignora a tal punto algunas de las más sencillas y palpables maravillas del mundo que, sin el apoyo de los simples hechos históricos y ahistóricos de la caza de ballenas, podría desdeñar a Moby Dick como una fábula monstruosa o, cosa aún peor y más detestable, como una insoportable y repulsiva alegoría»[14]. Moby Dick, lo hemos dicho, es una novela infinita. Supera, está más allá de todas las lecturas con que se busque someterla. Esto lo sabe Edward W. Said: «Nadie soñaría siquiera con reducir la gran obra de Melville a una mera ilustración literaria de los hechos del mundo real»[15]. Sin embargo, apenas en el párrafo anterior, no ha podido dejar de escribir: «Melville construye en el capitán Ahab una alegoría de la conquista del mundo que Estados Unidos desea; está obsesionado, se comporta de un modo compulsivo y se muestra imparable, absorto completamente en su propia justificación retórica y su sentido del simbolismo cósmico»[16]. Esta interpretación se ha impuesto y domina sobre las otras. Nunca, si hemos de ser honestos, los analistas de semejante texto desdeñan su riqueza y dejan de lado los otros aspectos. Y si lo hacen, no se privan de explicitarlo, a veces como avergonzados. Pero una lectura de la gran obra de Melville debiera ser una empresa totalizadora. Por ejemplo: todas las lecturas socio-políticas no toman seriamente la lectura teológica. ¿Es Moby Dick el relato de tono bíblico (por su grandeza) de la lucha entre el Bien y el Mal? La lectura socio-política tiene claro que —para júbilo y gloria de los norteamericanos—, Melville les ha entregado los motivos del imperialismo, de la expansión ilimitada: la persecución del Mal. Dan por hecho —de este modo— que Moby Dick es el Mal. Al menos para la política imperial norteamericana. Algo que no es tan sencillo para la lectura teológica. En esa lucha cósmica del Bien contra el Mal, ¿quién es el Bien, quién es el Mal? ¿Puede alguien como Ahab ser el Bien? Ahab es un vengador compulsivo, lleno de odio y deseos de destrucción. Moby Dick es sencillamente una ballena. Tal vez la más poderosa, la que posee mayor poder destructivo, pero sin duda la más bella. ¿Quién puede negar la belleza de Moby Dick? ¿Quién puede encontrar belleza en Ahab? Ahab, dijimos, vive tramado por el odio y la destrucción. Moby Dick no sabe ni puede odiar. Puede destruir pero sólo porque su naturaleza la empuja, la exige. Moby Dick es ajena al mundo moral. Por consiguiente, nadie puede juzgarla. No hace el Mal, se entrega a sus instintos, algo que le es inevitable. Como a un león, como a un tigre. El mundo animal no tiene valores morales. Melville no busca transformar a Moby Dick en un ser que hace el Mal con la conciencia de hacerlo. Así la ve Ahab. Pero no hay conciencia en Moby Dick. La conciencia es algo propio de los hombres. En Moby Dick gobierna el instinto de la especie, de una especie magnífica, qué duda cabe, pero carente de un orden de valores, salvo los de la vida, que le son imperiosos e instintivos. Moby Dick es más pura que Ahab. Es Ahab el que la persigue, el que desea destruirla. En la gran escena titánica del final, Moby Dick lucha para defenderse. Ahab es el que ataca, el que provoca la lucha. A nosotros, los que estamos en la periferia de esa lucha pero podemos ser incluidos en ella pues se trata de una lucha global, universal, nos da más miedo Ahab que Moby Dick. O aún peor : sabemos que para el Imperio todo lo que no es Ahab es Moby Dick.

