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La respuesta a la gran pregunta: por qué no cae Berlusconi
Berlusconi ha enviado tropas siempre que Estados Unidos lo requirió. Berlusconi es un freno poderoso contra cualquier avance de la izquierda italiana. Si le arrojó uno de sus brulotes a Obama, habrá sido (no lo dudemos) porque sus amigos republicanos le dijeron que sí, que era posible. Que ese muchacho era sólo eso: lindo, joven y tostado. Si no, jamás le habrían permitido llegar. Y una vez que llegó, no le dejaron hacer nada. Ni él hizo mucho por hacerlo. Al contrario, hizo el trabajo de un republicano con una eficacia admirable. Tanto, que podría considerarse que su trabajo ha sido no sólo el de un republicano, sino mejor, prolijo, sin altisonancias ni frases imprudentes.
La suerte del mundo se decide en el Departamento de Estado. Más o menos así:
—¿A quién tenemos en Italia?
—A Silvio Berlusconi.
—Senador Wright, qué opinión le merece.
—Es un loco divertido. Pero es bien de derecha. Un muro contra cualquier cambio desagradable. Odia a los izquierdistas, a los comunistas, a los islámicos. Echa a patadas a los tunecinos que llegan a Italia. Los hace custodiar por policías bien armados y con barbijo para evitar contagiarse de las inmundas enfermedades que esos desastrados importan de sus malditos países. Domina todos los medios. Eso evita que haya medios de izquierda. Nadie nos critica en Italia. No tienen dónde.
—En suma, un verdadero aliado.
—Un excéntrico, un desprolijo, un amante desaforado de todas las mujeres. En fin, un auténtico italiano.
—Hay que apoyarlo.
—Además, es amigo de Rupert Murdoch.
—Lo dicho: cuidémoslo.
—Quiero aclarar que sería preferible otra cosa.
—¿Qué otra cosa?
—Alguien más presentable. El hombre es un pedófilo. Le ha hecho cuernitos a un parlamentarista británico. Salió una foto y no pasó nada. Sonríe sin cesar. No da imagen de seriedad. Sale en sus programas de TV con mujeres semidesnudas a las que aprisiona casi impúdicamente. Es decir, no sólo por la cintura. Pero ni siquiera ha montado un aparato peligroso de represión policial. Simplemente ha hipnotizado al pueblo italiano.
—Es un genio.
—Respeto su punto de vista. De algo no hay duda: es un aliado. Por otra parte, podríamos también definirlo como un hombre al que le gusta que le hagan lo que Monica Lewinsky le hizo a Clinton.
—Entiendo. Ése sería su aspecto Calígula.
—Que es el que más nos preocupa. Porque de Mussolini hereda el fanatismo por el poder absoluto. Sólo eso. Sin embargo, de Calígula hereda un placer por el sexo y el escándalo que podría ponerlo en peligro.
—No creo. Al pueblo no le molesta que su Presidente tenga placeres. Mientras la economía funcione, el factor Lewinsky no es grave.
En este mundo que ha decidido aplicarse el rótulo de globalizado, lo que se ha globalizado es la política imperial de Estados Unidos. Bush anuncia la «guerra preventiva» y todos sabemos qué significa eso: intervendrá directamente ahí donde sea necesario. Supongamos que hoy apareciese un problema en «el patio trasero», como el comunismo de Salvador Allende. Nixon no pudo tolerar eso ni desde el primer día. Pero no invadió Chile. Llamó al director del tradicional diario El Mercurio y le dio dos millones de dólares. Luego la CIA mató al general Schneider, adicto a Allende. Y luego adoctrinó al Ejército. En poco tiempo, el golpe era un hecho. Y asesores de la CIA en torturas trabajaban activamente en el Estadio Nacional. Hoy todo sería distinto. Crearían un conflicto con el terrorismo en territorio chileno y lo invadirían en nombre de la seguridad y de la guerra contra el terror, que no tiene fronteras. Incluso, cuando asume Juan Pablo II, un sacerdote polaco de nombre Karol Wojtyla (el primer pontífice que carecía de ciudadanía italiana en cuatro siglos), lo van a ver varios obispos genuinamente preocupados, doloridos:
—En Argentina se están violando gravemente los derechos humanos —le informan—. Es una masacre. Necesitamos una palabra suya.
