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La banalización de la tortura
Unthinkable es un thriller. Así se lo califica. Un thriller político. ¿Qué significado tiene la palabra thriller? Thrill es emocionar, hacer estremecer, turbar de emoción, vibrar, temblar, excitación. De thrill viene thriller: novela sensacionalista, novela de misterio, novela policial, espectáculo emocionante. Lo que se ofrece al espectador es un relato estremecedor, sensacionalista, excitante, una novela de misterio o de enigma, cuya trama hay que seguir porque el final tironea la atención del espectador. ¿Aguantará la tortura Yussef? ¿Estallarán las bombas? ¿Logrará imponer su criterio la agente Brody? ¿Hasta dónde llegará el siniestro H? ¡Qué peliculón, señores! ¡Qué show de primera línea! Un policial que mantiene al espectador en el borde de su asiento. Y encima con frases trascendentes. Con reflexiones importantes: ¿hasta dónde es lícito llegar?, ¿vale la pena animalizarse y masacrar a un ser humano porque el tipo dijo que puso tres bombas nucleares?, ¿y si no las puso?, ¿y si está abyecta, totalmente loco?, ¿y si es un masoquista?, ¿un simple masoquista que estaría mejor y más adecuadamente en el diván de un psiquiatra y no en la camilla del abominable torturador H? Todo por unos pocos dólares. Un espectáculo que, en derroche de emociones, supera a Lo que el viento se llevó y Los diez mandamientos en doble programa. Porque aquí el gran show es la tortura. Ver cómo un gigantón sádico destroza a un hombre indefenso en nombre de la Guerra contra el Terror que lo permite todo porque es la batalla hegemónica que hoy libra Estados Unidos. Pronto los espectadores de cine se preguntarán: ¿De qué es la que dan en el Patio Bullrich? De amor. ¿Y en Cinemark? De guerra. ¿Y en Alto Palermo? De torturados.
Detrás de todo eso, para nada ocultos, los monopolios de Hollywood. Por medio del cine o la televisión nos enseñan que la tortura es una cosa como cualquier otra, un género como cualquier otro, un entretenimiento también así: como cualquier otro. Se la banaliza. Se la torna una mercancía más que se lanza al mercado. «Las películas de torturas venden bien», haya dicho acaso Rupert Murdoch. Su biógrafo, que lo admira, dice: «Si tú no estás con Rupert Murdoch, aun en un punto modesto, mínimo, eres un liberal, o —aunque esta denominación se haya diluido en la década pasada o por ahí— eres un commie (comunista). Es importante, aquí, atrapar el tono justo (…). Las hermanas de Murdoch, por ejemplo, son “las socialistas”. Gary Ginsberg es a menudo despedido con un: “En fin, eres un liberal”. Murdoch casi no se plantea cuestiones en torno a ideología. Es más una cuestión de temperamento: el suyo contra el tuyo. Del modo que él se ve, se cree el último hombre razonable del mundo. Y tú, ¿eres sentimental o realista? ¿Conoces el valor de un dólar? Sobre todo de sus dólares»[101]. He aquí un ejemplo de Grupo Monopólico: Random House. Publica a Murdoch en Estados Unidos y tiene una presencia hiperactiva en Argentina. Si se preguntan de qué lado está, acaso encuentren cierto aire de pluralidad en una primera mirada. Pero ha publicado muchos de los libros de la torpe derecha argentina. ¿De qué lado está? Fácil: si publica a Murdoch no debe mirar con malos ojos a Jack Bauer. Aquí, a Beatriz Sarlo, a Carlos Corach, a Martín Lousteau y otros más temibles. También publica a César Aira. Pero creo que Aira sirve para cubrir las simpatías por la causa de Murdoch y su héroe antiterrorista. Se nos ocurre. Ahora ha optado por la elegancia de incorporar como editor a Juan Ignacio Boido, que es como un hermano —uno menor en mi caso— muy querido por nosotros y por muchos de los mejores escritores de Buenos Aires. Es una excelente señal. Las empresas son las empresas y jamás dejarán de serlo, pero hay que mirar a quiénes ponen para manejar sus relaciones con los escritores, que son —en cuanto a las empresas editoriales— los que les dan lo mejor de sí para que lo comercien en un mercado arduo, de pocos, cada vez de menos. Nosotros —por acudir a un ejemplo cercano— publicamos en Planeta y no preguntamos mucho sobre el Grupo que tiene una entera manzana en Madrid. Tampoco creemos habernos entregado a las manos de los borbones. Para nosotros, Planeta son Alberto Díaz, Ignacio Iraola y Paula Pérez Alonso, de los que somos amigos hace ya décadas. Y ellos sí que, con Jack Bauer, nada.
Justamente el tema del monopolio mediático es central y lo hemos dejado como frutilla del postre. Suponiendo que este libro haya sido tan agradable como un postre. Algo que dudamos. Creemos estar preparando uno superior: Sarmiento y Marx: Conflictos y armonías entre Facundo y El capital. O también: Filosofía, sujeto y poder: una reflexión suramericana. O una novela: La dimensión desconocida del doctor Hartmann. Mas ¿quién puede saber cuál será su próximo libro? Sólo sabe que el mejor de todos —ése— se va a morir sin escribirlo. Todos los escritores saben esto.