En el parágrafo Ahab y el imperio de la historia que ha tramado sobre Estados Unidos, Thomas Bender escribe: «Fueron pocos los norteamericanos (…) que comprendieron mejor las dimensiones globales de la empresa estadounidense que Hermann Melville (…). Después de haber perdido una pierna a causa de la ballena, Ahab tenía una razón muy directa para continuar buscándola: el imperio estadounidense muchas veces ha obrado por una irrefutable preocupación por la seguridad»[17]. También Bender no sólo se disculpa sino que se lanza a desentrañar los otros motivos que laten en la obra de Melville. Pero nos ha entregado uno poderoso: el Imperio siente que el mundo está contra él. Éste es su síndrome Ahab. Tiene que perseguirlo y dominarlo. Seguir expandiéndose hasta cubrirlo por completo. Ahab persigue a Moby Dick por toda la agobiante superficie de la Tierra. Agredimos, dicen, para que no nos agredan. Sólo así estaremos seguros. Y eso es lo que sucede en la novela de Melville. Ahab, a punto de arrojarse sobre el cuerpo de la ballena, pronuncia palabras terribles, hermosas en su locura demoníaca, palabras que dan forma a uno de los textos más deslumbrantes de la literatura universal. Como homenaje a Melville, aquí están: «¡Ahora siento que mi mayor grandeza está en mi mayor dolor! ¡Acudid desde los confines más remotos olas remotas de toda mi vida pasada! ¡Formad la ola inmensa y única de mi muerte! ¡Me precipito hacia ti, ballena, que todo lo destruyes sin vencer! Lucho contigo hasta el último instante; desde el centro del infierno te atravieso; en nombre del odio vomito mi último hálito sobre ti»[18]. Éste es el Ahab de hoy. Y ese texto de acero que el genio de Melville pergeñó: «Ballena, que todo lo destruyes sin vencer», ¿no es la imagen que el Imperio tiene del terrorismo, la más actual, la más rigurosa?

Los ingleses —grandes colonizadores— tuvieron a su Hermann Melville. Pero era un Melville plenamente convencido de su tarea. El autor de Moby Dick nunca tuvo la menor aspiración de nada. Menos aún de expresar la expansión del Imperio norteamericano. Su gran novela fue un fracaso. Se alejó del «mundanal ruido». Fue granjero. Luego volvió a Nueva York. Pero nunca obtuvo el reconocimiento literario que mínimamente deseaba. Rudyard Kipling, por el contrario, fue lúcidamente el poeta del colonialismo británico. Fue un hombre enérgico, que nació en la India, vivió luego en Inglaterra, regresó a la India y viajó a Estados Unidos. Su vida no tuvo mayores sufrimientos. No sólo la gloria no le fue esquiva, sino que hasta fue dulce con él. En 1906, ganó el premio Nobel de Literatura.

No por azar, no sin fundamentos se le dice el poeta del colonialismo. Kipling acuñó un concepto riguroso. Habló de la pesada carga del hombre blanco. Tratemos de comprender esa frase porque, en ella, reside una verdad muy honda sobre la modalidad en que el homo imperialista se ha visto a sí mismo, sobre todo a través de uno de sus más grandes poetas. ¿Por qué es pesada esa «carga»? Porque hay en ella una gran dosis de sacrificio. El hombre blanco da todo de sí para llevar la civilización a los territorios primitivos, bárbaros. La barbarie es lo Otro de esa civilización, su antinomia. No es la cultura, no son las costumbres de los pueblos refinados, no son los libros, no es la visión de la historia como un progreso constante del género humano. No podría serlo porque esos pueblos no tienen historia. Sólo pasan a tenerla cuando el hombre blanco, asumiendo su pesada carga, los incorpora a la suya y los lleva por sus caminos, que son los de la historia. En suma, la pesada carga del hombre blanco es la carga del colonialismo. Entrar en los pueblos atrasados, llevarles la cultura, incorporarlos a la línea incontenible del progreso humano, a la línea de la historia, entregarles, como gran regalo, la civilización que con tanto sacrificio la modernidad occidental ha conseguido atesorar.