Wojtyla pregunta:
—¿Son comunistas?
Dentro del esquema bipolar de la Guerra Fría sólo una respuesta era posible:
—Sí.
Wojtyla dice:
—Entonces nada podemos hacer.
¿Qué queremos decir? Berlusconi no cae porque le es útil al Imperio bélico-comunicacional. Lo demás, para ellos, es chatarra. Algunos se preguntan por qué nadie habla del genocidio armenio. Porque no forma parte de la estrategia bélica del Imperio. Si mañana Turquía se convirtiera en una nación aliada al terrorismo internacional, tendríamos —de un golpe— diez películas sobre el genocidio armenio. El Holocausto tiene tanta prensa y tantas películas de Hollywood porque Israel es un aliado fundamental del Imperio. Exhibir su dolor implica justificar su impiadosa política con Palestina. Hasta esto, hasta Auschwitz —ese horror— se usa para hacer política, para justificar la muerte. «Hemos sufrido tanto que tenemos derecho a matar», dice el Ejército israelí, aliado fundamental de la política norteamericana en Medio Oriente. El mundo no es un lugar agradable. Lo que en él se despliega es un espectáculo cruel donde la vida poco importa. Los intereses, sí. Si mañana Israel llegara a un arreglo con sectores importantes del mundo árabe, Estados Unidos se pondría de muy malhumor. Decaería no sólo la ayuda bélica, sino las películas sobre el Holocausto. Berlusconi se divierte, pero sabe lo que hace. Lo esencial: se ha ubicado en el mapa estratégico-bélico de Estados Unidos. A favor. Puede divertirse todo lo que quiera con sus velinas. No caerá por eso. Ahora sabemos por qué no cae. Sería saludable que los académicos italianos lo dijeran en lugar de hablar tanto de los países bananeros de América Latina.
En cuanto al libro Papi, el escándalo Berlusconi se deleita casi exclusivamente con los escándalos de Il Cavaliere. Marco Travaglio, Peter Gómez y Marco Lillo parecieran algo así como excesivamente atraídos por ese tema. ¿Tan atractivo será asistir a una fiesta de Berlusconi con Lele Mora como anfitrión? No lo sabemos, no nos importa. Con tal de no ver a Lele Mora ya no iríamos ni en grave estado de enajenación mental. Pero las orgías, las mujeres espectaculares y fáciles, la droga, el alcohol, los políticos vencidos por los excesos, los magnates del Oriente, los boxeadores que ya dan pena pero fueron glorias, atraen. Los autores de Papi nos hacen un favor. Intenté leer el libro y al rato me saturé de tanta degradación. Ignoro si previendo eso es que han colocado como una especie de Prólogo las frases más fuertes, más impactantes del libro al comienzo. De modo que ahí están. Uno puede ahorrarse el libro porque más que eso no aporta. Pero los textos son atrayentes, divertidos y pintan el costado más frívolo, tal vez más patológico, de Il Cavaliere. Veamos:
«Para hacerse una idea completa sobre los casos de las eurovelinas, del divorcio del primer ministro, de los vuelos oficiales para transportar enanos y bailarinas, de las vergonzosas fiestas en el Palacio Grazioli y en Villa Certosa con “chicas de imagen” y prostitutas reclutadas por gente implicada en lenocinios y tráfico de droga, los italianos tendrían que comprar cinco o seis periódicos entre italianos y extranjeros. Demasiado»[87]. Demasiado, porque posiblemente todos pertenezcan a Berlusconi, los italianos y los extranjeros. Sigamos: «Vírgenes que se ofrecen al dragón para alcanzar el éxito, la fama y el enriquecimiento económico. Por una extraña