Rudyard Kipling fue el gran poeta de esta epopeya. Nació en Bombay en 1865, se dedicará a la literatura y hasta llegará a ganar el Premio Nobel. Tiene dos poemas célebres por cantar la epopeya del homo colonialista. Uno, aunque ya un poco olvidado, fue el más célebre de los dos: If (traducido al castellano por el condicional Si). El otro, más complejo, arduo de traducir, es La pesada carga del hombre blanco (White Man’s Burden). Los dos son poderosos, magníficos. El If, en forma de pergamino, fue colgado en innumerables hogares a lo largo-ancho de este mundo. ¿Era la visión que Kipling tenía del homo colonialista? No cabía duda de esto. ¿Era el superhombre nietzscheano? Bien pudo serlo. Era, en todo caso, un hombre que ninguno de nosotros jamás sería. Pero ¿quién no soñó serlo? No ser el homo colonialista. Quitemos las connotaciones políticas, quitemos al conquistador británico y a su Reina, la codicia irrefrenable del Imperio, su rapiña, su sagacidad para llevar a cabo todos sus planes, para dominar el mundo desde una pequeña isla. Tratemos de leer (o releer) el poema como el de un poeta que nos incita a ser más de lo que somos, que nos incita a la perfección, no a la maldad, sino al diseño admirable de nuestro modo de ser en el mundo. Escribe Kipling: «Si sabes conservar la cabeza/cuando todos los que te rodean/pierden las suyas y te culpan de ello». Sigue: «Si sabes confiar en ti mismo/cuando todos dudan de ti/pero te haces también cargo de sus dudas/Si sabes esperar y no cansarte en la espera/si siendo objeto de mentiras no te ocupas de mentir/o siendo odiado no te entregas al odio/si te sabes encontrar con el éxito y el fracaso/y tratar a esos dos impostores por igual/Si sabes hacer un montón con tus ganancias/y arriesgarlas en una jugada de cara o cruz/y perder y volver a empezar desde el principio/y no pronunciar una palabra sobre tu pérdida/Si sabes (…) seguir cuando no queda nada en ti/excepto la voluntad que te dice: ¡avanza!/ Si sabes llenar el inexorable minuto/con el poderoso valor de sesenta segundos/tuya es la tierra y todas las cosas que hay en ella/y lo que es más: ¡serás un hombre, hijo mío!»[19].

El otro poema de Kipling es explícito sobre todo por su título. Luego es complejo, no tan claro como el If, menos cristalino, menos poderoso, igualmente perfecto en su forma literaria. Pero es el poema que dice más que cualquier discurso o proclama lo que el hombre blanco siente cuando entra en un territorio bárbaro. «Aquí estamos. Les traemos la cultura, la civilización, el lenguaje, los buenos modales, algunas escuelas, algunos maestros, y llegamos con fusiles, cañones, espadas, látigos, con todo lo necesario si no aceptan someterse a nuestra pesada carga. No nos gusta que nuestro sacrificio sea ignorado, o peor aún: recibido con desdén, con odio. Adviertan ya mismo, en el mismo instante en que nos vean llegar, la enorme suerte que tienen, la modernidad, el capitalismo occidental, la rueda de la historia ha llegado hasta ustedes. Los haremos parte de ella. Esa fortuna tienen. Dejarán de vegetar fuera de la historia. Porque ustedes, sin nosotros, son pueblos sin historia. Nosotros se la traemos. Les traemos nada menos que eso: la Historia. Sólo les pedimos que trabajen sumisos a nuestras órdenes. Pero los haremos progresar. Caminarán hacia nuestro mismo, idéntico porvenir. Porque es el único. Solos, retrocederían otra vez hasta la edad de los monos y los dinosaurios. De nuestra mano les aguarda el horizonte. Sólo exigimos sumisión y trabajo duro. Alguna vez soltaremos sus manos y serán libres. Entre tanto, crecerán vigilados por nosotros. Porque ustedes, los bárbaros, sólo pueden crecer, avanzar, formar parte del progreso, de la historia humana, si se aferran a nosotros, si siguen, como les sea posible, nuestro rumbo, el de la civilización».

Kipling lo dice en White Man’s Burden: «Lleven la carga del hombre blanco/envíen adelante a los mejores entre ustedes/para servir, con equipo de combate/a naciones tumultuosas y salvajes./ Esos recién conquistados y descontentos pueblos/mitad demonios y mitad niños./ Lleven la carga del hombre blanco/las salvajes guerras por la paz/llenen la boca del Hambre/y ordenen el cese de la enfermedad/y cuando el objetivo esté más cerca/en pro de los demás/contemplen a la pereza y a la ignorancia/llevar la esperanza de todos ustedes hacia la nada». He aquí por qué es pesada la carga del hombre blanco. Porque es inútil. Pesimismo terrible el de Kipling. Esas «naciones tumultuosas y salvajes», esos «descontentos pueblos», «mitad demonios, mitad niños», jamás reconocerán, agobiados por su pereza y por su ignorancia, la esperanza que en ellos depositó el hombre blanco, sometida ahora al abismo, a la nada.

Sin embargo, algún placer o magnífico beneficio habrá de encontrar el hombre blanco en su pesada carga porque la ha llevado y aún la lleva. Aún penetra en tierras que no le pertenecen. Aún dice que asume su cruzada civilizadora. Aún mata en nombre del progreso o de la democracia (palabra con que ha reemplazado a «progreso»). Aún su voluntad, incesantemente, le dice: «¡Avanza!».

Ésta es la palabra-mandato: «¡Avanza!». Ahab, en medio de su demencial persecución de Moby Dick, se dice: ¡Avanza! Los ingleses en la India, en China, en Irlanda se dicen: ¡Avanza! Los franceses en Argelia: ¡Avanza! Los norteamericanos en Corea y en Vietnam: ¡Avanza! El Complejo Militar-Industrial, hoy, escucha la voz de sus ideólogos. Sus ideólogos le hablan en secreto o desde los grandes medios. De donde sea, le dicen: ¡Avanza! La voluntad de poder nietzscheana le decía a Hitler: ¡Avanza! Y Hitler reclamaba el espacio vital. Recordemos que el espíritu de dominación es el elemento constituyente del espíritu humano. No hay dominación sin conquista. La interpretación que Heidegger hace de la voluntad de poder nietzscheana —aunque rechazada por algunos nietzscheístas— es perfecta. La voluntad de poder tiene que avanzar incesantemente. Esa voluntad es el devenir de la historia. No puede detenerse al costo de impedir su expansión. «Conservación y aumento (escribe Heidegger) caracterizan los rasgos fundamentales de la vida (…). A la esencia de la vida le toca el querer crecer, el aumento (…). Toda vida que se limita únicamente a la mera conservación es ya una decadencia. Por ejemplo, para un ser vivo asegurarse el espacio vital nunca es una meta, sino sólo un medio para el aumento de vida»[20]. Espacio vital fue la consigna de Hitler para expandir la territorialidad alemana. No es casual que Heidegger la analice y se la endilgue a la voluntad de poder. Nada explica mejor la voluntad expansionista del Imperio (de todos los imperios) que los conceptos de conservación y aumento. Hay que avanzar (se dice el homo imperialista), porque si meramente nos conformamos con lo que tenemos, vamos a morir. El único medio de conservar lo que ya conquistamos es aumentarlo. Estados Unidos busca también hoy —como lo buscaba Hitler— su espacio vital. No cesará de aumentar lo que tiene. Esto —conceptualmente— se lo requiere el CMI. Feed me! Feed me! Crece o moriremos. Pensémoslo así: el que está contra nosotros está contra nuestra expansión. El que está contra nuestra expansión está contra nuestra vida. Por ejemplo: si le hemos pedido a Rafael Correa poner una base en Ecuador y nos lo ha negado, Rafael Correa es un enemigo mortal de Estados Unidos. Al impedir nuestra expansión se pone de lado de los que desean nuestra muerte. El que está contra nosotros no está en mera disensión. Ni siquiera está en actitud de beligerancia. Ni siquiera es nuestro enemigo. Es nuestro asesino. Quiere matarnos. Impedir nuestra expansión es desear nuestra muerte. Aquel que lo haga, que sepa lo que hace. Si lo sabe, las consecuencias lo sorprenderán menos. Pero no lo salvarán.

Filosofía política del poder mediático
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