alquimia, el país entero otorga y se lo justifica todo a su emperador. Me pregunto en qué clase de país vivimos (Verónica Lario)»[88]. Más: «Así, animado por la benévola complicidad de los medios de comunicación, Berlusconi, sobre todo tras haber cumplido los setenta y tras el difícil período que siguió a la extirpación de un tumor en la próstata en 1977, ha transformado su pasión por las mujeres bellas en una obsesión altamente arriesgada para sí mismo y para el país que representa»[89]. Más: «Si hace veintitrés años sus travesuras y sus costumbres sexuales eran exclusivamente asunto suyo, hoy son lamentablemente asunto nuestro. El Presidente del Consejo no puede permitirse los comportamientos ligeros de un empresario que lo intenta con las empleadas. Especialmente si éstas, después, se convierten en ministras, subsecretarias, diputadas, euro parlamentarias, consejeras municipales, provinciales, regionales, candidatas o incluso actrices en las ficciones del servicio público televisivo»[90]. Y por último: «Los acontecimientos narrados en este libro son todos de relevancia pública. Y constituyen un gigantesco escándalo político»[91].
Washington:
—Sorry, Mister President, pero es un peligro que tengamos a un tipo así en un país con la ubicación estratégica de Italia.
—¿Y a quién quiere poner?
—No tengo a nadie.
—Berlusconi cumple con los requisitos que exigimos. Seguramente a Chávez le gusta tanto fuck como a él. Pero está en contra nuestra. Ahí, el pene es un factor político peligroso. Y si hay un escándalo sexual, lo aprovecharemos. Pero ¿de qué acusa usted a Berlusconi? ¿Es enemigo de América? No. ¿Es comunista? No. Es más bien un prolijo, saludable fascista. ¿Está a favor del Islam? No. ¿Nos niega su espacio aéreo? No. ¿Envía tropas donde le sugerimos que las envíe? Sí. So, tell me, you idiot, what’s the problem?
—Es un adicto al sexo, a las drogas, a las orgías, a la pedofilia, a la corrupción.
—So what? Don’t you like fucking?
—Sí, pero no hago orgías.
—Él sí. Con sus setenta y cinco años debe tener más hormonas que usted o se las consigue. Es un adicto al sexo, hombre. Eso es todo. Michael Douglas también. Hasta la princesa Grace Kelly fue una adicta al sexo. ¿O ignora por qué Hollywood no hace una película sobre su vida? ¡Porque tendría que ser una porno! ¿Se imagina al Cisne fucking con toda la servidumbre del Palacio de Mónaco?
—¿Qué ordena entonces, Mister President?
—Déjenlo en paz. Si se desbarranca seriamente, hablaremos otra vez de él. Por ahora que siga. Vea, si los italianos no son capaces de sacárselo de encima, que se jodan. A nosotros, el hombre nos sirve.
En resumen, la cosa está en manos de los italianos. Tienen que quebrar la red mediática de Il Cavaliere y llegar a los ciudadanos con un mensaje alternativo. No es fácil. El Emperador es el dueño de todo. De la opinión pública. Y de algo peor: del sentido común. El sentido común del italiano medio es el de Berlusconi. Su concepción de la vida, también.
Tal vez tengan que aguantarlo todavía un buen rato más. Salvo que en algún momento desbordante, exultante, con alguna de esas poderosas hembras que se lleva a su Palacio sencillamente le estalle una vena del cerebro o su apasionado corazón le diga: «Basta, Silvio. Hasta aquí llegué. No doy más. Seguí solo». Pero solo no puede seguir. Hay una regla biológica de la vida que nadie puede violar: ningún muerto, ni siquiera Berlusconi, coge.